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La mayor matanza de la Prensa del mundo

80 periodistas muertos en Argentina sin un minuto de silencio

MARTÍN PRIETO Hace sólo cinco meses, Jorge Fontevecchia, joven editor argentino del grupo Perfil, se refugiaba en los lavabos de la redacción de una de sus revistas -La Semana- mientras la Policía Federal registraba histéricamente el edificio del holding y secuestraba durante horas a periodistas, administrativos, secretarias, visitantes. Fontevecchia escapó a la calle por el tragaluz del excusado, marchó al apartamento de una amiga, se afeitó las barbas, vistió las ropas de aquélla y, taconeando, accedió a la Embajada de Venezuela y solicitó asilo político.

Media policía de Buenos Aires le estaba buscando aparatosamente, sin mandamiento judicial: sólo con una orden de captura del PEN (Poder Ejecutivo Nacional). La Semana acababa de salir con una portada en la que lucía todo su atractivo sirio-libanés una maniquí, sobrina del general Llamil Reston, ministro del Interior, y, en páginas interiores, con un reportaje sobre el capitán de corbeta Alfredo Astiz, rendido a los británicos de las Georgias del Sur y reclamado por dos Gobiernos europeos por asesinato tras torturas de dos súbditas francesas y una sueca, que acababa de regresar de unas vacaciones en Suráfrica.La cana (la policía) recorrió los infinitos quioscos de Buenos Aires secuestrando gubernativamente la revista, mientras el Gobierno tildaba al editor de agente británico. El joven Fontevecchia, una traducción porteña de Antonio Asensio y en cualquier caso en las antípodas de lo que podría entenderse por un editor de izquierdas, logró abandonar el país y permanece en Caracas, sin intención de regresar antes de las elecciones de octubre.

La de Fontevecchia es, a la postre, una anécdota ilustrativa, pero anécdota: al fin, del drama secreto del periodismo argentino. Entre 1976 y 1978 desaparecen en Argentina 80 periodistas, desde el más humilde auxiliar de redacción hasta Rodolfo Walsh o Haroldo Conti. Cayeron escalonadamente, sin alharacas internacionales, en la guerra secreta del Ejército argentino contra el pueblo argentino, sin siquiera una gacetilla recordatorio en sus periódicos. El proceso militar argentino de reorganización nacional pasó como una aplanadora por las redacciones. Pero parecía que sólo el resplandor intelectual del talento de Jacobo Timmerman, fundador y director de La Opinión, retratara el martirio de los periodistas argentinos.

Timmerman, renovador del periodismo en su país, debelador de la desastrosa Administración de Isabelita Perón, también cómplice de alguna manera en una intervención militar que creyó ingenua

80 periodistas muertos en Argentina sin un minuto de silencio

mente poder encauzar, fue detenido, torturado y finalmente expulsado de Argentina tras años de reclusión. Preso sin nombre, celda sin número, su reflexión sobre aquella experiencia, ha merecido hasta los honores de una serie televisiva estadounidense, y Timmerman medita ahora la posibilidad de pleitear en tribunales internacionales la recuperación de su patrimonio periodístico: el edificio y los talleres de aquel gran diario que fue La Opinión, ahora propiedad de los editores de El Tiempo Argentino.En cualquier caso, la odisea de Jacobo Timmerman, ahora ciudadano israelí, renegado de Argentina, ha venido injustamente a eclipsar la desaparición de sus 80 compañeros. Y, así, Oriana Falacci ha podido pronunciar en Buenos Aires su sentencia equivocada y cruel: "Los periodistas argentinos son unos cobardes".

Oriana acaba de pasar fugazmente por esta ciudad para presentar su libro Un hombre, obra ya vieja, pero que ahora puede editarse en Argentina, en que relata su convivencia con Panagulis, militar griego, revolucionario utópico y un torpe y voluntarista magnicida. Un incidente menor con fotógrafos de Prensa, que maltrataban los ojos de Oriana, provocó la furia de la compañera toscana y la sentencia: "¿Por qué no les gritaron ustedes a los militares? Los periodistas argentinos son unos cobardes".

Infantilismo susceptible

El pueblo argentino tiene una necesidad casi morbosa de ser querido, de suscitar afectos; es infantilmente susceptible, y su ego -frágil e hiperdesarrollado- se quiebra fácilmente. Y los dicterios de Oriana, aquí querida y admirada, han levantado ronchas de dolor. La Falacci, probablemente, ignoraba la desaparición en tres años de 80 periodistas argentinos, para los que nadie todavía ha tenido un minuto de silencio.

Fue ésta una matanza dibujada en el agua. Las muertes y desapariciones en frentes de combate, los periodistas caídos en Indochina, los asesinados en Centroamérica ante las cámaras de televisión, la cruelísima carnicería de Ayacucho, devinieron en hitos del victimario periodístico. Pero, sospechosamente, el holocausto de la Prensa argentina ha pasado inadvertido. Pues se echen las cuentas como se echen, el mayor exterminio de periodistas de que se tiene noticia se produjo en la República Argentina entre 1976 y 1978: 80 en tres años, uno cada dos semanas.

No cayeron aparatosamente, ni nadie dio publicidad a su suplicio. Pese al voluntarismo de las madres y abuelas de la plaza de Mayo, sus colegas saben que están muertos. Pese al cinismo político de la represión militar, nadie pudo jamás demostrar su pertenencia a bandas armadas terroristas. Los 80 ignorados, en una reedición de la hitleriana noche y niebla, desaparecieron de sus domicilios conocidos, de sus trabajos estables, de sus familias formadas. Es verdad que muchos de ellos -aunque no todos- eran reputados en sus redacciones como simpatizantes del radicalismo de izquierda o como simples progresistas. Aun así, su matanza habría sido infame.

Pero no sólo murieron por sus inclinaciones políticas, sino en función de un trabajo y científico de amedrentación y censura en un país que carece de ella. Centenares de periodistas huyeron del país; otros tuvieron la suerte de ser juzgados por tribunales militares y acabar vivos en prisión (aún 10 se pudren en los penales de Rawon, Devoto y La Plata).

Corresponsales provinciales en Tucumán de diarios bonaerenses tuvieron que callar que el Ejército arrojaba vivos a las brasas de los asados a los prisioneros de la guerrilla rural. Periodistas cordobeses, libres de toda sospecha política, pero interesados en la arqueología histórica, levantaron ingenuamente planos de las interesantes construcciones subterráneas de los jesuitas españoles de la ciudad, para terminar sujetos con grilletes y con la picara en la cara, explicándole a un oficial naval el significado de sus dibujos.

Nuevo orden informativo

Hasta en esto tuvieron mala suerte los periodistas argentinos: en 1976, lo que se desata es una atroz competencia entre el Ejército y la Marina para ver quién acaba antes con la subversión y quién debe mandar. La Marina se siente históricamente postergada, y bajo la inspiración del almirante Massera, que aspira a desplazar de la presidencia de la Junta Militar al teniente general Videla, exige el control de los asuntos exteriores y el nuevo orden informativo. Para su desgracia, la mayoría de los 80 desaparecieron tras las verjas de la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires.

Pisar las redacciones porteñas en estas vísperas democráticas resulta desconsolador. Probablemente los diarios argentinos baten cualquier marca mundial de juventud. Todos son jóvenes, todos son inexpertos, todos tienen menos de 30 años, ninguno tiene pasado. Sólo unos pocos lobos de mediana edad, sobrevivientes a la matanza, instruyen y recuperan la vieja tradición del periodismo argentino.

Una generación de profesionales desapareció tras los portones de los acuartelamientos, desapareció hacia el exilio, como Bob Cox, director del Buenos Aires Herald, único en denunciar la atrocidad de aquellos años, desapareció hacia trabajos más anónimos y más longevos o desapareció -esa palabra ya típicamente argentina- en la mediocridad del periodismo acomodaticio que ha llenado las televisiones de starletss o maniquíes que leen en los noticieros los cables de las agencias con voz pastosa e inclinando la cadera. Así fueron las cosas, y el periodismo más asesinado del mundo, ignorado su calvario por las organizaciones internacionales de Prensa, no ha recibido sobre su inmensa tumba más que el desprecio de una compañera sensible como Oriana. Puede ser su última desaparición.

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