La reconversión industrial
Entre las nuevas palabras para referirse a los hechos que marcan nuestro tiempo pocas pueden aspirar a competir en tosquedad gramatical y en gravedad de contenido al término de desindustrialización. Importado pasiva y literalmente del inglés, como tantos otros que ha incorporado descuidadamente nuestro lenguaje económico, su significado deriva de la inicial aplicación para definir uno de los males más característicos de la crisis económica británica: la decadencia incontenible de su industria, hoy extendida a muchos países. Frank Blackaby ha indicado el triple contenido que define la desindustrialización: la pérdida de presencia y peso de la industria en la producción total del país, la industria deja de crear empleos para la población y los productos industriales exportados no financian las improtaciones que el país necesita (la balanza comercial de la industria agudiza su déficit).La traducción española de ese mal difundido por la crisis actual no puede ser más aguda y preocupante. La producción industrial ha caído del 31,7%. a que ascendía su participación en el producto interior bruto (PIB) en 1974, al 28,2%. en 1982, 3,5 puntos, que se elevan hasta 5,4 puntos si se incluye la industria de la construcción. Los puestos de trabajo perdidos pueden cifrarse en 816.000, prácticamente el doble que los sacrificados en Francia (421.000) y más del 65% de los destruidos en Italia (533.000). La balanza comercial de la industria ha empeorado espectacularmente, cifrándose su déficit para 1982 en 10.458 millones de dólares, un 36,31% más que en 1974.
Vista la industria a través de la gravedad de esos resultados, se comprende que la igualdad crisis económica = crisis industrial, constituya la forma más expresiva y breve de definir nuestros problemas económicos.
Dos preguntas parece obligado formular frente a esta situación: ¿por qué la desindustrialziación española ha alcanzado esas dimensiones? ¿Qué hacer frente a los problemas que plantea?
Los 'porqués' de la desindustrialización
La industria existente en un país es siempre producto de un sistema evolutivo y cambiante, condicionado por múltiples factores: disponibilidad y coste de la energía y materias primas; dotaciones de trabajo y capital y de sus costes y precios relativos; tecnología aplicada para la obtención de productos y para la organización de los procesos productivos; nivel y estructura de la demanda interna y exterior. Los cambios en cada uno de esos múltiples datos ocasionan alteraciones en las oportunidades industriales de cada país y deciden la suerte de cada una de las industrias en cada momento histórico concreto. La existencia de industrias en auge y en decadencia constituye una consecuencia inevitable de los cambios en las bases y condiciones de producción y, por ello, el cambio industrial se plantea siempre en todas las economías. El gran economista Joseph Schumpeter ha descrito ese inevitable cambio industrial como "un proceso de destrucción creadora", proceso insoslayable para lograr el progreso industrial contemporáneo. Resistirse a ese cambio equivale a negar la lógica económica del desarrollo industrial y marginarse de sus ventajas.
La crisis industrial de nuestro tiempo se configura a partir de cuatro características que dominan hoy ese proceso de cambio y reajuste industrial:
1. La especial intensidad y las numerosas modificaciones en los datos que afectan a la oferta de productos industriales. Los economistas hablan con entera propiedad de shocks de oferta para referirse a la brusquedad de esas alteraciones.
2. La rapidez de ajuste que reclaman de la industria de los distintos países para actualizar y revalidar su funcionamiento con los nuevos datos que condicionan la producción. Retrasarse en los ajustes o sestear perezosamente en la adopción de los cambios equivale a dejarse arrastrar hacia el subdesarrollo.
3. El margen de desarrollo general de la producción es hoy corto. Las tasas limitadas e inciertas de desarrollo del PIB dificultan la asimilación de los costes del ajuste.
4. La creciente rigidez de los sistemas económicos y la actitud hostil al cambio de los distintos grupos sociales choca frontalmente con las exigencias imperativas -y objetivas- de los obligados ajustes en la industria. Tribor Scitovsky, Herbert Giersch y Marcur Olson han destacado como elemento clave de la crisis industrial y de la desindustrialización subsiguiente la creciente esclerosis y calcificación de los mecanismos de decisión económica. Se ha producido así un desequilibrio creciente entre la necesidad de ajuste industrial -plateada por la dimensión de los factores que la exigen- y la realización del ajuste industrial -condicionada por la rigidez de los sistemas económicos y las actitudes sociales que la dificultan- Ese desequilibrio permite valorar la dimensión de la crisis industrial en cada país.
Cuando esas características se aplican a la realidad económica española, se comprueban tanto las duras exigencias del cambio industrial como se explican las costosas consecuencias que por no atender a esos requerimientos hemos tenido que pagar en forma de desindustrialización.
Las exigencias del cambio industrial se han planteado a la economía española desde cuatro grandes frentes:
1. La caída de la relación real de intercambio, el gran pasivo exterior impuesto por la crisis, que tenemos que aceptar como condicionante de nuestra actividad y limitación de nuestras aspiraciones económicas. Dicho en otros términos: los precios relativos de nuestras importaciones y, exportaciones han supuesto un encarecimieto brutal de la importación en términos de cantidades exportadas. Entre 1974 y 1982 España ha perdido un 36% de su capacidad adquisitiva frente al resto del mundo. Este encarecimiento súbito de la importación en términos de cantidades exportadas produce cuatro consecuencias de la mayor importancia: desequilibra la balanza de pagos por la dificultad de adaptar rápidamente las corrientes de importación y exportación a los nuevos precios relativos; origina una inflación interna a consecuencia de los mayores precios de las importaciones; deprime la producción interior y origina una obsolescencia económica de los viejos equipos productivos instalados, cuya viabilidad y competitividad se programó y decidió con precios distintos de materias primas y energía de los actuales. Las instalaciones industriales acusan así un envejecimiento prematuro, que las amortiza económicamente mucho antes de su muerte física.
2. Las debilidades -Y las obligadas modificaciones para reforzarlas- son clamorosas en el frente energético. Dos cifras testimonian este hecho: España produce el 31% de la energía primaria que consume, frente al 64% de la OCDE; España importa el 66% de la energía (petróleo), frente al 34% de la OCDE.
3. Crecimiento de los costes reales de trabajo (salarios y Seguridad Social). No puede olvidarse que los costes del trabajo unitarios significan el 64,6% del total de los costes, y que en los últimos ocho años el aumento acumulado de los mismos ha sido del orden del 42%, un factor que ha actuado con toda la violencia de su cantidad, tanto en la presión alcista de precios como en la pérdida de la competitividad de la producción industrial.
4. Crecimiento del coste nominal del uso unitario del capital fijo, a consecuencia del aumento de los costes de la formación bruta de capital y de los tipos de interés (sobre los que ha presionado el desbordamiento del déficit público).
Si a los crecimientos de coste y variaciones de precios relativos que se siguen de los datos anteriores se une la caída de la demanda interna (por las menores tasas de desarrollo de la renta y de los ingresos nacionales) y de la demanda exterior (por la caída del crecimiento del comercio mundial) se tendrán los datos que pedían y piden imperativamente el cambio y el ajuste en nuestra producción industrial. Cambio y ajuste que no se han realizado en la magnitud debida.
Las consecuencias de esa falta de ajuste se manifiestan en dos hechos significativos, que configuran nuestro panorama industrial.
Producimos lo que no se demanda, sea porque nuestros costes y precios no son competitivos, sea porque la demanda interna y la internacional han caído irreparablemente respecto del pasado. Esa situación inexorablemente acarrea tres consecuencias: el registro de pérdidas crecientes en las empresas que no venden lo que producen (dos ejemplos significativos los ofrecen la industria siderúrgica, que acusó 60.000 millones de pesetas de pérdidas en 1982; la construcción naval, con 35.000 millones de pesetas perdidas en el mismo ejercicio); la existencia de excesos de capacidad productiva de imposible utilización por falta de demanda (la industria siderúrgica, con una capacidad instalada de 17,4 millones de toneladas de acero bruto, produjo 13,1 millones de toneladas de acero equivalente en 1982; la construcción naval, con una capacidad instalada de 1,1 millones de TRBC, tendría como capacidad óptima 500.000/600.000 TRBC hoy). Esas actividades industriales, con pérdidas y sin demanda, sólo puede sostenerse al coste de un constante y creciente endeudamiento de las empresas y del país. Y ésa ha sido la tercera y registrada consecuencia de la crisis industrial española (una deuda de más de 500.000 millones de pesetas en la siderurgia, y de más de 240.000 millones de pesetas en la construcción naval constituyen el testimonio de este efecto).
Demandamos lo que nuestra industria no produce. Nuevos bienes facilitados por el progreso tecnológico con mercado y demanda no se atienden por la oferta industrial española, ni su producción se estimula por la política industrial. Ejemplos significativos de esta situación los ofrecen la industria electrónica y la informática (sólo el 41% del mercado español de estos productos se facilita por la industria nacional, y el porcentaje no pasa del 5% para los equipos informáticos). En situación parecida se encuentran las prestaciones de la bioindustria o las múltiples y posibles ofertas de la industria alimentaria.
Ese desajuste entre producción industrial/demanda de productos industriales termina por resolverse en la creciente y costosa desindustrialización que denuncian los datos disponibles y en los desequilibrios de precios, de balanza de pagos y del sector público, indicadores todos ellos de una economía que ha perdido su dinamismo y su capacidad para crear empleos.
El principio de cualquier respuesta a los problemas económicos españoles que ponga fin al proceso de desindustrialización, consiste en cumplir con los principios elementales del equilibrio reduciendo los márgenes de inflación diferencial y procurando un menor déficit de la balanza de pagos. Esos principios obligan a adoptar una política monetaria que reduzca gradual y paulatinamente el crecimiento del PIB nominal y a secundar esa actuación con una política presupuestaria que reduzca el déficit público. Sobre la necesidad de esas políticas se ha llegado a un acuerdo general, que no se traduce, sin embargo, en hechos. En especial, la reducción del déficit público parece haberse convertido en un principio al que se tributan honores ceremoniales, pero que no gobierna el destino del presupuesto. Es preciso ganar credibilidad para esa política, y ello requiere adoptar dos tipos de decisiones diferentes: técnicas, de un lado, consistentes en reformar las instituciones de cuyo funcionamiento depende el crecimiento del gasto y el déficit público: Seguridad Social, seguro de desempleo, cuadro de subvenciones a empresas públicas y privadas, crecimiento de los gastos corrientes en la Hacienda central, autónoma y local; reformas inaplazables que deben servirse, además, con la implantación de una contabilidad pública que permita luchar con eficacia -denunciándolo- contra el despilfarro en el gasto (los españoles no sabemos hoy lo que nos cuesta el kilómetro de carretera, la cama del hospital, el puesto escolar, el kilo de trigo, el litro de vino, bienes todos ellos que, o se financian por los presupuestos o reciben subvenciones del Estado por múltiples vías directas e indirectas). Pero la gran tarea nacional de contener el gasto público y mejorar el rendimiento impositivo reclama también la responsabilización política. Si para el Gobierno el déficit público es un problema grave y prioritario, ¿por qué no elevar el rango de las elecciones presupuestarias hasta colocarlas directamente bajo la dependencia del jefe del Ejecutivo? Si para todos los partidos políticos con repesentación parlamentaria el déficit público es un mal que hay que curar, ¿por qué no constituir una comisión parlamentaria dedicada a la moderación y corrección del déficit público que nos diga a los españoles qué se ha hecho, qué se está haciendo y qué se piensa hacer para moderar el crecimiento del gasto y del déficit público?
Sobre el firme cimiento de una política monetaria y presupuestaria responsables, será posible aspirar a conseguir un mejor equilibrio en nuestras cuentas frente al exterior. Sin ese cimiento en la estabilidad interna, la competitividad de nuestros productos en el exterior padecerá siempre.
Esas políticas de ajuste global deben complementarse con políticas de ajuste positivo, y éstas tienen dos grandes escenarios de actuación: el mercado de factores productivos y la política industrial.
Sobre la necesidad de flexibilizar el mercado y moderar el crecimiento de los costes reales del trabajo se ha insistido en todos los informes y por todas las opiniones recientes sobre la economía. Es hoy evidente que la rigidez del mercado de trabajo en España y la inflación de los costes laborales son un factor disuasor de primer orden para el aumento del empleo.
Principales defectos
Los ajustes positivos deben afectar también a los mercados financieros, en los que los elevados tipos de interés y las interferencias en la utilización y acceso a las corrientes de ahorro constituyen sus principales defectos. Es obvio que sobre los elevados tipos de interés reales actúan múltiples circunstancias, y lo es también que a sus niveles actuales se dificulta la realización de múltiples inversiones productivas. Ahora bien, entre los factores que determinan esos crecidos tipos de interés, ninguno adquiere la importancia del déficit público que ha invadido todos los mercados financieros a corto y a largo plazo, presionando sobre los intereses y ahogando la viabilidad de muchas inversiones reales. El tratamiento de este problema tiene que contar como condición con la lucha contra el déficit público, porque cuando éste asciende a más del 60% del ahorro privado, cualquier otra alternativa de reducir los precios del dinero resulta irrelevante. También es preciso que las corrientes financieras dispongan de una flexibilidad, de la que hoy carecen, porque muchos fondos financieros circulan cautivos hacia determinadas finalidades fijadas discrecionalmente por el sector público, con los que se financian, las más de las veces, sectores industriales sin futuro, hipotecando así el ahorro dísponible, el más escaso de los recursos del país en los momentos presentes.
Aplicadas las políticas de ajuste global -tendentes a evitar los desequilibrios- y positivo -dirigidas a flexibilizar los mercados de trabajo y financieros cobra pleno sentido discutir la oportunidad y conveniencia de la política industrial. Pocos términos ocasionan hoy más división que el de dar contenido concreto a la política industrial. Desde luego, ese contenido no es el de las políticas defensivas que tratan de mantener por diversas medidas protectoras los sectores productivos a los que los datos económicos vigentes (costes y precios relativos, tecnología, nivel y estructura de 4a demanda) les niegan toda viabilidad. Es preciso comprender que el mundo industrial por el que apostamos en los años sesenta ya no será más: que los factores que definen la crisis han destruido sus posibilidades de futuro con fuerza incontenible. Suele suceder que esta muerte súbita del mundo industrial en el que se trabaja, costosa y dolorosa como es, se niegue por quienes la padecen y busquen y utilicen todos los medios para tratar de proteger y conservar el mundo económico heredado, al que han amortizado bruscamente los propios datos que definen la crisis industrial. Caer en esa tentación defensiva es el principal de los errores que puede cometer la política industrial. Si España trata de preservar ese pasado industrial, estará perdida, porque no se corresponde con la lógica de los datos económicos de hoy.
La política industrial tiene que reconocer el cambio como base del progreso. No es posible competir, ni siquiera subsistir en la industria, sin cambiar. Como David Hume afirmaba en el siglo XVIII: "Las industrias fabriles... cambian gradualmente de lugar, abandonando aquellas naciones y provincias a las que ya han enriquecido, y volandoa otras a las que son atraídas por la garantía de los aprovisionamientos y la baratura de la mano de obra".
Esa movilidad y flexibilidad de la industria constituye la clave de su progreso. Lo que ha ocurrido en nuestro tiempo es que la industria instalada ha sufrido, no ya un cambio, sino un brutal shock en sus datos: se han multiplicado por 11 los precios de la energía, se han variado radicalmente los precios de las materias, primas, se han alterado los costes reales del trabajo, se han disparado los costes financieros.
Esos cambios bruscos en los datos obligan a responderles con la misma rapidez en las decisiones productivas de la empresa, y es aquí donde se registran las grandes debilidades de las distintas economías, y muy especialmente de la española. No hemos contado hasta ahora con esa política industrial basada en la adaptación al cambio productivo impuesto por los datos. Una política industrial con un doble contenido: urgir la reconversión de los sectores maduros (asimilando el exceso de capacidad y los excedentes laborales) y promover la realización de actividades con futuro.
Ambos quehaceres de la política industrial están poblados de dificultades porque no pueden realizarse sin aceptación social y sin la colaboración de los agentes económicos. El gran problema que debe resolver la política industrial consiste en hacer social y políticamente aceptables los cambios que son económicamente necesarios.
Resistencias a la innovación
La rigidez frente al cambio industrial, la respuesta airada ante su simple proposición es especialmente perceptible en la actual circunstancia española. Es evidente que nuestro comportamiento económico, manifestado en la rigidez del mercado de trabajo y en el creciente déficit público, ha agudizado los problemas de la crisis industrial al hacer menos competitivas sus producciones. Por otra parte, es también evidente que la industria heredada del pasado abundaba en sectores críticos, en los que se habían realizado poco antes de la crisis grandes inversiones. De esta manera, al superponer nuestro comportamiento económico a una estructura industrial gravemente erosionada por los cambios en los datos de la crisis, la necesidad del reajuste en la industria es mucho mayor que en otros países, y esos cambios que obligan a reajustes productivos intensos, que producen excedentes laborales y pérdidas económicas dolorosas, los hacemos imposibles porque nos aferramos todos (trabajadores y empresarios) a la industria instalada que nuestro comportamiento económico ha hecho inviable. Unos luchan por mantener en explotación instalaciones y equipos fisicamente vivos, pero económicamente muertos, a los que el mercado niega su viabilidad en el presente y en cualquier futuro previsible, una vida que al resultar imposible en condiciones de competencia trata de ganarse a toda costa, merced al artificial oxígeno de las subvenciones o ayudas públicas, cuyo coste tienen que soportar los restantes sectores de la economía, renunciando así a producciones alternativas con futuro. Otros luchan, por defender puestos de trabajo imposibles en esas instalaciones condenadas al cierre o a la reestructuración. Puestos ya perdidos económicamente y que si se perpetúan lo serán a costa de mayor gasto y déficit públicos, con daño para los procesos de inversión.
Es evidente que contrariar a estas tendencias a la rigidez frente al cambio es particularmente difícil en una democracia, porque esa política industrial, consistente en practicar la doble y necesaria tarea de reconvertir los viejos sectores y promocionar otros nuevos, necesita un sólido poder político detrás. Un poder político que en una democracia tiene que ganarse a partir de un convencimiento social compartido y continuado en determinadas soluciones. Esos comportamientos, cuando se refieren a la reconversión de sectores productivos, se aceptan muy difícilmente por la sociedad. La densidad del conflicto social de un cambio productivo como el precisado para administrar la política industrial que el país necesita es de tal naturaleza que cuenta con limitadas posibilidades de lograr el poder democrático para llevarlo adelante.
Sin embargo, está claro que en ningún caso podrá restablecerse el dinamismo de la economía sin asimilar el exceso de capacidad y los excedentes laborales existentes en los sectores maduros y sin aportar capital a líneas productivas diferentes, prometedoras de futuro, que el empresario debe descubrir contando con la colaboración de la política económica. Por este motivo hay que afirmar, por impopular que eso sea, que el cambio en la estructura industrial española es tan fundado como inevitable. Se producirá en cualquier caso, bien por la ruina de los sectores que no anticipen a tiempo, su reconversion, bien por la acción previsora del Gobierno que trate de anticipar las modificaciones necesarias para dar sentido económico a las producciones maduras.
Por todo ello, constituiría una paradoja trágica para el futuro económico, social y político de España que una sociedad que votó mayoritariamente el cambio lo hubiese hecho para aferrarse a la industria del pasado, para resistirse a la innovación, para apostar por las subvenciones a los sectores y actividades sin futuro, para cerrar la ciudadela del empleo y las oportunidades de ocupación a la juventud, para conservar las instituciones y los mecanismos parasitarios que multiplican el gasto y el déficit público, para pedir al Estado protección por temor a la libertad y a la competencia, para no asumir, en fin, los costes de un cambio industrial inevitable.
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