Los militares son conscientes de que nunca serán aceptados por el pueblo
Cuando me recibe, la esposa del general Líber Seregni acaba de regresar de la visita semanal que hace a su marido en la Central de Montevideo (Jefatura de Policía también utilizada como prisión para detenidos especiales). Su teléfono no viene en la guía, y del portal de su casa en la avenida Artigas (embargada), algún montevideano ha arrancado como recuerdo la placa metálica con el apellido Seregni. General brillante -la mejor carrera de su promoción- fue degradado, torturado y condenado a 14 años por haberse negado a violar la Constitución.
ENVIADO ESPECIALSin adscripción a un partido determinado, tenido por liberal progresista, Seregni lideró en 1973 el Frente Amplio que aglutinó a la izquierda y fue el candidato más votado de la capital. Acaso sea el único general en el Cono Sur de quien se oye hablar con veneración. Acaban de otorgarle el premio Lenin de la Paz y en opinión de todos los políticos demócratas uruguayos "le han hecho polvo".
El régimen aprovechó la ocasión para propalar la falacia del comunismo del general Seregni. Hasta su esposa-viuda admite que a veces duda de las intenciones políticas de quienes pretenden ayudar e insiste en que no se puede provocar a este gobierno militar. Aún entera, llena de dignidad, todavía recibe llamadas nocturnas en las que se le comunica el traslado de su marido agonizante a un hospital. Se levanta, corre a la calle y comprueba una vez más la falsedad de la torturante llamada. La explicación de tanta crueldad con Seregni y su familia reside en que el general es la mala conciencia del régimen y la evidencia del origen oligárquico y no pacificador de la intervención militar.
Hace un mes, tras cumplir su pena, fue liberado el general Víctor Licandro, y otros 24 oficiales y jefes de capitán a coronel continúan en la cárcel junto a Seregni. A raíz del golpe de Estado, más de 150 jefes y oficiales tuvieron que pasar a la reserva, algunos con hasta 12 años de carrera por delante. Bien o mal, la guerrilla urbana había sido erradicada y nada justificaba la toma del poder por los militares, por eso se dividieron entre ellos y los golpistas depuraron la institución encarcelando o expulsando a lo mejor de sus filas.
Pero la oligarquía ganadera y financiera estaba por el golpe militar desde mucho antes de que aparecieran los tupamaros, y a ese interés se sirvió, con la ayuda de unos funcionarios de Washington que no saben dónde está Montevideo e ignoran que este país tiene fortísimas tradiciones democráticas y occidentales y que lo incluyeron en el mismo paquete que a Chile y Argentina. Y aquí nunca peligró la democracia por la izquierda, ni siquiera en lo más álgido de la ofensiva tupamara.
Anarquía insalvable
El caso es que como a los uruguayos no se les podía salvar de la anarquía (jamás dejaron de constituir una envidiable sociedad pacífica, culta y paciente), los militares influidos por un lado por la crítica tupamara al sistema económico y empujados por otra parte por quienes olfateaban el negocio monetarista a corto plazo, decidieron modernizar un Estado que por sus características físicas podía ser manipulado. Ardió Troya y el experimento lo fue con gaseosa.En un país que tenía una de las legislaciones sociales más avanzadas de América, los ciegos hacen sonar su lata con monedas en las esquinas de Montevideo, y a lo largo de la Avenida 18 de julio (por la primera Constitución del país) se expande el olor dulzón de los cacahuetes con chocolate que en carritos improvisados expenden jóvenes parados. Un exilio selectivo de un millón de uruguayos abandonó el país hasta el extremo de que la emigración supera actualmente a la tasa de mortalidad ("el último que se marche que apague la luz del aeropuerto"), las cazadoras más baratas se ofrecen en cómodos plazos mensuales y la tasa oficial de desempleo se cifra en un 15%. Un país de clase media y de jubilados (dos por cada trabajador activo) quedó convertido en 7 años en una nación de emigrados y de pobres.
Aunque la verdad es que algo ha logrado el régimen militar: refinanciar por dos años (el plazo que se han autoimpuesto para entregar el poder) la deuda externa. "Son maravillosos", me dice un probable presidente democrático; "en cuanto nos dejen el poder a los civiles lo primero que vamos a tener que hacer es salir corriendo por el mundo para ver cómo demonios pagamos sus deudas".
Uruguay tenía, en efecto, una estructura económica obsoleta basada en el comercio internacional y en las periódicas necesidades europeas de alimentos. Las ganancias que produjeron las dos posguerras mundiales financiaron la ya anticuada infraestructura del país, y una legislación social avanzada. Es cierto que había que invertir el signo de las cosas y que el proteccionismo tradicional, por ejemplo, hacia la industria automotriz convirtió Montevideo (aún lo es) en un museo admirable de Buick, Oldsmobile, Mercedes, Citroën, Ford, de los años cuarenta. Los talleres mecánicos de Montevideo son capaces todavía de fabricar en 24 horas, artesanalmente, la biela de un Ford-T. Pero el librecambismo arruinó lo poco que quedaba y ni siquiera terminó de renovar el parque móvil: aquellas redondas Isettas todavía cruzan animosas la capital.
Sólo los militares uruguayos y De Gaulle pierden los referendos que convocan. "No se han dado cuenta", afirma socarronamente un líder político, "de que aquí si sacan a votación la tabla del dos, los uruguayos votan en contra aunque no puedan volver a multiplicar correctamente en su vida. Sencillamente, se vota contra el régimen".
El control policiaco
Y en este clima comienzan las conversaciones con los partidos para devolver el poder a los civiles en 1985. Los militares son conscientes de que nunca serán aceptados por el pueblo, pero no olvidan que mantienen intacto su control policiaco sobre el país. Y en un hotel de Montevideo, todos los lunes, hasta hace una semana, generales y políticos se sientan a una mesa y comienzan un diálogo kafkiano:Un general: 'No podemos admitir a la democracia cristiana porque obedece órdenes de un movimiento internacional".
Un político: "Qué más quisieran ustedes que la democracia cristiana uruguaya estuviera influida por su internacional. ¿Usted sabe quien es Strauss?".
Otro general: "No se puede legalizar a los socialistas; de ellos salieron los tupamaros".
Otro político: "Claro, 'salieron', luego ya no están".
Otro general: "Pero ustedes, los blancos y los colorados, ¿por qué insisten tanto en legalizar a los otros partidos? Si entre ustedes se reparten el 80% del electorado del país, ¿para qué quieren que legalicemos a los otros, a los socialistas, a los comunistas, a los democratacristianos ...?".
Otro político: "Mire usted mi general, la democracia ... ". Éste era el diálogo literal y no ficticio de los políticos uruguayos con los generales en el poder. No es de extrañar que una de las partes haya perdido la paciencia y haya convocado al pueblo a la calle.
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