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El 'reencuentro' oficial con Dalí

Se nos ha hablado de "la gran respuesta ciudadana" a las exposiciones de Dalí, "que ha roto todos los esquemas". Y no sería raro con los respaldos que ha tenido. Pero no hay que ocultar que el reverencialismo con que nuestros gobernantes y medios de comunicación han organizado el caso Dalí también ha causado el escarnio y la indignación de un amplio sector de la comunidad cultural. No se trata ahora de renovar el tipo de debate subdesarrollado que el artista provocó al ser honrado oficialmente por el franquismo de forma parecida. Dalí hace tiempo que, en el mundo del arte, ha dejado de ser polémico. A lo sumo, como se ha dicho, puede seguir siendo una prueba de progresistas, ya veremos que incultos. En cualquier caso, hoy el enfado va más en el sentido de poner una mala nota a los criterios artístico-culturales de quienes ahora ostentan el poder.Claro que tampoco se trata de rasgarse las vestiduras ni vamos a creer, como dicen algunos, que ese show acabará por hundir la Generalitat y al Gobierno socialista. Pero puede que no esté mal recordar, una vez más, que el mundo de la cultura es una flor no sólo delicada, sino también peligrosa. Y que volver a verter desde las cimas del Estado -como la democracia no ha hecho a nadie- una tal avalancha de condecoraciones, de títulos nobiliarios, de representaciones principescas, de apoyos presidenciales, de elogios descomunales, de dineros del contribuyente y de movilizaciones de la población precisamente sobre Dalí, no es raro que pueda desencadenar rencores y desengaños entre nuestros intelectuales, escritores y artistas, a quienes los políticos que nos gobiernan difícilmente podrán calmar.

Todo se habría aceptado, es evidente, si Dalí fuera de aquellos que prestaron algún servicio, por pequeño que hubiera sido, a la democracia o simplemente al humanitarismo. Pero ya saben ustedes cómo se comportó. Y aunque no seamos nada partidarios de mantener el espíritu de guerra civil en nuestra cultura, ante lo chocante que resulta presenciar cuán rentable es todavía un pasado franquista, no nos extraña nada que haya a quienes les guste echarlo en cara de cuando en cuando.

Pero, sobre todo, se comprendería si Dalí, por lo menos, hubiera prestado un servicio importante a la Pintura y fuera uno de esos auténticos gigantes, como Picasso o Joan Miró, que han revolucionado de verdad su historia y que tanto honran a nuestro país. Pero resulta que tampoco. Que la crítica, historiadores y directores de museos más autorizados, como pintor, le han asignado a Dalí un espacio más bien corto en el capítulo de las aportaciones positivas. Y que, en cambio, le han dado un gran lugar, desde hace más de cuarenta años, en el desván de la mala pintura. Aleguemos, por su estricta justicia, el testimonio de André Breton: la pintura de Dalí "declinó rápidamente. Perjudicada por una técnica ultrarretrógrada y desacreditada por su cínica indiferencia a los medios de imponerse... hoy ha naufragado en el academicismo. Desde 1936 ya no juega ningún papel en la escena de la pintura viva".

La prueba es que a Dalí le ha sucedido lo más triste que puede ocurrirle a un artista: que no ha hecho escuela. Y se puede decir así de claro, sin pensar que ello pueda herirle, porque ha sido el mismo Dalí -que no es tonto- quien desde un principio reconoció que, para dar forma a sus ideas, se valía de los trucos de la pintura imitativa más abyecta y comercial.

¿A qué viene, pues, tanto honor y tanto empeño en dar la sensación de consenso general a los actos oficiales en torno a Dalí? Recordemos que entre los que hoy le glorifican los hay de dos tipos. De un lado están, claro, quienes, en todo el mundo, ya les va bien lo que significa Dalí -se den o no cuenta de la poca calidad de su pintura- y que están encantados con sus imágenes y declaraciones que retrotraen al pasado y que tienden al inmovilismo (y no se crea que con esto se alude sólo a sus imágenes religiosas y a sus declaraciones políticas, sino más bien a la visión del mundo físico que se desprende de muchísimas de sus composiciones, por más que las arrope a veces con términos de la ciencia contemporánea). Y son gentes que, además, están dispuestas a defender y a fomentar a Dalí al máximo, porque en su arte creen hallar un medio de reforzar sus propias ideologías conservadoras y sus antiguos mitos y propagarlos entre la sociedad, tal como se hacía a través de las academias de pintura de los siglos anteriores. Y se ha de reconocer que están en su perfecto derecho de hacerlo y que, por más que se discrepe, hay que felicitarles, aunque sólo sea por su lógica y coherencia.

Menos lógica y mucho más incoherente es la actitud del segundo tipo de glorificadores. Nos referimos a quienes siendo más dinámicos y liberales, o que incluso pretenden ser de izquierdas, presos quizá de la seudocultura periodística que ha popularizado a Dalí, creen con ridícula buena fe que los fallos políticos y humanos del artista han de olvidarse ante las excelencias de su pintura. Y esto, que parece un gesto generoso, en realidad encierra una falacia que conocemos bien en el mundo del arte: la que olvida que la mínima pincelada en un cuadro es el reflejo de las cualidades humanas del pintor, de la misma manera que la caligrafía delata el alma de quien escribe. Y que por más que el vulgo diga lo contrario, un experto sabe perfectamente que una pintura tiene interés o deja de tenerlo según sea el grado de humanidad y de inteligencia de su autor.

Hablar, pues, de excelencias a propósito de la pintura de Dalí es ser más papista que el Papa y además una horterada (me gustan algunas expresiones que el escritor Manuel Vicent le dedica). Porque Dalí es de la clase de artistas que únicamente tiene sentido por sus temas, por sus símbolos... y, en definitiva, por sus ideas. Con sus cuadros, como a veces se dice de algunas obras de arte del pasado, no es posible extasiarse ante la pura estética pictórica prescindiendo del contenido. Y el contenido ideológico de las obras de Dalí, desde hace muchos años, es bien conocido; sabemos que, para bastantes, es aún vigente, y es natural, como hemos dicho, que lo defiendan; e incluso sería bueno que lo defendieran sin timideces, no como aquellos políticos que aún les sonroja declararse abiertamente de derechas. Pero aplaudir a Dalí, recuérdese, es aplaudir sólo su ideología, porque, en realidad, no hay otra cosa que aplaudir. Y de ahí la indignación y la vergüenza ajena que muchos han sentido oyendo a gentes que se llaman de izquierdas haciendo elogios a la pintura de Dalí o sumándose a sus festejos.

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