El mensaje es el negocio
Ya hubo el concierto, ya sonaron los claros clarines y Miguel Ríos, en el cénit de su gloria, consiguió cuanto se proponía: llenar un estadio, dos estadios, tres estadios. ¿Para qué? Pues, al parecer, para lograr una orgía de amor y hermandad, para demostrar que el rock une a los humanos y que es bueno y bonito rememorar los tiempos en que un gran concierto significaba la afirmación de una identidad generacional que hoy no circula necesariamente por donde nuestro Gran Colega quiere llevarla.
Es una bella teoría, pero ¿y la práctica? Pues la práctica fue un estadio absoluta e inhumanamente abarrotado en el cual, y a lo largo de más de cinco horas, 50.000 personas apenas pudieron moverse pero, eso sí. Cuando Cristo pronunció el sermón de la montaña es posible que la ente estuviera incómoda, pero El no cobraba. Al cabo del tiempo Miguel Ríos va apareciendo a la luz pública como una sutil mezcla de misticismo de andar por casa y de aprovechamiento comercial. Si él disfruta viendo a la gente apiñada como sardinas en tonel, con un sonido más que defectuoso y sin más posibilidades de solaz que inclinarse sobre el hombro del vecino (no había espacio para más) es que Miguel Ríos y quienes como él piensan, tienen un grave problema y o confusión de conceptos.
Miguel argumentaba en Radio EL PAÍS que los modernos establecidos desean ver reducido el rock a antros de 60 personas y que no es eso. Pero no es digerible ese maniqueismo de los 60 frente a los 50.000 ya que entre ambas cifras hay, claro está, muchas otras. Me permito dudar que Miguel Ríos y su patrocinador multinacional hayan perdido dinero con esto. Ni siquiera que hayan quedado a la par, porque de esta hecha Miguel se ha embolsado alrededor de 30 millones de pesetas que no es pensable vayan a parar a manos de los amigos del rock menesteroso.
Lo que Miguel montó en Madrid fue un a modo de concentración sindical, de aquellas en las cuales la gente también disfrutaba sin que ello significara bondad alguna. Sólo se comprenden los grandes conciertos de estadio en aquellas atracciones foráneas que sólo disponen de una o dos fechas para España (aunque también esto habría que verlo).
En cambio, no parece de recibo que Miguel Ríos se vea en la ineludible obligación de dar un solo concierto en Madrid, nadie le obliga. A lo que sí está obligado, si tanto amor siente por el personal, es a no manipularlo, a no encerrarlo en un sitio siniestro y a no vender como protesta lo que es un negocio circense en el que, además se hace que unos funambulistas motorizados se paseen sobre las testas de unas gentes que gozaban en la ignorancia del peligro.
El campo del Rayo no es Woodstock y en el Price se estaba más a gusto. Esto son hechos.
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