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Tribuna:El rastro que Juan Pablo II dejó en su patria
Tribuna
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Un viaje que repercutirá en la situación interna polaca

Juan Arias

Sobre el segundo viaje de Juan Pablo II a su, tierra natal se hablará aún mucho en las próximas semanas y meses. Y se estará alerta para ver cuáles serán sus frutos más inmediatos. Pero ya desde ahora se pueden subrayar algunas coordenadas más claras. La primera, que Juan Pablo II es todo en Polonia. Tiene al país en sus manos. Sacó a la calle 12 millones de personas, algunas de las cuales estuvieron a la intemperie hasta 12 y 14 horas para verlo sólo a cientos de metros de distancia.Para los polacos, su Papa es la última baza de la situación dramática que están viviendo: o él o el caos. Por eso nadie se ha atrevido estos días a formular la más pequeña crítica. Todo lo que hacía estaba bien; igual cuando les empujaba casi a la rebelión y les hablaba de victoria, como cuando les echaba un jarro de agua pidiéndoles que se fueran a casa en el instante mismo en el que les hervía la sangre y hubiesen preferido salir de aquellas misas a la conquista del palacio.

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Algunas veces no se aguantaron, y el acto litúrgico se convirtió en manifestación visible contra el régimen. Pero acababa siempre venciendo el carisma de Wojtyla. Sólo por verlo hubo por todas partes miles y miles de desmayos, como confirmaron las unidades médicas. Y le perdonaron todo. No sólo que diera la mano al general JartizeIski, autor del estado de guerra, sino que empezara y acabara con él su peregrinación, que le hubiese dedicado nada menos que cuatro horas de coloquio y que prácticamente no viera a Lech Walesa, la personalidad hasta ayer más carismática en Polonia, después del Papa.

Le han perdonado que haya visto a Walesa como Cristo a Nicodemo, a escondidas, sin testigos, aunque en las calles la muchedumbre gritara: "Queremos Walesa y no Jaruzelski". Ellos repetían como un disco: "El Papa es polaco y nos entiende",

"Él sabe lo que tiene que decir y hacer", "Nos defenderá siempre", "Acabará venciendo él".

Mensajes cifrados

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Y lo cierto es que, en sus discursos, Juan Pablo II les mandaba continuos mensajes cifrados que sólo un polaco puede entender completamente. A veces arremetía como un toro, y esto les encantaba. Como les enloqueció cuando gritó, revocando las bienaventuranzas: "Este pueblo tiene hambre y sed de justicia". Y cuando añadió que aquella hambre era justa, que él la va a seguir defendiendo siempre, aunque esté lejos.

Más aún: dijo que con más fuerza, "precisamente porque estoy lejos de vosotros". Y les aseguró que está dispuesto a defender todo lo nuevo que ha nacido de positivo en Polonia durante estos últimos cuatro años, que ha sido el período de la nueva insurrección polaca, y a defenderlo contra las críticas.

Y los beatificó a dos religiosos que se habían destacado, como él mismo dijo, en la insurrección de Varsovia contra los zares. Y les dijo que aquella lucha había sido una etapa importante de su santidad, porque "no hay mayor amor que dar la vida heroicamente por los connacionales" y por la propia patria.

El régimen, que es débil, que no tiene credibilidad ante las masas, ha tenido que aceptar el reto. Y por ahora se deshacen en elogios del viaje. El Papa ha vuelto más convencido que nunca que allí es el más fuerte.

No quiere, pues, un compromiso histórico, porque la balanza se inclina descaradamente hacia la Iglesia. Quiere negociaciones, y para conseguirlas acepta pequeños compromisos. El foso sigue siendo más incolmable que nunca, pero la necesidad para la Iglesia y para el régimen de defenderse del enemigo común ha aparecido en este viaje más indispensable e inevitable que nunca.

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