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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una huelga despreciable

LA "HUELGA de examinadores" declarada por profesores no numerarios que prestan sus servicios en una cincuentena de facultades, escuelas técnicas y escuelas universitarias -donde reciben enseñanza más de 50.000 alumnos- para protestar contra el proyecto de ley de reforma universitaria coincide con el plante de algunos catedráticos y agregados de bachillerato en diecisiete provincias, también dispuestos a hacer pagar a los estudiantes los platos rotos de sus quejas mediante la no firma de las actas de fin de curso. De esta forma, los profesores contratados, agraviados por el futuro carácter funcionarial de las tareas docentes en la enseñanza superior, convergen, en la misma actitud lesiva para los derechos del alumnado, con aquellos profesores numerarios de la enseñanza media que defienden a ultranza los fueros del escalafón. El corporativismo, plaga que amenaza con atomizar el cuerpo social en pequeños grupos dedicados a proteger sus intereses gremiales, no conoce fronteras ni respeta profesiones.El proyecto de ley de reforma universitaria no ha comenzado todavía a ser discutido en las Cortes Generales. La imperativa pretensión de que cualquier nueva ley, orientada a modificar el statu quo consagrado por la rutina y a sentar sobre bases distintas el funcionamiento de la colectividad, sea negociada con los grupos afectados por su articulado, a fin de que los interesados impongan sus criterios particularistas al Gobierno y a los representantes de la soberanía popular, sería algo así como la victoria postrera de la democracia orgánica. Por supuesto, el poder ejecutivo y las Cortes deben recabar de la sociedad la mayor información posible en torno a las reformas proyectadas y tienen la obligación política de explicar el contenido y las razones de las nuevas normas a los sectores implicados por su promulgación. Ahora bien, el Congreso y el Senado, que encaman a la soberanía popular y representan a los intereses generales de la nación, perderían su condición de poder legislativo si se convirtiesen en meras cámaras de registro de lo ya existente y se limitasen a dar formalmente su visto bueno a las exigencias de los grupos de presión.

Ninguna ley puede satisfacer, por principio, a todos los ciudadanos. La democracia representativa cumple precisamente la tarea de articular, dentro del marco inviolable de la Constitución, el sistema de adopción de decisiones que garantice el predominio de los intereses mayoritarios sobre los minoritarios. La maliciosa confusión entre los derechos básicos de las minorías, protegidos por nuestra norma fundamental, y los intereses de los grupos sociales minoritarios, cuya subordinación a las decisiones de la mayoría democrática es la regla de oro del régimen representativo, no resiste el más somero análisis. La suposición de que el Gobierno y la mayoría parlamentaria deberían pactar con los médicos la reforma de la sanidad, con los catedráticos y profesores la reforma de la enseñanza, con los militares las leyes de defensa y con los magistrados las normas que afecten a la administración de justicia, se desenvuelven el marco teórico del corporativismo, que tan excelentes servicios prestó al fascismo italiano. La pretensión añadida de que en la redacción de un proyecto legal sólo -o primordialmente- deberían ser satisfechas las exigencias de los cuerpos afectados resulta inadmisible. Porque son los intereses de todos los ciudadanos -sean enfermos, estudiantes o necesitados de que se atienda su derecho y su seguridad- los que el Parlamento tiene que representar y proteger. No se compran aviones para satisfacer los sueños de unos cuantos jefes militares, pero tampoco se dotan cátedras o se rubrican contratos para resolver los problemas de los cuerpos docentes. Es el interés del conjunto de los españoles lo que debe estar detrás de cada una de estas decisiones. Y que esto haya que recordárselo a quienes se denominan a sí mismos profesores resulta humillante para los que reivindican ante la sociedad la condición de tales.

El proyecto de ley de reforma universitaria, cuyas grandes líneas parecen propiciar una salida adecuada a la degeneración y anquilosamiento de nuestra enseñanza superior, será susceptible de mejoras y correcciones en los debates del Congreso y Senado. La discusión a extramuros del Parlamento puede contribuir a la eficacia de ese debate dentro de las Cámaras. Ahora bien, las tentativas de un sector del profesorado no numerario de imponer sus criterios a través de presiones tan inaceptables como una huelga de exámenes, es decir, de examinadores, proceden de la incomprensión (o del rechazo) de los mecanismos de la democracia representativa y del propósito de proteger intereses corporativistas sin reparar en medios. La Universidad no es patrimonio de los profesores numerarios, pero tampoco pertenece a los profesores no numerarios. Ni siquiera los estudiantes, cuyo acceso a la enseñanza superior se halla en gran medida condicionado por el nivel de renta de sus familias, pueden aducir títulos de propiedad sobre una institución cuyo único dueño es la sociedad española, que la paga con sus impuestos y que tiene derecho a exigir, tanto a los profesores como a los alumnos, una buena utilización de los recursos -asignados a su mantenimiento.

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La huelga de exámenes es contradictoria con la naturaleza jurídica de la vinculación de los profesores no numerarios con la Universidad, no respeta el mantenimiento de los mínimos exigibles en cualquier servicio público y ni siquiera repercute -como les sucede a los trabajadores del sector privado- en una merma de haberes de los huelguistas proporcionan a los días no trabajados. Huelgas tan cómodas y tan carentes de costos para quienes las declaran, y tan perjudiciales para quienes las sufren (que además no son responsables de los hechos por los que se protesta ni tienen a su alcance los medios para solucionarlos), merecen el desprecio de la sociedad. Tal vez por temor a la airada reacción de los alumnos, los profesores huelguistas se mueven en el dilema de no celebrar las convocatorias, lo que haría perder el curso a los estudiantes, o de regalar a los matriculados un aprobado general, en un demagógico intento de ganar para su causa a aquellos sectores de la población estudiantil que estén únicamente interesados por los resultados de las papeletas. Cualquiera que fuese la fórmula finalmente adoptada, los huelguistas, al aplicarla, darían la razón a quienes propugnan la urgente necesidad de una reforma orientada a instalar la responsabilidad, la seriedad y el cumplimiento del deber en unos cuerpos, docentes abrasados por el descrédito.

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