Exceso y éxtasis del toreo
Como si de un violento juego de irracionalidad y transgresión se tratase, en la corrida no hay que explicar nada, entender nada. Se trata simplemente de aceptar o no, de participar o no en esa danza fantasmal y mítica. Contrariamente a lo que ocurre en otras manifestaciones artísticas, aquí no es el contenido el que determina la forma; es la forma la que se va llenando de contenido. Todo es imprevisible y todo puede ser, suceder. La corrida es exceso y éxtasis, violencia y sangre. Y algún momento estelar que excede toda parafernalia y todo ceremonial. Intentar depurarla, dejándola sólo en plasticidad y armonía, emoción y raíces ancestrales es un vano intento de puristas, un torpe simulacro exculpatorio. En suma, mala conciencia que se atrinchera en el rechazo inconsciente del desbordamiento de los instintos, en un delirio colectivo.En la corrida se produce una catarsis, una liberación múltiple. Y toda purificación es un acto sacrificial, y todo sacrificio se yergue sobre un inarmónico pedestal de barbarie. Momentos estelares. Quizá, ninguno, por lo que tiene de iniciático y expectante, como la salida arrogante del toro. Arranca enceguecido de la caverna del toril, sopesa la luz heridora que lo absorbe y envuelve. Su destino ya está trazado, es la muerte. Pero se trata ¿le un destino con insospechadas variantes, con infinitas posibilidades. Hasta ahora, el toro no ha tenido historia, la dehesa es un hábitat sin acontecimientos. El toro creará su destino, su propia historia en esos escasos 20 minutos que van desde la primera carrera desde el toril hasta el fatal golpe del cachetero.También el torero ha ido construyendo la suya, como ha inventado el espectador; miles de historias. Todas confluyen en algún momento, todas convergen y todas son divergentes; una inmensa rosa de los vientos que se autogenera segundo a segundo. El torero despliega la capa como una mariposa tentacular y acogedora, como si quisiera arropar al toro, envolverlo entre sus pliegues. La esencia primera del toreo, su naturaleza más profunda, la integración de dos naturalezas en una, la dejación que hace de sí mismo, la angustia de la unicidad absoluta. La capa o la muleta son algo más que un instrumento, son el lugar de encuentro, la placenta en que toro y torero se convierten en una sola identidad. De ella saldrá una nueva realidad que generará otras realidades. El rubor de un acto íntimo al descubierto, la percepción fugacísima, la suprema obscenidad, el impudor adánico del acto creado.
Un ritual sangriento
Todo acto de creación es un ritual sangriento, una destrucción, una voracidad caníbal. Constreñirlo sólo al arte de torear es una hipocresía. La belleza y la vida se alzan sobre el aniquilamiento de la muerte. La emoción, como el amor, es una disposición depredadora, una hetorodoxia, una teoría anticipatoria de la muerte. La corrida es la media verónica que el otro día creó y recreó Antoñete. Y es también sus antecedentes y sus consecuentes. Ese momento de la media verónica ya pasó, fugazmente y sin repetirse ni permanecer. Lo que quede en las fotografías, lo que digan las crónicas, nada tendrá que ver como aquello. Ni siquiera el recuerdo le será fiel.
Hay que resignarse a esa falta de memoria, a esa fugacidad irrepetible. Esto es la fiesta, la corrida, y de ello forma parte, inseparablemente, la crueldad indiferente, el horror de la sangre, la piel acribillada de un bicho condenado de por siempre al matadero. Y las moscas, y los picadores tripones, y los ibéricos Solanas, y las mataduras de los pencos. Anécdotas que nada desvirtúan y nada alteran, evidencias inmediatas de que adorar la luz y abominar la sombra es un imposible artificio de grosero idealismo.
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