Mi primera corrida
Fui casi de niño a ver mi primera corrida. Sería en 1918, según el archivo personal de mi memoria. Mi padre tenía una gran afición a la fiesta, como buen bilbaíno de solera, nacido en la calle de San Francisco, de Bilbao la Vieja. Me llevó a los toros para que viese torear a Cocherito, de quien se decía que estaba próximo a la retirada. Cocherito era el ídolo de los taurófilos de la Villa. Tenía ya 40 años corridos, pero aún mantenía una planta de arrogante juvenilidad. Era hombre de tez colorada, nariz aguileña, ojos grandes, oscuros, inquisitivos y alegres. Era sencillo y abierto, aficionado a comer y beber con sus amigos y seguidores. Yo tenía de él y de su leyenda como matador versiones directas por un primo hermano suyo, que vivía con nosotros en Portugalete y cuidada de la huerta y jardín de la casa. Eran ambos de la familia Jareguibeitia y se habían criado juntos, el torero y el jardinero. Castor, el Cocherito, venía de un caserío situado en la subida a Begoña, en la calle del Cristo, llamado La cruz de hierro, famoso por su chacolí, que disfrutaban los que por las tardes subían desde el Arenal a merendar en las laderas de Mallona. Bilbao tenía en aquellos años el cinturón aldeano ceñido a las calles de su casco urbano. Todavía existían las estradas de Albia que don Miguel de Unamuno iba a describir en sus rimas poéticas. En ese ambiente finisecular se despertó la afición del joven cochero, que a través de festivales, capeas y novilladas se fue abriendo camino hasta los más altos niveles de la torería nacional.Nos sentamos en unos tendidos muy próximos a la barrera contigua al toril. Era la feria de agosto tradicional y se lidiaban toros grandes de Parladé, Urcola, Pablo Romero o Miura, no lo sé. Recuerdo que la plaza estaba llena y me impresionó el hervor de las conversaciones, que sonaba como un inmenso murmullo hasta que se hizo el paseíllo. Toreaban con Cocherito Joselito, El Gallo y Juan Belmonte; el cartel que producía el no hay billetes. Quedé fascinado, por el rigor escénico de la función, los tiempos marcados por los clarines de cada tercio, un par de banderillas dobles que clavó Cocherito en medio del clamor general, pues era una de sus suertes preferidas, y la rivalidad de los otros maestros sevillanos, tan abismalmente diferentes en su estilo: gracioso y alegre, el uno; emocionante y dramático, el otro. Cocherito era en la plaza un torero serio, enjundioso y valiente.
Salimos en tropel interminable por la estrecha lobreguez de los pasillos hacia las calles bilbaínas, repletas de coches y de gentío. Mi padre se tropezó con un contertulio del Lion d'Or. "¿Ha llevado al chico a los toros?". "Sí. Para que viese a Cocherito y también para que conozca al país en que ha de vivir. El público que llena una plaza es la mejor enseñanza de lo que somos como pueblo". Se rió mucho con la respuesta su interrogador. A los pocos días yo recibí una foto de gran tamaño en que Cocherito daba una verónica impecable a un torazo de esa misma corrida. Tenía una dedicatoria cariñosa: "Al joven aficionado", y la guardé muchos años como reliquia infantil.
No puedo decir que Me gustara el espectáculo. Me impresionó profundamente por un cierto aire de rito solemne, de ceremonia ancestral con ropaje adecuado que aquello tenía y que no comprendí hasta mucho más tarde, explorando las raíces de nuestra existencia colectiva como pueblo histórico. Las fiestas de agosto -la Virgen y San Roque- patrocinaban las corridas de Bilbao, como San Isildro pastorea la feria de Madrid. Los toros se mezclan con el santoral como los equinoccios se mezclan con San Juan, la Navidad o la Páscua en la sabiduría calendaria de nuestra Iglesia católica.
Babelia
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