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El peligro de nuestro tiempo

El diálogo entre Estados Unidos y la Unión Soviética sobre la limitación de las armas nucleares, que se arrastra penosamente en Ginebra desde hace varios años, entra ahora en una fase de acelerada tensión. El motivo es que hay un plazo fijo establecido por Washington y sus aliados para proceder al despliegue de los cohetes nucleares de alcance medio, en número de 572, en las bases de algunos países europeos pertenecientes a la Alianza Atlántica. Esta jugada maestra del ajedrez nuclear que se desarrolla entre las dos superpotencias se plantea como una condición amenazadora en el caso de que las conversaciones de Ginebra fracasen o queden, una vez más, bloqueadas en la inacción. Diciembre de este año es la fecha en que ese eventual despliegue comenzaría.Este gambito fue ideado por el canciller socieldemócrata Helmut Schmidt como un revulsivo capaz de resolver el atasco de las conversaciones para la reducción de las gigantescas panoplias nucleares que poseen soviéticos y norteamericanos. Andropov ha sugerido, en un discurso pronunciado en Moscú a los postres de un banquete en honor del presidente de la Alemania del Este, una nueva fórmula para que sirva de base a la negociación: ponerse de acuerdo en el número de cabezas nucleares de cada cohete que hayan de contabilizarse en uno y otro bando. Ronald Reagan ha recogido la idea como digna de ser examinada y ha llamado al veterano especialista Paul Nitze para entregarle los últimos papeles de la negociación definitiva, qué se inicia estos días. ¿Estamos ante una fase final o en esta partida de póquer global, losfaroles siguen llenando con su resplandor propagandístico el vacío de la buena voluntad mutua?

Realmente conviene escapar de este engranaje sofisticado, puntual y siniestro, del debate nuclear para reflexionar un instante sobre el fondo de la cuestión. ¿Cuál es la capacidad auténtica de poder destructivo de los arsenales nucleares de la Unión Soviética y de Estados Unidos? Son lo sufiencientemente grandes paira aniquilar a la especie humana. Es decir, que la decisión americana o soviética de apretar el botón puede significar la extinción de la humanidad. ¿Representan los posibles acuerdos futuros de Ginebra una reducción sustancial de esa potencial facultad de arrasar la vida del hombre sobre la tierra? No; en absoluto. Todavía les quedarían a los dos eventuales adversarios 10 veces los medios necesarios para lograr el holocausto.

¿Cuál es la perspectiva probable del número de víctimas de un intercambio de salvas nucleares en una guerra entre los supergrandes? La Organización Mundial de la Salud ha hecho público un informe sobre esa hipótesis. Las cifras previstas son las siguientes: 1.000 millones de muertos; 1.000 millones de heridos o contaminados. Una bomba-megatón, cayendo sobre una gran ciudad, causaría un millón y medio de muertos y una zona de contaminación absoluta de 1.200 millas cuadradas en derredor. Ninguna organización sanitaria del mundo podría resolver ni hacer frente una situación como ésta.

La actual tecnología nuclear originada en la fisión del átomo por el neutrón ha llevado a estas consecuencias, al ser aplicada a la doctrina militar. En realidad, lo que ha hecho es destruir los principios seculares de la filosofía de la guerra misma. ¿Para qué se hacía una guerra? Para incitar al enemigo a la aceptación de unas condicione! más favorables para el vencedor. La mesa de la negociación era la última fase de un conflicto. Contrariam ente a lo dicho por Clausewitz, los tratados de paz eran una superación de la guerra por la vía final de las soluciones políticas y diplomáticas. Pero ahora, la guerra nuclear no se propone llevar al adversario a la mesa de la paz negociada porque no habría ni mesa, ni adversario, ni negociación posible. No quedarían como secuelas sino la despoblación del planeta, la degeneración radiada de la especie y la solución final de la historia, para emplear la expresión tan grata al totalitarismo nazista.

¿Cómo se ha llegado a esta situación? Alberto Moravia, de regreso de un viaje a Hiroshima, escribió en la Prensa italiana un par de artículos sobre la subyacente cuestión que implica el armamento nuclear del mundo. Es decir, lo que él llamó metafísica del desastre. La racionalidad de los conocimientos ha llevado al más peligroso de todos ellos: al dominio técnico de una energía que, puesta al servicio de una política de poder, lleva al exterminio masivo.

La ciencia, en vez de domesticar las fuerzas naturales para servir al hombre, las ha puesto al servicio negativo del suicidio final de la especie del hombre razonable. Parece el esquema de una enfermedad mental colectiva lo que ahora se escucha y se contempla. Hasta hay quien sutilmente llarna escenario teatral al confrontarniento de los dos superpoderes, en una dialéctica que, siendo mortífera e inalcanzable para los demás, produce sus conocidos efectos; militariza el cuadro entero de la política internacional; contiene y sujeta, en últino término, a los demás conflictos, que se convierten en menores o limitados y sirve, quizá, para consolidar el reparto político-militar de Yalta, sobre cuya discutible base sigue apoyado el precario ecluilibrio europeo, que, sin embargo, no ha conocido la guerra en nuestro continente desde 1945.

La ciencia no puede ser acusada de haber llevado por sí misma al mundo desarrollado a esta situación lírnite. El progreso científico y técnico no tiene en sí mismo moralidad alguna. Registra, explora, analiza, inventa, interroga, duda, elabora hipótesis o andamiajes intelectuales que permitan al hombre entrever el inmenso campo de lo desconocido. Pero el factor moral incide después, y a través de la conciencia individual, que es la que tiñe de intencionalidad el uso de las conquistas de la investigación.

Por eso ha sido tan importante y necesaria la intervención de las iglesias cristianas en el debate nuclear. Lo que empezó hace casi un año en la jerarquía norteamericana católica con una conferencia abierta y polémica, se ha traducido, hace unas semanas en Chicago, en una carta pastoral de 44.000 palabras sobre la inmoralidad intrínseca de una política de armamento nuclear. La votación de Chicago fue abrumadora -238 contra 9- en favor de las tesis que favorece el cardenal Bernardin. "La significación de este momento es, clara", dice el documento. "No está en los sistemas defensivos, ni en los miles de megatones, ni en tratados sofisticados, sino en la angustiosa conciencia de los pueblos ante el peligro de nuestro tiempo y la firme determinación de las opiniones públicas de presionar a sus Gobiernos para que tomen medidas decisivas contra la amenaza nuclear".

La Administración americana y el conservatismo republicano han acogido ese documento episcopal con recelo e irritación. "Pedir la suspensión de los despliegues nucleares y de la fabricación de nuevas armas es destruir la doctrina pentagonal en que se basa nuestra defensa", ha dicho un portavoz de ese sector. "Nuestro arsenal es la única arma de negociación verdadera que tenemos frente al adversario". Pero esta discrepancia entre las frías realidades de la política y el idealismo ético de las

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iglesias, ¿no está presente a lo largo de la historia humana? En cualquier caso, los 50 millones de católicos americanos no dejarán de influir notablemente en los comportamientos de la opinión pública de la inmensa nación.

La Iglesia anglicana británica, cuya cabeza visible es la Corona, fue más cauta en su pronunciamiento, consciente de que el arsenal nuclear del Reino Unido forma parte esencial de la política exterior de Londres y sirve de pieza importante en sus negociaciones con la Unión Soviética. Ahora Michael Foot ha levantado la bandera electoral del laborismo con el desarme unilateral como plato uerte. "Nuestra fuerza de disuasión no representa un factor decisivo frente a la enormidad de los arsenales nucleares de los supergrandes", es su argumento. "Desarmar unilateralmente desencadenaría un proceso pacifista en el mundo entero".

Pero, ¿es realista y verosímil esa afirmación?

No hay solución verdadera del problema sino en el propósito mutuo y controlado de un verdadero desarme por ambas partes. Pero, ¿existe hoy ese deseo en Washington y en Moscú? Se habla mucho en estos días de un gigantesco malentendido entre los dos superpoderes, lo que se debería a una mala información y a una errónea lectura de sus posiciones respectivas hecha por el otro. La versión soviética de Estados Unidos sería, en esa hipótesis, la de un país reaccionario y capitalista que desea dominar y explotar al resto del mundo. La versión americana de la URSS sería la de un pueblo sometido a un grupo de líderes que quieren imponer por la fuerza la revolución comunista y el sistema totalitario al conjunto de la ' humanidad. De ahí la consecuencia: el rearme integral y sin límites la espiral nuclear de unos y otros. ¿Malentendidos? Quizá sí. Pero acaso unos y otros sepan perfectamente los objetivos que quieren alcanzar en sus políticas exteriores de signo global, y que atienden mucho más a sus intereses propios, nacionales, que a las ideologías doctrinales que sirven para envolver aquéllos.

En todo caso, hasta aquí hemos llegado. José Bergamín, en su luminosa y poética colección de aforismos, de reciente publicación, contiene éste, que pone fin a mi comentario: "Tal vez lo que mejor nos muestra él estilo social de una época histórica no es el modo de vivir y morir los hombres en ella, sino su manera de matar, de matarse entre sí. Nuestra época podía señalarnos el más ínfimo nivel moral al que ha podido descender el hombre".

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