Galicia, hija de su pasado
Dejemos ya de una vez de asociar el nombre de Galicia al veraneo y a los percebes; dejemos a un lado y para siempre los tópicos y las ideas falsas, sin que se libren de esta repulsa las que mientan, aunque a veces sólo lo aludan, a lo mágico y a lo bucólico. Dejémonos de literaturas y pensemos solamente en ese rineón del noroeste de la Península Ibérica que tiene nombre y fisonomía propios, que tiene historia y personalidad. Es un lugar donde las cosas no marchan bien desde hace mucho tiempo, aunque pudieran marchar mejor si lo que da la tierra y lo que piensan los hombres fuera sabiamente aprovechado. Como todos los países, la Galicia de hoy es hija de su pasado, y también, como la mayor parte de los países (el que llamamos España, que la comprende, no se libra) en su pasado aparecen oscuridades y turbiedades, vacíos e inexactitudes que, más o menos, proceden de alguna voluntad deliberada (¿de quién? ¿de quiénes?) de oscurecer y engañar.Todo país, para seguir siendo, necesita saber quién es en todo momento y con toda claridad, con toda precisión, pero muchos países prefieren engañarse a sí mismos y aceptar las halagüeñas inexactitudes o los cómodos vacíos. ¿Por qué entendemos a Galicia como un país agrario y no corno un país al mismo tiempo marinero? ¿Por qué en España se ignora la contribución de algunos gallegos a los grandes descubrimientos, su presencia en las grandes armadas, y la existencia de un comercio marítimo internacional, que sólo recientemente se interrumpió? Claro que también se ignora que en el siglo XVI Galicia casi queda sin varones, muertos en Flandes y por ahí la mayor parte de ellos. Lo cito como ejemplos que nos hacen sospechar de una Galicia hasta ahora falseada y que, poco a poco, algunos historiadores, algunos economistas y -¿por qué no?- algunos novelistas nos van revelando.
No se entiende, sin embargo, que yo proponga como la tarea más importante de Galicia, en este punto y hora de su historia, la de averiguar su pasado, pues me parece que determinadas dificultades presentes urgen un poco más. Yo reduciría los problemas gallegos a dos muy importantes, a los que otros se subordinan: el de la economía, el de la educación. De economía no entiendo, y no seré yo quien proponga soluciones, aunque sí proclamar su realidad y su dramatismo. De lo de la educación se me alcanza un poco más, y puedo decir que si antaño fue casi nula, desde algunos años es sim plemente disparatada, porque se organizó desde Madrid por unos señores que concebían soluciones globales sin comprender las peculiaridades, incluso las geográficas, de los diversos países. ¿Habrá disparate mayor en una tierra como Galicia, cuya realidad básica es la parroquia, que la concentración escolar?
De otras animaladas semejantes a idéntico respecto tuve experiencia directa, porque fui profesor en Galicia y padecí esos edificios proyectados por ignorantes y
Galicia, hija de su pasado
construidos por ladrones, en los que el agua de la lluvia inundaba las aulas cuando soplaba el viento sur. ¡Y las seguirá inundando! Pero no sé si no será peor esa clase de enseñanza, con la que se intenta desgajar al aldeano de su mundo y su cultura y depositarlo sin la menor cautela en una concepción del mundo que no entiende ni le interesa. Me temo que sea lo que está aconteciendo y lo que deja a muchos de mis paisanos desamparados ante una realidad que antaño, más o menos, comprendían, y que hoy, de puro incomprensible, llega a ser misteriosa y a enrabiarlos, a enfurecerlos ante lo incomprensible. ¡Por qué extraños caminos devuelven a los mitos aquellos que quieren destruirlos!Los gallegos tienen que trabajar y tienen que entender el mundo, una y otra cosa sin violencias y sin traumas espirituales. Si me inclino a la educación, es porque en ese mundo de la docencia y la discencia es en el que he vivido y cuyas deficiencias en Galicia he advertido desde niño. Sólo un sistema educativo adecuado y completo, tradicional y moderno (términos que no son incompatibles, ni mucho menos) puede hacer de Galicia un pueblo creador, lo mismo de riquezas materiales que espirituales.
La economía gallega se resiente en estos días, dramáticamente por cierto, de errores pasados, de los que cometieron empresarios sin visión del futuro, gananciosos del momento (dirían ellos, de la coyuntura), sin darse cuenta de haber arrastrado tras su provechosa aventura a mucha gente que no iba a beneficiarse del provecho. Se me ocurre que la economía gallega tiene que plantearse, ante todo, con ideas muy claras de lo real y de lo posible. Y si algún día se realiza ese milagro, que no sea a costa de envenenar las aguas, destruir los bosques, arrasar los pastos y devastar las viejas, las amadas, ciudades, sí es que queda alguna intacta. Tampoco estaría mal que los gallegos se hiciesen con la cultura moderna, sus riesgos y sus compromisos, sin dejar de ser gallegos. Nunca debemos olvidar a aquel inmigrante que, después de un par de años en Argentina, ya no sabía dónde estaba el estanco y lo preguntaba con acento del Mar del Plata.
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