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Tribuna
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Islas al atardecer

Las islas, como metáfora, ofrecen acepciones diversas -isla maldita o islas bienaventuradas, soledad ardua o refugio benévolo-, aunque si están en el Mediterráneo todo se resuelve con el recurso cíclico. Quizá fue en su momento de máximo esplendor cuando las islas Baleares -en pleno auge de un gótico mediterráneamente suavizado y con la gran expansión de su navegación y comercio- fueron símbolo de la síntesis entre conciencia y voluntad. Corría el siglo XIV y la aparición de la escuela cartográfica mallorquina cuajó en el atlas de Abraham Cresqs, que abarcaba ya todo el mundo conocido en la época. Con aquellos pintores de cartas de navegar, las islas -esencialmente Mallorca- fueron bienaventuradas y dieron una configuración al mundo.De estas islas nunca ha sido fácil hablar en plural: con paisajes heterogéneos, tramos de historia distintiva, estando escasamente intercomunicadas, políticamente dotadas de inercia diversa y modeladas por vientos distintos, Mallorca,

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Menorca y Eivissa (Ibiza) tienen personalidades insulares cuyo orden alteraría el producto. Casi toda su historia general -aunque la interpretación cíclica aporte eximentes- fue difícil y precaria: invasiones, el acoso de la piratería, revueltas feroces, epidemias y escasez dotaron a los habitantes de las islas Baleares de una patente propensión al sentido del ridículo, a la suspicacia y al temor a lo extraño.

En el grave escenario de sus crepúsculos, -esos incendios abruptos que inducen a una sensualidad insatisfecha-, las islas Baleares han escenificado secularmente la misma pantomima: el ejercicio constante de la desconfianza, los complejos de un aislamiento que todavía hoy -cuando las rutas aéreas saturan la hospitalidad turística- se reproduce cada verano.

Un país viejo, con afasias oportunas y una sordera convencional, puede dar todavía lecciones de supervivencia y suele contener -como ocurre en estas islas Baleares, a las que los viajeros románticos acudían para cicatrizar las heridas del espíritu- una sociedad corporativamente inerme ante cualquier mimetismo y encarada a la historía política con el más depurado carácter acomodaticio. De la misma manera, da inmigrantes audaces, exóticos inventores que llegan tarde a la oficina de patentes, navegantes erráticos e imaginativos, individualidades al margen de la maledicencia y de la envidia, rasgos de la insolidaridad colectiva.

Mallorca, Menorca y Eivissa crecieron más proclives a la elegía que a la épica, impenetrables e inaccesibles al Estado. La rendición es una buena norma de supervivencia, y en estas islas, dicho sea de paso, se vive bien. El contraluz de la tarde en las calas, la tenue niebla junto a la costa brava, el llano prolífico, almendros, olivos e inviernos lánguidos, todos los elementos de cada singularidad insular dan forma a cierto usufructo de la vida: habitando en estos espacios limitados se logra que la concepción del tiempo y la distancia sean una obra de arte. En un poco consecuente momento de su ciclo, las islas Baleares -emplazadas en la gran escuela de vida del Mediterráneo- son un país sensual y estoico, dispuesto para siempre a la provisionalidad definitiva.

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