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La guerra de las Malvinas, un año despúes

El precio del orgullo de ser británicos

Soledad Gallego-Díaz

SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ , Los malos augurios resultaron infundados. La guerra de las Malvinas (Falklands), de cuyos prolegómenos se cumplió ayer el primer aniversario, no ha provocado la pérdida de imagen de Margaret Thatcher ni el debilitamiento del Partido Conservador. No importa que mantener un archipiélago a 8.000 millas de distancia cueste caro ni que el contribuyente tenga que pagar ahora el coste de las pérdidas de aquella guerra. La euforia de la victoria ha pasado, pero los británicos. siguen sintiéndose íntimamente orgullosos de su demostrada eficacia bélica.

La primera mínistra puede quizá perder votos en las próximas elecciones, pero probablemente ninguno de esos votos habrá desertado porque un día ella decidiera enviar una flota al Antártico para defender los intereses de 1.500 isleños.

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Desde el punto de vista económico, las FakIands son un pesado lastre. Reemplazar la parte más importante del material destrozado y defender razonablemente el territorio costará al Reino Unido en sólo tres años unos 600.000 millones de pesetas. Un presupuesto enorme si se tiene en cuenta además que el Reino Unido no saca ningún beneficio económico de esta inversión. Las Malvinas poseen probablemente petróleo y minerales, pero lo cierto es que por ahora no hay ni pozos ni minas, sino borregos y pingüinos. Pensando en el futuro, las expectativas no son alentadoras: la explotación de recursos mineros en condiciones climatológicas muy adversas y a una distancia tan grande resultaría difícilmente rentable.

El interés no puede ser, pues, estrictamente económico. Thatcher afirma que es una cuestión de principios: respetar los deseos de los habitantes de las islas, que confían en la protección de Londres. Pero, como criticaba David Owen, portavoz de la coalición socialdemócrata-liberal, los isleños estarían probablemente encantados si se repartiera entre ellos una décima parte del dinero que cuesta defenderles. Para algunos expertos, las razones del empecinamiento británico habría que buscarlas en la situación geográfica del archipiélago: la llave de la Antártida, una buena parte de la cual reclama como territorio soberano el Reino Unido. El Tratado de la Antártida puede ser denunciado a partir de 1992 y nadie está muy seguro de lo que hará cada uno.

No negociar

Alguna explicación oculta debe haber a la resuelta actitud de Margaret Thatcher de no negociar con Argentina el futuro de las Malvinas. La primera ministra lo dijo meridianamente claro ante la Cámara de los Comunes hace un mes: no habrá negociación sobre soberanía, cueste lo que cueste mantener en la zona más de 4.000 hombres, seis fragatas, varias escuadrillas de Harrier y Phantom y al menos un submarino atómico. La oposición, que no ha conseguido en ningún momento instrumentalizar la guerra de las Malvinas a su favor, reclama tibiamente una actitud más conciliadora, que permita reducir los gastos en un país con más de tres millones de parados y una difícil situación económica. Sus protestas tienen que ser, sin embargo, cuidadosas para no echarse encima una opinión pública que respalda la dura actitud de la primera ministra.

Thatcher ha ganado la guerra en todos los frentes, y hasta el informe elaborado por una comisión independiente, presidida por lord Franks, la limpió de polvo y paja: su actitud en la crisis fue la indicada, dictaminaron los siete hombres justos. Margaret Thatcher aprovechó el informe para avanzar otro peón en su lucha contra los moderados del Foreign Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) y arrancó a los diplomáticos el control de los servicios de información y contraespionaje.

En Londres se dice, bromeando, que la guerra la ganó la primera ministra y la perdieron Argentina y el Foreign Office. La broma es excesiva, pero ilustra una realidad: desde el momento en que Margaret Thatcher tomó directamente las riendas del enfrentamiento con Argentina, los diplomáticos británicos, uno de los cuerpos más de elite de la sociedad inglesa, no han podido levantar cabeza. Una consecuencia inesperada de la guerra ha sido precisamente ésta: la política exterior británica ya no depende prioritariamente del ministro, como ha venido sucediendo durante décadas, sino de los asesores de Downing Street y de la propia jefa del Gobierno.

El Ministerio de Defensa y los altos cargos del Ejército, por el contrario, han recuperado un prestigio perdido. Michael Tarzán Heseltine, sucesor de John Nott, el ministro de Defensa durante la crisis, se ha convertido en uno de los grandes personajes del Gobierno y su consejo es escuchado atentamente incluso en materias no estrictamente de su competencia.

Pero ¿qué fue de los grandes señores de la guerra, los hombres que dirigieron la batalla y que se convirtieron de la noche a la mañana en héroes nacionales? Los clichés heroicos han dado paso a la dura realidad. Jeremy Moore, el general que dirigió las fuerzas de desembarco, el hombre más popular del Reino Unido hace menos de 12 meses, se retiró a los 54 años del Ejército y, como muchos de sus compatriotas, se encontró sin trabajo. Un día del pasado mes de febrero, los ingleses sintieron que sus sueños recibían un duro golpe: Moore pedía desde las páginas del Times un puesto de trabajo.

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