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Cela adelgaza, termina su novela y enumera sus candidatos a la Academia

Juan Cruz

Camilo José Cela está estos días exultante de júbilo porque llueve en Mallorca -llovía la última vez que dio el parte meteorológico-, y eso le sitúa más cerca de la Galicía que de manera inevitable se cuela en la novela que está escribiendo, Mazurca para dos muertes, que ya está "bastante adelantada". Pero también está feliz porque tiene entre sus manos un libro de imposible resumen, el Recuento de ediciones de 'La familia de Pascual Duarte', de Fernando Huarte, en el que se verifican las 108 ediciones de la más famosa novela del autor de Iria Flavia y se explica, además, que es la obra literaria más traducida después del QuUote, con una diferencia, a favor del autor vivo: La familia... ha sido traducida a todas las lenguas españolas y el libro de Cervantes no lo está en gallego. Todavía.La felicidad para la que tan buenas razones tiene estos días este escritor gallego de 66 años se incrementa por un detalle al que él quita importancia, pero sobre el que pregunta con la coquetería que habrá heredado de la proximidad poética de la más optimista Rosalía: en este momento aquel grandullón senador real de 111 kilos -"desnudo y en ayunas"- tiene nueve kilos menos y se somete a una cura de adelgazamiento que puede dejarle en noventa kilos. Nunca llegará a los que tuvo cuando hizo La familia de Pascual Duarte, que entonces era tan flaco como el aire.

"No paso hambre", asegura el admirador impenitente del lacón con grelos y de los huevos fritos con chorizo; "lo que hago es que no como ni azúcares, ni féculas, ni grasas". Con ese fisico que se le está quedando da los últimos toques a Mazurca..., "y con un poco de suerte quizá la termine entre agosto y septiembre". Le resulta bastante diricil, porque le requieren mucho, y ha tenido que dejar de dar conferencias, realizar viajes y otras zarandajas que le tienen de un lado para otro como la caja del turrón.

No quiere hablar de la novela, "porque toda novela es inexplicable", aunque da la pista de que discurre por la Galicia interior, acaba poco después del término de la guerra civil y camina, entre recuerdos, en los años anteriores y posteriores de esa contienda. No es una novela experimental: ocurren constantemente cosas. Y dice, como si fuera novel: "Yo estoy muy ilusionado con ella".

Viene a Madrid los jueves, casi siempre, a las reuniones de la Academia. Alguna inquietud le debe animar, porque le vemos muy atento a cuál ha de ser la composición de esa docta casa. Enumera quiénes deben estar, después de exponer un desacuerdo: "Estoy en desacuerdo con la masiva incorporación de técnicos a la Academia; su sitio es la universidad. En la Academia hemos tenido suerte porque todos y cada uno de los técnicos incorporados son personas muy estimables y aun admirables a todos los efectos, pero la teoría es mala. A la Academia deben ir los creadores. Esto es, los escritores, y todavía quedan muchos fuera. Sería también la forma de volver la espalda a la calle, al pueblo, y el pueblo español, a estos efectos, son hoy poetas como Gabriel Celaya, José Hierro, José María Valverde; escritores como Umbral, Arrabal y Gala, entre otros más; pensadores como José Ferrater Mora, Emilio Lledó; periodistas como Cándido, Juan Cueto y Luis María Ansón; gente de cine, como Luis García Berlanga, etcétera".

"La Academia", dice Cela, "debe estar abierta a la vida, y lamento que haya dejado pasar la ocasión de incorporar a un Domingo Ortega, por ejemplo".

Cela dice que su vitalidad física y su humor actual le hacen tener por dentro a un chiquillo de catorce años, "al que le vendría bien saltar tapias". A ese muchacho que' lleva dentro le asalta un recuerdo, cuando se queda solo: "Me acuerdo de mi primera declaración de amor. Fue a una muchachita. Le dice: 'Marujita, ¿quieres ser mi novia'. Ella dijo sí, y yo salí corriendo".

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