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Vivir bajo sospecha

Quienes conocíamos y admirábamos la obra producida por Anthony Blunt, sin duda uno de los más brillantes historiadores ingleses de arte de este siglo, nos preguntábamos, cuando se nos dijo que era el cuarto hombre, cómo había podido llegar a ser espía de los rusos un refinado intelectual, británico, de familia ,acaudalada, formación exquisita y, sobre todo, una rica y extensísima obra de investigación y docencia, que no parecía poder ser compartida por ninguna otra actividad, y mucho menos la de la intriga. Salvo algún aspecto sospechoso en su primer libro importante, La teoría artística en Italia (1450-1600), que apareció en 1940 con una cálida dedicatoria a Guy Burges, nada había en el resto de sus escritos que tuviera que ver de lejos con la ideología marxista.Se trataba, pues, de "ese irreparable pecado de juventud que encadena la vida al misterio", tal y como ya comenté cuando hice la semblanza de Blunt al darse a conocer el escándalo. Este pecado, sin embargo, no fue u n hecho aislado, sino que reflejaba muy bien el clima de entreguerras en Europa, en medio de la irresistible ascensión del fascismo. Los jóvenes iáealistas de izquierda reaccionaron entonces de manera radical, convencidos de que en el futuro inmediato sólo la Unión Soviética sería un rival capaz de contener la barbarie nazi.

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El cuarto hombre

Esta mentalidad, que compartían otros muchos jóvenes de cualquier parte del mundo, tuvo su caldo de cultivo en Inglaterra dentro de los.selectos círculos universitarios de Oxford y Cambridge, donde, desde comienzos de siglo, había batido su sarcasmo iconoclasta antivictoriano la aristocracia de varias generaciones de jóvenes inconformistas. Quizá el primer modelo fue el formado por la Sociedad de los Apóstoles del Trinity College de Cambridge, que contaba con Leonard Wolf, Lytton Strachey, Saxon S. Turner, y por la Sociedad de Medianoche (T. Stephen y Clive Bell), junto a otras personalidades sueltas como John M. Keynes y R. Fry. Acabados los estudios universitarios, todos estos brillantes intelectuales serían los que constituirían el grupo de Bloomsbury, núcleo fundamental para la literatura, el arte y las ciencias británicas de la primera mitad del siglo, pero, sobre todo, núcleo entonces más famoso como "comidilla de escándalos" por su libertad de crítica y actitudes morales provocativas, ante los ojos de la clase media. Al cabo del tiempo, el anarquismo romántico y los gestos desenfadados de esta juventud de comienzos de siglo resultaron un reducto asfixiante de narcisismo pequeñoburgués para las siguientes generaciones que conocieron el horror de la primera guerra mundial y la amenaza inmediata del fascismo. En los años treinta la utopía no fue, pues, ya individualista, sino teñida de un mesianismo social apocalíptico. En Cambridge, por ejemplo, se ridiculizaba el amor a la patria y toda justificación moral para entrar en la guerra, mientras que los más audaces y fanáticos -el grupo de Blunt, que estaba -en el Trinity College- soñaban con una sociedad sin clases. La tragedia se desencadenó cuando la segunda guerra mundial llevó a estos jóvenes comunistas de Cambridge a los más altos y comprometidos cargos oficiales, planteándoles el problema moral de la prioridad de lealtades, problema que se fue, agravando al restablecerse la paz y convertirse en rivales los antiguos aliados.

Al fin, la guerra fría acabó con ellos: lo que fue noble idealismo se convirtió en la mueca despreciable de la traición. Pienso, de todas formas, que la historia de Blunt ha sido lo más triste: vivir siempre bajo sospecha, perder la libertad ante quienes controlaban su secreto, tener siempre en frente ese temible fantasma que los ingleses llaman self-pity, nuestra autoconmiseración, sobrevivir con la dignidad prestada.

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