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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

España y el Magreb

EL APLAZAMIENTO de la visita a Madrid de tres ministros marroquíes sitúa en un plano de mayor dificultad la que debe hacer el presidente Felipe González a Hassan II los próximos días 28 y 29; visita situada, a su vez, tres días después de¡ regreso del vicepresidente Alfonso Guerra de Argel, adonde viajará el 22. La declaración de Felipe González en su conferencia de Prensa de los cien días acerca de Ceuta y Melilla como temas no negociables, ni siquiera posibles en cualquier conversación con Marruecos, es una afirmación suficientemente contundente que no concede margen a ambigüedades e interpretaciones. Marruecos sabe perfectamente que el Gobierno español, como los anteriores, es decididamente intransigente en esa cuestión; pero quizá considere necesario hacer un gesto determinado ante una declaración pública que, por otra parte, Felipe González no podía hurtar ante una pregunta directa.Hassan II se siente hoy con una nueva fuerza, sobre todo en el tema del Sahara. Está indefectiblemente apoyado por Estados Unidos; Mitterrand le ha dado un espaldarazo en su reciente visita oficial (contradiciendo, por razón de Estado, su anterior inclinación por el Polisario en tanto que presidente del Partido Socialista francés), y su entrevista con el argelino Chadli ha debido ser muy satisfactoria; Chadli, a su vez, viaja a Túnez, puede que con vista al antiguo sueño de la constitución del Gran Magreb: Marruecos-Argelia-Turinicia. El cuarto miembro de esa hipotética unidad -que podría, en la realidad, cuajar en un cierto pacto norteafricano de no agresión y defensa mutua- era, en otros tiempos, Libia; parece ahora que el nuevo intento de unificación magrebí aislaría a Libia o esperaría -y favorecería- la caída de Gadafi. Puede ocurrir que con estas nuevas perspectivas y ya con algunas importantes realidades, Hassan II se encuentre más fuerte para una negociación con España.

También la posición de Estado del Gobierno español reduce en mucho el alcance del documento firmado por el PSOE y el Frente Polisario en noviembre de 1976 (EL PAÍS, 16 de marzo de 1983), del cual recoge ahora el Gobierno, como síntesis de una posible continuidad de pensamiento, el derecho del pueblo saharaui a la autodeterminación: es decir, la resolución del tema por medio de un referéndum, que es la misma que acepta Hassan II, que pretende la OUA y que patrocinan los amigos occidentales de Marruecos. Referéndum notablemente dificil en una zona de guerra, con gran parte de su población en el exilio, otra sometida a leyes de guerra, y unas guerrillas armadas con base en territorios vecinos. El Gobierno español plegaría su antigua ideología favorable al Frente Polisario -después de todo, para algunas opiniones, una creación de Carrero Blanco en los últimos tiempos del franquismo para limitar el irredentismo marroquí y para cumplir una descolonización obligatoria, creyendo que tendría un instrumento en sus manos- a cambio de otros acuerdos a largo plazo -"hacia el año 2000", se ha dicho con un triunfalismo que parece estar seguro de lo que ocurrirá en el mundo hasta el año 2000. En estos acuerdos entraría otra vez esa ambición de puente entre Europa y el norte de: Africa tan repetida en Madrid a lo largo de los últimos años y desposada por el presidente González en su última declaración, aunque las vías de comunicación y suministro hayan experimentado inmensos cambios tecnológicos en los últimos años.Aun desechando la vieja y despectiva frase de que "Africa empieza en los Pirineos", es cierto que España, final de Europa, tiene intereses de toda índole en el Gran Magreb o en sus piezas separadas, en sus aguas, en la relación defensiva del Mediterráneo. Toda la acción del Gobierno en sus cien días, y se diría que todo el diseño de política exterior, parece inclinarse hacia esa realidad, que no deja de imponerse a la vida misma de España desde el siglo pasado y las sucesivas "guerras de África" que tan importante papel representaron en nuestra propia inestabilidad política y en una determinada formación del carácter militar hasta llegar, casi en nuestros días, a la descolonización imperfecta del Sahara. El Gobierno no tiene las hipotecas que aún podía tener Franco, por su psicología y su biografía, de algunos graves errores en los años de la lucha por la independencia y la descolonización de Marruecos; no tiene por qué tenerlos tampoco con respecto a unos documentos de partido firmados desde la oposición. El saldo principal del problema del Sahara está entre Argelia y Marruecos, en un ámbito determinado; parece que la posición del Estado español está en favorecer ese acuerdo, en- ayudar a garantizar moralmente unos derechos de un pueblo al que la comunidad internacional y los pactos posibles pueden ceder el uso de un determinado espacio internacional pero, sobre todo, en salvaguardar sus intereses económicos, estratégicos y, en una palabra, nacionales. Incluso, frente a la nueva dureza negociadora que parece desprenderse de Hassan II.

Probablemente, las dosis de imaginación y creatividad que son precisas para la política exterior española en esta zona pasan por facilitar el entendimiento de Argelia y Marruecos y en asegurar, sin falsos complejos de superioridad ni estériles protagonismos, una cooperación útil y fructífera.

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