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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Al Papa, desde Managua

Santidad: Desde hace meses el pueblo todo de Nicaragua -el que es pobre y centra su religiosidad en las fiestas que cada año le traen a la Purísima y a Santo Domingo entre cohetes y chicha; el que también es pobre y ha madurado más en su fe; el que más organizadamente se agrupa en comunidades de base, en comunidades catecumenales y en comunidades carismáticas; el que ha visto morir en la frontera a decenas de delegados de la Palabra (nuestros catequistas campesinos), y también el que no está con la revolución, también ese, todo el pueblo- le esperaba. Por primera vez en muchos meses -no sin tensiones, claro- un acontecimiento unía a toda Nicaragua.- Le esperábamos, sí. Y llenos de esperanza. Hubo campesinos que alistaron el viaje a la capital desde tres días antes; el Gobierno gastó la gasolina de dos, meses enteros en facilitar transporte para que todo el que quisiera venir a escucharle a León o a Managua pudiera hacerlo. Toda la empobrecida y débil infraestructura de este país, "pequeño y martirizado" (como le dijo el comandante Daniel Ortega al recibirlo), se puso al servicio de usted, Santo Padre. Con la mejor voluntad, con la convicción de que un peregrino de la paz con tanto influjo social como el suyo sabría ser solidario, como tantos otros lo han sido, con la causa justa de un pueblo tan sufrido.

Desde un mes antes estudiamos sus discursos en otros países y escribimos cartas expresándole nuestros problemas. En los días anteriores preparamos canciones, pintamos pancartas, organizamos vigilias. Rezamos mucho en la víspera de su llegada para que Dios le iluminara.

Los campesinos de Jalapa -zona de guerra en la frontera- cantaban por la televisión: "Aquí todos te queremos, habla tú por Nicaragua".

Necesitábamos, Santo Padre, que usted hablara por Nicaragua. Un día antes desu llegada a Managua, y en la misma plaza donde usted celebró la misa, velamos los cadáveres de diecisiete muchachos asesinados por los somocistas en la frontera norte del país. Después nos secamos las lágrimas y salimos a recibirle.

Estábamos seguros de que su niensaje nos ayudaría a detener las manos que desde Honduras vienen a disparar a Nicaragua.

Santo Padre, con un micrófono en la mano tuve la oportunidad de seguirle a usted bien de cerca en todos los momentos de su estancia en el país. Le vi llegar al aeropuerto algo cansado y algo frío también, a pesar del mucho calor de esta tierra y del acogedor calor de su gente.

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Madres enlutadas

Un grupo de madres de héroes y mártires (así les llamamos aquí), aquellas señoras enlutadas que estaban al final de la fila protocolaria de los diplomáticos, estaban felices de aquel rosario blanco que un ayudante suyo pasé regalándoles cuando usted ya se alejaba hacia el helicóptero que le llevaba a León. "¿Me lo puedo colgar ya?", preguntó un a. "Cómo no, si es para usted". Y la mujer tenía los ojos llenos de lágrimas cuando se lo puso al cuello, sobre su vestido megro. Le faltaba su hijo. Se lo mataron los guardias somocistas, pero el Papa le había regalado un rosario y eso la consolaba...

Cuando llegamos al centro César Augusto Silva a transmitir para toda Nicaragua el acto, que allí se iba a realizar -el encuentro con la Junta de Gobierno y con la Dirección del Frente Sandinista- también vimos en la entrada a un grupo de mujeres enlutadas que le esperaban ansiosas. Más madres de más muertos. (Todos los días caen en la frontera jóvenes de Nicaragua defendiendo a este país de los que quieren que vuelva el pasado.) Yo vi cómo ellas le entregaban una carta en la que le pedían una palabra suya por la paz y una condena a la agresión norteamericana. Se lo pedían en nombre de Jesucristo y de la Virgen María. Yo leí esa carta por radio. Era una más entre las miles que este pueblo, recién alfabetizado, le escribió a su Santo Papa. Entre las madres, doña Mercedes fue la más aventada. Con su letra insegura y con un lapicero escribió en un cuadernito su propia carta para leérsela personalmente. Y comenzó a hacerlo. Usted no pudo apenas escucharla. Con la prisa que caracteriza estos necesariamente apresurados viajes, pasó a cumplir otro punto del programa establecido. Pero doña Mercedes estaba contenta. Usted le había sonreído. Le faltaba su hijo. Se lo mataron los guardias, somocistas, pero el Papa, al menos, la había mirado...

A las 4.30 horas, bajo, un sol arrecho -que producía un desmayado por minuto, como podíamos ver desde lo alto de la tribuna-, le esperaban en la plaza Diecinueve de Julio 600.000 nicaragüenses. Todos los que quisieron pudieron llegar a la plaza. Todos. Y no sólo los sandinistas, Santo Padre. Aquella multitud era la mitad de la población de este país, hábil para desplazarse a Managua. A los chavalitos pequeños, a las panzonas y a los viejitos se les aconsejó que no llegaran.

A mí me tocó estar transmitiendo para la radio, en la parte izquierda de la tribuna, detrás de un numeroso grupo de madres de héroes y mártires que, vestidas de luto y con la foto de sus hijos muertos entre las manos, rezaban el rosario mientras usted llegaba a la plaza. "¿Qué espera del Papa?", les preguntábamos, entrevistándolas por la radio. "Espero del Papa una oración por nuestros muertos". "Espero que rece por la paz para que ya no haya más muertos en la frontera". "Si el Papa se pronuncia, el Gobierno norteamericano ya no seguirá haciéndonos más zanganadas". "El Papa va a acuerparnos, va a ser solidario, estamos seguras".

Cuando usted lligó a la plaza, revestido con el báculo de pastor y con la mitra de su autoridad servicial, ondearon 600.000 banderas (la azul y blanza de esta República; la blanca y amarilla del Vaticano, y la roja y negra sandinista),se soltaron decenas de palomas y 600.000 voces gritamos "¡Viva el Papa!" "¡Queremos la paz!".

Las madres enlutadas cantaron y, seguían la misa con atención, como todo el pueblo. Con, respeto y, con creciente expectación al acercarse la homilía. "Ahora va a hablar el, Papa, ahora va a hablar..." ("Habla tú por Nicaragua, resonaba en el corazón el anhelo de los campesinos, de la frontera..."). Usted comenzó su homilía. El tema central era la unidad de la Iglesia. En un lenguaje difícil, usted hablaba de la unidad de todos alrededor de los obispos. Insistía. ¿Y la unidad de todos alrededor de los más pobres? ¿Y la unidad de todos para conseguir la paz? ¿Y la unidad de todos alrededor de Jesús, el que fue asesinado por el iinperio romano? En un tono más fácil deentender, usted afirmaba su autoridad con un énfasis inquietante.ç

Paz y oraciones por los muertos

Fue al final de la homilía cuando, después de haber oído quince veces la palabra, obispo y ni una sola las palabras muerto, paz, cuando comenzó a brotar de los corazones de aquellas mujeres aquel clamor que los mismos obispos detectaron hace años como identidad de los pobres de América Latina, ese "clamor cada vez más tumultuoso e impresionante" ese "clamor creciente, impetuoso y en ocasiones amenazante", y que les el grito de un pueblo que sufre y demanda justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales del hombre y de los pueblos".

Santidad, esta es la secuencia de los hechos, tal como yo la presencié. Las madres pidieron primero la paz y una oración por sus muertos. Lloraban y reclamaban a media voz. Después comenzaron a hacerlo a gritos, con lamentos.

Pronto miles y miles y miles de voces las apoyaban. ("¡Queremos la paz!", y pronto después, "¡Poder popular!".) La chispa se encendió. Había mucho calor.

En el tercer acto, las madres que tenía a mi lado se decidieron a ir delante mismo de la tribuna, frente al altar, para que usted las viera. Allí, mientras la misa continuaba, ellas alzaron ante usted las fotos de sus hijos asesinados. "¡Una oración por nuestros mártires!". Para entonces la plaza ya era un caos. 0 era el grito de los sin voz ya con voz en esta tierra recién liberada.

Santo Padre, no sé si es porque vivo en Nicaragua y quiero a este pueblo, pero yo no podía seguir transmitiendo sin que un nudo de lágrimas se me enredara en la garganta. Quizá usted venía de muy lejos y por eso no se conmovió. Quizá las piedras con que está construida la vieja Iglesia en la que usted vive ya se han endurecido demasiado.

Hubiera bastado un beso suyo a una de esas madres enlutadas y un padrenuestro por sus caídos -que son tantos-, para que todas las irreverencias hubieran terminado. ¿Por qué no lo hizo, Santidad?

Hoy, en la mañana siguiente a su llegada a Nicaragua, cuando Managua parece de vuelta de un entierro, cansada y atónita, el dolor es indescriptible. Aquí no hay paz ni hay alegría. Aquí no hay unidad ni tampoco esperanza. Las divisiones se han profundizado y un angustioso sentimiento de indignación, de perplejidad, de decepción -también de vergüenza y culpa- nos atenaza a todos. ¿Por qué hiso esto, Santidad? ¿Por qué abrió esta herida a un pueblo tan lleno ya de llagas?

"El Papa no nos dijo nada, nos ha dejado un vaciíto", me dice un vendedor de maní, cerca de la plaza, cubierta aún de papeles, de las huellas de una multitud de ovejas que buscaba a un pastor.

Dios quiera que ese grandísimo vaciíto que usted deja en el corazón de este pueblo admirable no lo llenen con sangre, con más sangre, esos que se frotan hoy las manos por lo que ocurrió en la plaza Diecinueve de Julio de Managua. Con esperanza en Jesús y también en su Iglesia.

María López Vigil es periodista y autora del polémico libro Un tal Jesús.

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