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Geografías imaginarias

Hace ya poco más de diez años me dediqué a escribir a la distancia, al azar de los cargos diplomáticos, y después, a mi salida forzosa de la carrera, en un exilio que podría llamar voluntario -en Lima, en Barcelona, en el pueblo de Calafell (perteneciente a la provincia ilustre de Tarragona)-, unos textos que partían de imágenes de mi adolescencia, imágenes que habían cobrado autonomía y que se transformaban a sí mismas, alimentadas por una forma particular de la memoria que es la memoria creativa, la memoria que inventa con un procedimiento de metamorfosis y de introducción de cargas inconscientes en los recuerdos. Se producen así recuerdos y geografías imaginarias, dentro de un espacio constituido por palabras y que los teóricos llaman discurso. Ese discurso ficticio, de realidad meramente verbal, también obedece a la denominación mucho más tradicional de novela. En su condición de novela y en su relación con la historia y con la infrahistoria suele da origen a toda clase de reacciones apasionadas, a veces peligrosas, a menudo enigmáticas.Ahora, en parte por curiosidad, en parte por nostalgia, he tenido la debilidad, que algunos podrían calificar como provocación, de pasar el verano en uno de los puntos geográficos que alimentaron esas fantasías. He vuelto, después de largas décadas, a veranear en esa pequeña caleta de pescadores, rodeada de pinares, jardines, casas de madera de los años treinta y bungalows

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Geografías imaginarias

Viene de la página 11de imitación bávara o suiza, con algún elemento destructivo moderno incrustado en los tiempos fenecidos del boom económico (no del literario), enriquecida por una leyenda, o, mejor dicho, una mitología chilena, que se llama Zapallar. A pesar de mis convicciones como escritor, confieso que me he visto asaltado, a ráfagas, por la sensación del delincuente que regresa al lugar del crimen. He llegado a la conclusión de que sólo podría haber escrito ese libro a gran distancia, lejos en el tiempo y en el espacio. Si hubiera estado cerca, la presión del mundillo criollo me habría impedido trabajar libremente con, esos materiales. La tarea de camuflar las historias habría requerido un esfuerzo excesivo y habría atentado contra el ritmo de la narración. Pude escribir Los convidados de piedra en una habitación del barrio de la Bonanova, en Barcelona, con vista a los faldeos del Tibidabo, o en el segundo piso de una casa de pescadores de Calafell, contemplando un Mediterráneo azul, lleno de calma, cruzado por vela! blancas. En esos lugares, el pueblo de Zapallar y sus alrededores, la playa de Cachagua, la isla de los Pingüinos, el cerro de la Higuera, la Isla Seca, Papudo, carecían de toda existencia. Estaban sumidos en un limbo que permitía transformarlos en materia novelable.

En este Verano austral, instalado en una orilla del mundo zapallarino, he comprendido mi. audacia y mi imprudencia. He tenido abundantes motivos para reflexionar sobre los temas del exilio y la escritura. El programa de James Joyce, cuando preparaba su salida de Irlanda; su idea de recurrir al "exilio y la astucia", a fin de cumplir con su vocación, han resonado en mis oídos como graves advertencias que no he sabido seguir. Joyce perseveró en el alejamiento voluntario y en la descripción de un día de Dublín, un día aislado en el tiempo y convertido en sustancia metafísica, en esa "materia de la qué están hechos los sueños", para citar a William Shakespeare.

He mirado para atrás y he incurrido en el riesgo, en el peligro inminente de convertirme en estatua de sal. Estatua salobre, petrificada, frente al extraordinario Pacífico, el Gran Océano. En presencia de una novela, los chilenos reaccionan como sociedad pueblerina, insegura, susceptible, perpetuamente amenazada. Escarban las páginas minuciosamente en busca de la identificación. Cuando consiguen, por fin, sentirse identificados alzan las cabezas enrojecidas y protestan, iracundos. La primera pregunta suele ir en esta dirección: ¿cómo pretende escribir una novela zapallarina sin ser zapallarino, siendo un forastero, un intruso?

He aquí una posible respuesta: ni soy zapallarino ni pretendí jamás escribir una novela zapallarina. ¿Podría existir un objeto literario llamado novela zapallarina? Me parece que no. Los nombres ficticios de personajes y lugares corresponden a realidades ficticias. Lo que llamamos realidad, elaborado por el juego de la memoria y de la fantasía, se transformó en palabras, conjuntos de palabras. Eso que los teóricos llaman discurso. Artefactos verbales. El pueblo novelesco de la Punta y la playa literaria de los Queltehues no corresponden a Zapallar y Cachagua. ¡No, señor! La prueba es que tienen prolongaciones enteramente irreales, que ni siquiera se parecen a nada, como ese valle de tierras cenicientas, poblado de cuncunas, situado detrás de las tierras bajas de los Queltehues, y ese pueblo de Mongoví, con su plaza colonial y sus árboles centenarios, donde una vez, a comienzos de siglo, pronunció un discurso revolucionario, parado en un banco de madera, ante una decena de espectadores, Luis Emilio Recabarren. ¡Invenciones verbales! Toda semejanza con la realidad, señora, es pura coincidencia.

La distinguida señora, escéptica, permanece con la boca fruncida y una mirada de reojo, acusatoria. Lo curioso del asunto es que cuando la manía de la identificación queda. frustrada, los enojos, de todos modos, se producen por razones exactamente inversas a las de esta señora. "Oye, ¿por qué no me pusiste en tu novela ... ?". La pregunta suele rematar en un epíteto de grueso calibre. Me la han dirigido en varias oportunidades. Lo digo, por eso, con conocimiento de causa. Sospecho que un escritor chileno podría escribir una novela salpicada de nombres reales, puestos en negrita a lo largo de las páginas, como las crónicas madrileñas de Paco Umbral. Provocaría alegrías e irritaciones entre los incluidos y la furia unánime de los excluidos. Sería un éxito más que seguro.

He paseado de noche por los sectores populares del balneario y he descubierto un centro de actividad que no existía en mi remota adolescencia. Es un lugar donde hay salas de billares, juegos de fútbol en miniatura, máquinas de diversión electrónicas y mesones donde se expenden bebidas. Aquí reina la animación, la alegría más completa. Los niños compiten en los juegos de fútbol con pasión desatada, lanzando esporádicos alaridos de triunfo. Hay muchachas gordísimas cubiertas de collares y adornos baratos, sonrientes, burlonas, insinuantes. Los jóvenes entran y salen de las salas de billares riéndose de algo. Intercambian bromas con las muchachas gordas. Parejas de adolescentes forcejean sin motivos claros. En la esquina, tres o cuatro hombres mayores, de rostros curtidos, conversan con gran parsimonia. Son pescadores, mecánicos, panaderos. La gente del pueblo habla con toda naturalidad, para referirse a los veraneantes, de los ricos. Aquí, en esta especie de feria pública, estamos lejos de las terrazas de los ricos y de sus curiosidades, susceptibilidades, inquietudes enigmáticas. La gente del pueblo observa sus extrañas costumbres, sus hábitos extravagantes y dispendiosos con la misma actitud con que podría observar la vida de las aves migratorias.

Por mi parte, he descubierto que me gustaría encerrarme en los confines del pueblo, hacia el Sur, en la región que llaman Mar Bravo, y dedicarme a escribir otra novela. En las tardes caminaría por la costa, contemplando los extraordinarios crepúsculos rojos y anaranjados, el círculo de fuego del sol declinante, el estallido violento de la espuma en los roqueríos. Después comería un pescado fresquísimo. En la noche acudiría a las salas de billares, dispuesto a participar de su vertiginosa alegría. El pueblo es confiado y hospitalario. Acoge al forastero con rapidez e ingenuidad, sin hacerse preguntas. ¡Si el hombre decidió desertar de las terrazas de los ricos, sus motivos tendrá! Las muchachas gordas, entre tanto, se ríen a carcajadas mostrando sus dientes albos.

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