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Meditación de la acuarela de Turner

La paz y el encanto ante las acuarelas de Turner se engarzan pronto en consideraciones que sólo a los rancios positivistas pueden parecerles ajenas al goce estético. Hasta la efímera paz de Amiens entre Inglaterra y Napoleón, los ingleses aristócratas y no menos los ingleses artistas se veían privados de lo que consideraban necesario para caminar dignamente, para ser cultos de arte y cultos de mundo, como decía Disraeli: el viaje largo por la Europa continental, el paso por París -mundo- y la gran parada en Italia -arte- Es verdad que el no poder pasar el canal y el exacerbado patriotismo en la guerra contra Napoleón les hicieron redescubrir realidades hasta entonces casi ocultas: Turner hizo de esa verdad vida dibujando paisajes casi inéditos de Gales y de Escocia. En cuanto se firma la paz, allá va Turner, sí a deleitarse con Poussin y Claudio de Lorena, pero no menos a torcer el cuello para mirar las cumbres de los Alpes, esos Alpes que son, como escribió Ortega en uno de sus más jugosos ensayos -El alpe y la sierra- "encuentro con lo anhelado por el romanticismo: lo sublime". Es lo que buscaría también Liszt para sus poemas sinfónicos. Pintura, literatura, música buscaban las cumbres no precisamente para esquiar, rememorando lo que un primer romántico, Petrarca, hizo al llegar a la cumbre: ponerse a leer Las confesiones, de san Agustín. Shelley, tan cercano a Turner, veía esa cumbre como "templada, nevada y serena".Turner es fiel a lo sublime en sus cuadros inmensos, pero es también romántico, ya lo creo, en sus acuarelas. En ambos mundos se va ganando la primacía del color, de igual manera que en la música romántica hay un progresivo protagonismo de la armonía -color-, que ya no es sólo sostén de lo melódico. Si Turner da el paso decisivo sobre la acuarela topográfica, el poema sinfónico de los románticos irá mucho más allá del dibujado descriptivismo de los clavecinistas.

Hay, sin embargo, otro paralelismo más importante y bien significativo. El romanticismo, que ama la desmesura, encuentra también un mundo de intensa perfección, de hondísima expresividad e incluso de dramático contraste en el lied, en la forma pequeña del piano como diario. Pues bien: en una no difícil visión de comunidad de formas, las mágicas acuarelas de Turner son un paso importante hacia la musicalidad de la pintura. Ya es significativo que Honour las compare con los últimos cuartetos de Beethoven, polvo de estrellas. También la novela romántica se concibe desde la desmesura, pero cultiva al lado, para la gran fantasía y no menos para la prosa alquitarada, el cuento breve. En el mundo del neoclasicismo era muy elogioso poner a una pintura el calificativo de poética; en el impresionismo se hablará ya de pintura musical: en ese camino colocamos para el goce y la cultura las acuarelas de Turner, que son, como en las pequeñas formas musicales, diario. Si la cumbre de la intensidad en el piano romántico está en los Estudios de Chopin, de Liszt y de Schumann, el Liber Studiorum de Turner tiene también sus cimas. Se pueden señalar en ciertas visiones trágicas del mar en tormenta y en naufragio afinidades con Wagner, aprovechadas a veces por los decoradores de El buque fantasma. No llevaría yo a Turner, al más gustoso Turner, cerca de Berlioz, no: cuando el pintor vive el singular patriotismo en torno a Walter Scott y Escocia, el tierno Mendelsohn descubre el mismo paisaje y mete delicioso talante de acuarela en poemas y sinfonía, pero yo me quedo con algunas de las acuarelas de interiores que podían ilustrar canciones de Schumann.

La vista como sueño

Los éxitos de Turner, de sus acuarelas especialmente, se me ten muy dentro de la sociedad victoriana: no deja de ser conmovedor, lo cuenta el gran Strachey, que la reina Victoria, escogiendo Escocia como predilecto paisaje de vacaciones, pasase a la acuarela lo que veía desde las cumbres: son esas realidades del inconsciente colectivo que Jung señala y que se filtran en lo más personal de la inspiración. Manuela Mena ha señalado muy agudamente cómo la acuarela quiere acercarse al óleo y cómo después ocurre lo contrario. El cuento quiere hacerse novela, pero manteniendo un cierto primor, sin perjuicio del gran -halo -véase Flaubert-, y el lied quiere hacerse algo íntermedio entre la ópera y el oratorio -óigase Genoveva, de Schumann-; A veces, con buen precedente en Cervantes, el cuento se mete dentro de la misma novela, y a veces también, y no sin influencia de Turner, en los grandes cuadros de historia hay como rincones de intimidad primorosamente elaborados. En todo caso, la larga presencia de las acuarelas de Tumer entre nosotros ha sido sueño, inauguración, para muchos, de la vista como sueño.

Federico Sopeña fue hasta fecha reciente director del Museo del Prado.

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