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Los nombres propios y la política teatral

Algo falta en las noticias que dio la Dirección General de Teatro acerca de cambios de puestos en sus centros: falta información, falta esclarecimiento. Hay en toda esta etapa política de cambio en la Administración pública una cierta duda: la de si el nombramiento de algunos puestos menores sigue o precede a una nueva idea. Yo no salgo de esa duda; es decir, no sé si se acude a algunos nombres para que ellos inventen lo que ha de ser el teatro de Estado o para que realicen lo que el Estado -en su escalón correspondiente- ha decidido previamente.El mutismo deliberado y organizado en la supuesta conferencia de Prensa del miércoles da a entender que en realidad hay sólo unos trazos de política teatral y que se confía en unos profesionales para que la desarrollen y aporten algo más que un cumplimiento. En ese sentido, los nombres son impecables: si estos profesionales de los que se habló el miércoles, y fueron presentados, tienen la autonomía -y los presupuestos y los servicios- necesaria representan una garantía. El más llamativo es el de Lluís Pasqual; porque, al mismo tiempo que es un artista o un creador de espectáculos, ha tenido la capacidad suficiente como para inventarse de la nada, con un colaborador tan importante como Fabià Puigserver, algo tan serio y tan eficaz como el Lliure de Barcelona.

El Lliure tenía una vocación puesta en su propio nombre: libre. Podemos aquí encontrarnos con la relativa dificultad de saber cómo lo libre encaja en el Estado; no por el temor a un dirigismo cultural, que por ahora parece ajeno al ministro Solana y se supone claramente en el director general Garrido (cuya experiencia teatral ha tendido también siempre a la libertad máxima), sino por las limitaciones naturales de la burocracia; y en ese sentido hay que confiar también en que el Organismo de Teatros Nacionales está dirigido por la seriedad y garantía de un funcionario sensato, como es Cercós. Dentro de este acierto inicial de nombre (dentro de los nombres posibles) está el hecho de que Lluís Pasqual haya hecho teatro en catalán principalmente, lo cual parece indicar una apertura considerable en algo que en cultura, en arte, en teatro concretamente, debe estar por encima de cicaterías, mezquindades o pequeñeces gremialistas: un centro que se llama Nacional puede estar dirigido por alguien de cualquier autonomía, que a su vez no debe estar cerrada a las aportaciones que le lleven las otras.

El nombramiento de Lluís Pasqual deja libertad al ministerio para que José Luis Alonso se encargue de la Zarzuela; con él, el maestro Benito Lauret, cartagenero. La Zarzuela es un teatro un poco flotante, hasta ahora programado directamente desde la Administración -con aciertos muy notables y con una tendencia muy clara hacia una popularización de lo lírico que hasta ahora no le era enteramente posible-, pero le faltaba coherencia, unidad. Es, se supone, lo que sus nuevos directores le pueden dar. Están cualificados. Es decir, si una vez más nos atenemos a los nombres propios, todo está dentro de lo elogiable.

Un poco más enigmática es la incorporación de María de Avila; tampoco por su nombre, de antiguo y permanente crédito, sino por la creación de una situación intermedia entre la Dirección General de Teatro y Música y los directores de los dos ballets nacionales.

Víctor Ullate y Antonio Ruiz tienen sus nombres mundialmente acreditados, aunque en su oficio no sean equiparables entre sí; no es fácil imaginar lo que una supervisión general pueda herir sensibilidades, dificultar labores o crear criterios contradictorios.

Pero, salvo estos nombres, apenas hay nada más. Es decir, apenas está todavía definido lo importante. Qué presupuestos hay o va a haber, qué delimitaciones tienen los nuevos nombrados, cuáles son sus posibilidades de contratación; qué esperanzas hay de compañías estables, de programación a largo plazo. Si entrar en los grandes temas de la industria privada y sus subvenciones, de la política de grupos, de la estimulación al teatro nuevo, de la difusión por toda España del arte teatral y su fomento. Hay palabras, pero no datos. Y se mantiene la duda de si, antes de proceder a los nombramientos, habría que haber clarificado toda la política teatral del Estado y haber hecho esos nombramientos de acuerdo con tal política general. Puede que ya sea así y que la misma selección de nombres obedezca a un criterio más concreto. Pero no se ha hecho saber.

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