Unidad móvil
Sin duda, sería un buen golpe. Mientras se maquillaba frente al espejo del lavabo tarareando la canción de moda, el joven chapista imaginó la sorpresa de los compañeros del taller cuando lo vieran aparecer en pantalla. Esta vez iba a dar un pelotazo. Real mente, el tipo tenía un gran sentido de la imagen y, hasta la fecha, nunca había desperdiciado la menor ocasión de asomar la jeta en público. Mientras se revocaba con crema el rostro de galán picado de viruela y se pasaba por la boca una pasta de cacahuete, el chapista recordó también otras cosas de su carrera como cantante melódico. El primer contacto con televisión lo estableció en plan tonto de córner; era uno de esos que saludan a las cámaras cuando se acerca el jugador a lanzar un saque de esquina. Parece una tontería, pero eso le había proporcionado muchos éxitos entre las chicas del club Consulado. Después del fútbol se acicalaba de forma cruda, con botas de potro y unos vaqueros que le ceñían un bulto del tamaño de un guante de boxeo un palmo más abajo de la hebilla, se rehogaba el tupé con una especie de manteca y andaba así con el párpado entornado, escupiendo por el colmillo, en medio del bailongo. Siempre había alguna que se le colgaba del cuello y le soplaba la yugular.- Enhorabuena, campeón.
- Qué pasa, tía.
- Te acabo de ver por la tele.
- Y qué.
- Das como Robert Redford.
- Se lleva lo visual, macha. Que no te enteras.
El chapista lo había intentado todo para saltar a la fama, los concursos de la radio, las fiestas del partido, las verbenas de barriada, las discotecas del suburbio. Incluso, una vez, estuvo a punto de meter la cara en un programa abierto en Prado del Rey, aunque no había llegado a actuar porque un hijo de perra a última hora tachó su nombre en la lista de aspirantes. Había recorrido un largo camino merodeando casas de discos sin resultado alguno, pero ahora se encontraba en el mejor momento. Su voz cálida entonaba dulces melodías de amor en una sala de Móstoles en los bailes de domingo y también se podía oír en algunas bodas y bautizos, acompañada por un batería, un trompeta y otro que rascaba el contrabajo. Aquel día, el resto del conjunto estaba igualmente preparado para dar el gran espectáculo, un golpe de audacia que lanzaría al grupo musical Unidad Móvil hacia las estrellas. Todo había sido planeado hasta el último detalle.
El batería, el trompeta y el sujeto del contrabajo tampoco habían ido a la fábrica. En ese instante, cada uno por su lado, se adornaba el cuerpo con los arreos de artista, zapatos rojos, pantalón blanco, cuello de pajarita, chaleco de terciopelo, camisa con chorreras de almidón plisado y esperaba que sonara el teléfono con la orden del chapista. Eran las nueve de la mañana. El chapista terminó de darse en la pestaña un toque de rímel, aspiró una raya de cocaína, se puso la chaqueta azul galáctico con solapas plateadas y entonces avisó al resto de la banda.
- ¿Listo, chaval?
- Cuando quieras.
- Dentro de media hora en la esquina de Gran Vía.
- Oye.
- Ni una duda, macho.
El grupo musical Unidad Móvil fue llegando en taxi por separado al punto de reunión bajo la marquesina con exactitud cronometrada al minuto y traía los instrumentos bien afinados, envueltos en papel de periódico, tres escopetas de cañones recortados y una pistola roñosa, que temblaba en la mano del vocalista. La danza iba a comenzar. El chapista hizo las advertencias de rigor con la colilla vibrándole de emoción en el labio. Tenía que ser un golpe limpio, imaginativo, moderno, en plan chorra, algo que cayera simpático al público en general para que les diera renombre. Lo demás ya lo sabían. Por eso habían entrenado durante un mes en la Casa de Campo. El chapista dio la consigna, escupió el cigarrillo y a continuación levantó el brazo en señal de ataque. Los cuatro artistas de la canción, vestidos de gala, irrumpieron violentamente en el vestíbulo de la sucursal del banco disparando al aire para dar a entender en seguida que el asunto iba en serio, que se trataba de un atraco real. Al oír el primer pepinazo, los empleados se echaron al suelo y cosa similar hicieron los señores clientes. De pronto, comenzó a sonar la alarma y los componentes de la banda tomaron posiciones en el local.
- ¿Qué pasa por ahí?
- Todo en orden, jefe.
A ver. Ese tío del abrigo. Que se tumbe.
- Calma, muchachos.
- ¿Dónde está el director?
Seguramente, el guarda jurado quiso cumplir con su obligación. Se revolvió detrás de una butaca y probó a echarse mano al cinto, pero el chico del, contrabajo, muy imbuido de gloria, soltó una descarga ciega desde el altillo que abatió un macetón de ficus y le sacó las tripas al sofá. Quedaba claro quién mandaba allí. También hubo otro conato de pánico cuando un listillo trató de ganar la calle corriendo y eso provocó una nueva ensalada de tiros. Finalmente, los cuatro músicos controlaron la situación. Uno desarmó al guarda, otro cerró con llave la puerta del banco, otro se encaramó en el mostrador ojeando al personal boca abajo, y el chapista le arreó un culatazo a una caja de cables y enmudeció la alarma. A renglón seguido, los empleados y clientes fueron puestos en fila para ser conducidos al sótano bajo la vigilancia de tres escopetas y allí quedaron prisioneros en el cuarto de las ratas entre ficheros, fregonas, cubos con estropajos y sacas de efectos impagados.
Ahora, todo se reducía a esperar la amable visita de los polizontes. Mientras tanto, los cuatro del conjunto musical se espatarraron en los sillones con las armas en el regazo, encendieron un puro tranquilamente y cambiaron opiniones sobre problemas de luces y colocación de micrófonos. El chapista estaba cantanto Siboney a grito pelado, el solo de barítono rebotaba en los tabiques del local desierto, y entonces sonó el teléfono en la mesa del gerente. El trompetista se puso al aparato.
- Diga.
- No, señor. Aquí hoy no se dan créditos.
- Porque no me da la gana.
- Este banco ha sido atracado.
- A mandar.
Durante el primer cuarto de ahora hubo otras llamadas en la sucursal, pero ninguna venía de la policía. La gente quería dinero, descontar letras, aplazar pagos, renovar pólizas, vender acciones, cobrar dividendos, qué mierda de vida. Sin embargo, había en el mundo otras cosas, por ejemplo, la fama, el éxito, el talento, la gloria, eso que no se puede comprar con billetes y hace que las mujeres te muerdan el cuello. El chico del contrabajo se asomó de refilón por la ventana y vio el cacao que se iba formando en la calle. En seguida se oyeron sirenas, por una esquina llegaban furgones con guardias entre grandes chirridos y también aparecieron ambulancias de la Cruz Roja con camilleros. Al chapista y los suyos les sorprendió aquel despliegue lleno de fantasmas acorazados y se sentían felices precisamente por eso. La fiesta comenzaba a marchar.
Obligados a dialogar
El banco tenía buenas rejas, por ahí no se veía peligro y, además, aquellos extraterrestres armados, primero estaban obligados a dialogar. Era el momento de usar la cabeza para sacar tajada. Entonces volvió a sonar el teléfono en la mesa del apoderado; el chapista cantante descolgó el auricular y escuchó la voz de alguien, que se identificó como teniente de la policía. Parecía muy amable Con palabras extremadamente corteses le preguntó si había algún herido allí dentro.
- No, señor.
- Salgan. No les pasará nada.
- Eso hay que tratarlo.
- ¿Qué quieren? Están rodeados. No tienen escapatoria.
- Podemos empezar matando al cajero ¿Qué le parece?
- Está bien.
El teniente de la policía se puso melifluo y ahora hablaba como un jesuita con un congregante descarriado. El sabía que la vida trataba duramente a algunas personas de buen corazón y estaba dispuesto a comprender su caso. Cualquier desgracia que le contara, una niñez infeliz, la mala suerte, los peligros de la ciudad, las tentaciones del maligno, las locuras de la juventud, todo tenía remedio. Mientras tanto, el pelotón de geo tomaba medidas a una cristalera y los guardias desviaban el tráfico para dejar una zona de la Gran Vía a punto de metralleta. Pero el teniente de la policía se llevó un susto enorme cuando supo lo que pedía el chapista. El banco había sido atracado por un conjunto musical llamado Unidad Móvil y no quería dinero. A cambio de la vida de quince rehenes sólo exigía que alguien mandara las cámaras de televisión hasta la sucursal y que realizara una toma en directo de tres canciones de su repertorio para salir en pantalla en medio del Telediario de las tres de la tarde. Necesitaban una buena ba
tería, una trompeta y un contrabajo todo
afinado y unos focos deslumbrantes.- Ellos
podían esperar.
A las once de la mañana, se veía un cordón de comandos en toda la manzana, en los aleros había tiradores de primera y dentro del terreno de nadie se movían periodistas de la radio, con cascos en las orejas. Las emisoras habían cortado el programa matinal y tenían conexión abierta con aquel punto caliente de la ciudad. De pronto, habían dejado de interesar absolutamente las entrevistas con concejales, las campañas contra el cáncer, las recetas de cocina y las opiniones de cualquier pediatra pelmazo. La radio estaba allí para servir la noticia viva a las amas de casa, que en ese momento pasaban la aspiradora por el salón. Cuatro pirados de un conjunto musical, vestidos de lentejuelas, tenían encañonados a quince inocentes en el interior de un banco y todo lo que querían era cantar en televisión a la hora de las noticias. En el transistor se oían sonidos de ambiente, gritos de mando, sirenas de ambulancias y golpes de viento en el micrófono. Un reportero se había ofrecido como rehén para parlamentar, aunque el diálogo con los atracadores estaba ya bastante maduro hacia el mediodía.
El alto mando de la policía había decidido poner en marcha la operación según las exigencias de los músicos. Desde Prado del Rey llegaba un carromato con técnicos, el grupo electrógeno, las cámaras, focos, trípodes, cables y otros bártulos precisos. Los instrumentos de percusión, sin contar las metralletas que se veían en el contorno, venían en una furgoneta aparte. Cada diez minutos de reloj, la puerta del banco se entreabría yun atracador bien armado cacheaba y dejaba pasar al encargado de montar el tinglado. Los armatostes entraron uno a uno y lo mismo sucedió con el realizador, con el regidor o con cualquier clase de experto. Las cosas se complicaron un poco porque los asaltantes habían tomado precauciones para que no hubiera trucos. Además del monitor, pedían un televisor enchufado a la corriente general que funcionara durante el programa. Sólo así estarían seguros de que su imagen saltaba en el aire.
El telediario de las tres comenzó puntualmente con las noticias desagradables de la jornada. En las calles de Beirut había más cadáveres despanzurrados; otra conferencia de paz había fracasado no se sabe dónde; el Congreso de los Diputados había aprobado nuevas incompatibilidades; un tren había descarrilado en la India, y, como siempre, los moros querían Ceuta y Melilla. En medio de tanta calamidad, de pronto, el locutor anunció una conexión de última hora. En ese instante, salió el chapista en pantalla vestido de gala, con chaqueta azul galáctico de solapas plateadas, rodeado por el conjunto musical Unidad Móvil, también acicalado con zapatos rojos, pajarita, chaleco de estrellas y manguitos de almidón plisado. El chapista se puso a cantar Siboney con la escopeta cruzada en el pecho y no parecía estar nervioso en absoluto. Aquel cantante tenía estilo y modulaba tonalidades de amor con lágrimas en los ojos. Pero los espectadores supieron que algo grave pasaba en el estudio. El cantante paró en seco, se echó la escopeta a la cara apuntando a la cámara, y entonces se oyó un disparo en el televisor, seguido de un fregado de gritos. Como no murió nadie, el chapista consiguió ser noticia sólo veinticuatro horas. Después, el asunto se olvidó. Si hubiera matado a alguien, habría logrado ser noticia durante dos días.
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