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Tribuna
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El nombre de la sopa

Después de Warhol y Lichtenstein, nos llega Umberto Eco. El acontecimiento cultural español empieza a resultar lógico, divertidamente cronológico. Habría que saber si primero fue el pop con Ketchup o la semiótica a la boloñesa; si en el origen de estas pre-posmodernidades fue la ironía fría, helada, de los artistas de Nueva York a costa de los artilugios banales de la sociedad de la opulencia, o si la sonrisa tibia de aquellos profesores francoitalianos que un día decidieron hacer lingüística de lo no lingüístico de espaldas a Oxford y Cambridge (todavía no sé si por despiste o por desprecio).Sospecho que todo sucedió a la vez y, por eso la coincidencia de Barajas: mientras Warhol sacaba de los repletos frigoríficos de la factoría el bote de tomate de la Campbell`s, Umberto Eco procedía a su apertura para demostrar que el contenido no estaba en la cosa, sino en el nombre de la sopa. Lo que se dice, una modélica división social del trabajo de provocar nuevos sentidos y miradas.

Instinto de supervivencia vanguardista

Los yanquis del pop hacían salsa semiótica sin saberlo, por instinto de supervivencia vanguardista, y los francoitalianos del signo -francotiradores del lenguaje- descubrían al mismo tiempo el alto valor simbólico de Rita Pavone, los comics, los supermercados, los presentadores de televisión, James Bond, Superman, Steve Canyon, el duelo Chanel /Courréges y otras sopas enlatadas dignas de colgar en el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York.

La visita casual de Umberto Eco, en cualquier caso, forma parte del acelerado cursillo de recuperación de aquellas extraviadas y nunca vividas señas de identidad industrial y cosmopolita que, allá por los sesenta, debería haber generado naturalmente nuestra anormal incorporación a la sociedad de consumo de masas. Vivimos, en este país, con puntualidad las causas y los efectos económicos de la segunda revolución industrial, pero en medio de aquellas pantanosas urgencias políticas y culturales de rango preindustrial, no sólo era impensable que surgieran espontáneamente los alegres síntomas estéticos del cambio de rumbo, como en Italia ocurrió a su debido tiempo, sino que la única moral posible para una calamidad histórica de aquel calibre tenía que ser, por fuerza, la moral apocalíptica como Umbral nos recordaba aquí hace unos días. Entonces no solo confundíamos civilización con capitalismo, sino que analogábamos aquellos chismes producidos en serie que empezaban a llenar los hogares y los escaparates españoles con el último recurso de la dictadura para perpetuarse.

'Terrorías' contra los apocalípticos

Ahí está el origen del desfase. Porque lo que Eco, Warhol o Lichtenstein perpetraban hace veinte años eran precisamente terrorías contra los apocalípticos de la cultura de masas.

Mientras nosotros andábamos a vueltas con las primitivas relaciones de producción, ellos trabajaban las flamantes relaciones de consumo. 0, para decirlo de otra manera: cuando ellos hacían variaciones sobre el tomato enlatado, aquí nos tocaba luchar contra el cerealismo histórico. Esa fue la gran diferencia.

Y, de repente, en apenas un lustro democrático, irrumpen en ciclón todos aquellos signos característicos de la segunda industrialización, que habían estado reprimidos, congelados. Dirán lo que quieran los economistas, los historiadores o los politicólogos patéticos, pero la llegada de la democracia fue, ante todo, un hecho audiovisual.

Las ciudades españolas cambiaron en un santiamén de escenografía y banda sonora. El paisaje metropolitano empieza a reproducir por arte y aire de libertad los mismos signos que inspiraron los primitivos lienzos de los hombres del pop y también aquellas reflexiones estructuralistas sobre la cultura de masas.

No sólo es cuestión de tardío colonialismo ideológico, como se suele repetir con flojera apocalíptica, sino de acelerada reordenación simbólica del patio nacional.

Ahí están las aceras españolas iluminadas por los Mac Donalds, los escaparates atiborrados de objetos espléndidamente inútiles y perecederos, las jergas callejeras esperantadas, los jóvenes adornados con etiquetas planetarias, las mentes audiovisualizadas, las masas celebrando los aniversarios de Marx y Ortega y Gasset sin recato alguno para sus respectivas teorías acerca de las masas, las neveras repletas de tomate frito Solís. Y ahí están, para completar el decorado, los salones culturales ocupados por Eco, Warhol, Lichtenstein y demás anti-apocalípticos simbólicos nacidos de y para la segunda industrialización.

Pudiera parecer otro revival, pero en realidad se trata de la ceremonia del crecimiento exponencial. Es decir, que la cultura quema décadas a interés compuesto cuando se la deja a su aire; hasta que el rompecabezas queda históricamente ordenado y listo para incurrir sin esfuerzo en posmodernidad, en transvanguardia o en lo que venga.

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