Y al Oeste, Portugal
Para una mayoría de españoles Portugal existe demasiado poco, y para una mayoría de portugueses, España existe demasiado. Este hecho es el que ha creado y crea aún mayores dificultades en las relaciones entre nuestros dos países.En Portugal, al menos esa impresión tenemos en España, una" de las más poderosas razones de existir como nación es la voluntad acérrima de independencia respecto del vecino y el empeño en lo que se llama sentimiento diferencial. Casi se diría que los portugueses están condenados a vivir en un vecindario que no les apetece y que se enfrentan con la necesidad diaria de reafirmarse frente a España. Se escoge a los amigos, pero no a los hermanos. Y este hermano grande que les ha tocado en suerte tiene, además, les parece a ellos, una desmedida ambición hegemónica.
En España, por el contrario, sucede exactamente al revés. Sorprende lo poco que los españoles conocemos de Portugal, lo tangencial o episódico de nuestros contactos e incluso (como ha ocurrido hasta ahora con todas nuestras relaciones internacionales) lo poco española que es nuestra visión de la nación lusa. Lo dramático es que, por desidia e incomprensión, ignoramos a Portugal y, entre otras muchas cosas, lo que no tenemos es ambición hegemónica respecto de nadie y menos aún respecto de Lisboa.Se mira al mapa: de la Península Ibérica y se comprenden bien las aspiraciones románticas de los viejos anarquistas y las tentaciones imperiales de la extrema derecha por unirla borrando las fronteras. El fallo terrible de esa ambición consiste en que los proyectos de unión acaban siempre en la hegemonía española. Los portugueses lo vieron bien y sospecharon con razón de aquellos motivos expansionistas, aunque existieron en el pasado muy loables aspiraciones de iberismo anti-expansionista y anti-imperialista salidos de voces tan nobles como Pi Margall, Unamuno, Azaña, Oliveira Martins y los hombres de la polémica de Coimbra.
Nuestra trayectoria común es de hermanos porque tenemos historias paralelas y hasta conjuntas, y se diría que nos miramos a hurtadillas para dar cada paso siguiendo un ritmo contemporáneo. Es más, uno y otro influimos mutuamente, con una sensibilidad casi enfermiza, en los acontecimientos del vecino.
En la historia reciente los españoles hemos seguido muchos de los ejemplos que iluminadoramente nos han llegado de Lisboa, y los portugueses siguen nuestra vida política con la atención del que quiere aprender una lección ejemplar. La transición política española tras la muerte de Franco es casi incomprensible sin el 25 de abril: los claveles de la revolución portuguesa son una de las semillas del tránsito español. Y hoy, la experiencia socialista española tiene para Portugal el valor de ejemplo válido y acaso entusiastamente.
Sobre los Gobiernos de ambos países recae una responsabilidad enorme: debemos reconocer que nuestros pueblos son mutuos desconocidos y tenemos que ponerlos en contacto. Debemos adquirir conciencia clara de los problemas que nos unen y que nos separan y comprender que el verdadero hermanamiento está precisamente en ellos.
En el momento en que vamos del brazo hacia Europa, nuestra esperanza de amistad no es ya siquiera nacional, sino supranacional.
Los dos países han dado, creemos en Madrid, un salto cualitativo, que coloca a nuestras relaciones futuras en un plano radicalmente superior y que posibilita un entendimiento que debe superar toda suspicacia.
El Gobierno de Felipe González, que, en mi opinión, une al pragmatismo político la virtud de la imaginación, tiene un propósito firme de realizar una labor a largo plazo con Portugal e invita a nuestros vecinos peninsulares a unirse a este proyecto: el de que aprendamos a conocernos de una vez por todas y de que sepamos hacerlo con un exquisito respeto hacia lo que son nuestras identidades nacionales. Debemos seguir un proceso paralelo, pero, como decía el ministro Fernando Morán en su libro Una política exterior para España, mirándonos de frente, buscando lo que nos une e intentando armonizar lo que nos separa, es decir, como en una ocasión le oí decir en Lisboa a José María Pemán, dejándonos de pasear por nuestras geografías como si pisáramos por baldosas cuidando de no poner el pie encima de las líneas que las dividen.
El proyecto debe comenzar por hacer que entendamos bien nuestras historias para que, desde la escuela, los niños aprendan, sin soberbia nacionalista, que ambos países tenemos historias respetables. Debe seguir con una cooperación intensa a nivel universitario, cultural, turístico. Es hasta absurdo que a ambos países nos visiten más los suecos que nuestros nacionales respectivos. Y hablo de una tarea que forzosamente debe partir de nuestros dirigentes.
En el terreno de las dificultades bilaterales, será preciso que nos enfrentemos con claridad y con sentido de la responsabilidad con cuestiones tan difíciles como es la general del desequilibrio en las balanzas de pagos y de las particulares como la pesca, la emigración o la competencia agrícola. Hacia la CEE, y aunque vayamos a ella de la mano, debemos saber que nuestra aproximación es posiblemente distinta, ya sea porque el desarme arancelario del Mercado Común es más favorable a Portugal, ya sea porque nuestra agricultura es más competitiva, o nuestro nivel tecnólogico, diferente. Lo importante es saber que las cuestiones técnicas no deben oscurecer nuestra voluntad de sumar ambos países a un proyecto que es bello y en el que nuestras exigencias deben ser similares porque somos amigos y esencialmente europeos.
Esto es lo que el Gobierno socialista de España ofrece a Portugal: comprensión por encima de los elementos diferenciales, colaboración con respeto y amistad recíproca.
Y al Oeste, Portugal es el título del capítulo XIV de Una política exterior para España, de Fernando Morán. Fernando Schwartz es director general de la Oficina de Información Diplomática y finalista del Premio Planeta 1983.
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