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Tribuna:Cuestiones pendientes de la cultura española
Tribuna
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La difícil y deplorable herencia del teatro español

Hay serias dudas de que el teatro deba estar gobernado (extensivas a la cultura). El Gobierno actual recoge la herencia de un teatro hipergobernado por tres vías: censura, institucionalización y subvención. Han destrozado el teatro. Hoy conviven tres formas distintas de teatro: institucional, independiente, comercial. El institucional (teatro de Estado) ha introducido el lujo, el prestigio, el modelo: trabajando a fondo perdido. Ha encarecido el teatro.

El independiente ha producido la protesta, hasta la justa ira por el teatro burgués, la noción de lucha. Las dos formas han incidido sobre el teatro comercial: obligado por el modelo institucional, ha tenido que encarecerse (medios técnicos, escenografías, etcétera) hasta vivir por encima de sus medios; instado por la inteligencia, ha aceptado el teatro crítico y ha ahuyentado a su público burgués (el único que, por su carestía, podía sostenerle).

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La situación actual (la herencia) es más deplorable. El teatro institucional se ha recargado de funcionarios, burocracia, teóricos, directivos, subdivisión del trabajo: se emplea más dinero en esta infraestructura que en los montajes. Los cuales, a su vez, cuestan más porque quienes trabajan para los teatros institucionales piden más dinero. El teatro independiente agoniza, como tantas otras formas creadas contra el franquismo: ha perdido la noción de enemigo, el objetivo. Ya no es independiente: pide ayudas y subvenciones. El comercial suplica subvenciones, no sabe a qué obras acudir, muere de hambre.

La hipergobernación franquista ha creado un paternalismo. El teatro no ve hoy la posibilidad de salir de ese paternalismo y vivir con arreglo a sus medios: es decir, a su público. No gobernar el teatro supondría abandonarle a sus propios medios: perecería. Gobernarle supone administrar, en todo caso, mejor sus fondos, buscar un criterio más sano para distribuir las ayudas. La mejor fe en esta tarea no sería suficiente.

Inventar una política nueva, transformar la sociedad

Habría que inventar una política teatral nueva. Y aplicarla de forma que pudiera hacer una transición: que no desaparezca lo que hay hasta que no surja lo nuevo. Hay algunas utopías que no conviene olvidar: que no se transforma el teatro si no se transforma la sociedad que lo contiene; que la sociedad está desculturizada no sólo por cuarenta años de régimen, sino por los siglos anteriores (breve excepción, la República), y hay que permitirla que se recargue; que el espectador cree que tiene teatro por otros medios más baratos (cine, televisión) y sólo se convencerá de lo contrario cuando el teatro tenga vida propia y no refleja.

Como no estamos, ni mucho menos, en presencia de una revolución, sino de un intento de cambio, hay algunas cosas que pedir: que el Ministerio de Cultura y el de Educación (podían ser uno solo) tengan un estrecho contacto y unos programas acordados; que se fomente por medios libres la creatividad, la libertad de pensamiento (huyendo de titulaciones, gremialismos, cotos cerrados); que se subvencione preferentemente al espectador; que no se fomente la creación del teatro de subvención (montajes de clásicos deformados, maleados, con derechos de autor para adaptadores que no saben escribir: es un ejemplo).

Un teatro propio de las nuevas autonomías

Que se ahuyente, por tanto, a los cazadores de subvenciones; que se faciliten locales y medios posibles a los teatros de experimentación y vanguardia; que no se intente salvar a lo que agoniza sin remedio y no tiene vitalidad posible (un cierto teatro comercial o independiente, unos géneros muertos), porque es un despilfarro; que se saneen los teatros institucionales; que las ayudas se entreguen con neutralidad, sin discriminación política. Sería un principio.

Que se descentralice con inteligencia. Desde hace siglos, el teatro es casi un fenómeno madrileño (no es una excepción: Londres, París, Nueva York o Buenos Aires son las ciudades teatrales de sus países; Italia o Alemania son diferentes, porque su unidad es reciente y conservan estructuras de Estados antiguos). Las nuevas autonomías están creando su teatro propio: corren el riesgo de mimetizar los errores madrileños (Cataluña tiene un importante teatro, quizá el mejor de España, aunque tenga poco público: podría querer gobernarlo y dejarlo perder o ahogar).

Una reflexión es la de que si el teatro no debe ser gobernado, él mismo debe salir de su estado actual.

Debe aceptar que ha llegado a una mayoría de edad, acabado el paternalismo franquista y su continuación, y que debe vivir por su cuenta. Por tanto, debería pedir la emancipación. Es decir, la liberación de cargas -algunos impuestos de origen estúpido y malévolo- y la facilidad neutral para sus trabajos.

Un talento que no inventa el Gobierno

Debe eliminar su autocompasión. Debe saber el teatro y su dirección, si ha de haberla, que la divulgación del teatro por medio de obras mal hechas, mal tratadas, por medio de entradas baratas o supuestas fiestas, es hacer lo contrario de lo que se pretende: el espectador primerizo de una de estas obras puede creerse que eso es el teatro y no volverá más.

Y que el buen teatro no es un teatro de prestigio, de autobiografía o currículo; es una cuestión de talento. El talento no lo inventa un Gobierno. Un Gobierno puede destrozar, ahogar, silenciar el talento; pero la única forma de crearlo es solamente no prohibiendo, comprando, silenciando o pagando lo que le parece.

Puede que todo esto no lo pueda hacer un Gobierno. La contradicción está en que el teatro no puede ser gobernado, pero el Gobierno no lo puede abandonar. Es un problema de años, de generaciones. Pero en algún momento hay que empezar.

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