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La Komische Oper de Berlín celebra el 35º aniversario de su vida relacionada con el teatro lírico y el ballet

El pasado fin de semana comenzó la Komische Oper de Berlín, capital de la República Democrática Alemana, la celebración de su 35º aniversario. La fecundidad de este conjunto hace pensar que la tutela del Estado no es necesariamente un impedimento para desarrollar una estética viva, al menos en el ámbito costoso del teatro lírico y el ballet.

La Komische Oper inició sus actividades en 1947, en el Berlín destruido de la posguerra, dividido en los diferentes sectores de las cuatro potencias aliadas, que acababan de librar a Europa del nazismo. El animador de la institución, acaso el alma de este importante conjunto, fue el legendario Walter Felsenstein -como Bertolt Brecht lo fue del Berliner Ensemble, que también surgió entonces-. Autor de importantes puestas en escena -el teatro aún conserva algunas como Las bodas de Fígaro o El violinista en el tejado, y revisa a menudo otras, como la que se prepara ahora de El caballero Barba Azul, de Offenbach-, su concepto del teatro lírico se basaba en la convicción y la práctica de un trabajo de equipo con conjuntos estables y una adecuación del trabajo escénico a semejante altura que el musical. En los montajes de Felsenstein existe esa gracia escénica que tan a menudo se echa de menos en los occidentales, un cuidado por la construcción de cada personaje y su relación con los otros que se traduce en un espectáculo siempre tenso y vibrante, vivo y lleno de interés. La base es, desde luego, un conjunto ligado a la institución, que trabaje de modo permanente en ella y permita un trabajo ininterrumpido. El capricho espectacular y la dictadura del director -corrientes en Occidente en ausencia de trabajo estable de grupo- son rechazados de forma explícita por los directores escénicos de la Komische Oper.El conjunto es numeroso y rotativo, tanto en cantantes y coro como en instrumentistas. El número permite además habituales visitas a otras ciudades y países sin interrupción de sus actividades en Berlín. Los cantantes son actores más o menos consumados, con una técnica teatral que no excluye el cuidado vocal. Pero en la medida en que el trabajo de la Komische Oper exige esa especial dedicación al conjunto, la figura del divo queda lógicamente excluida. No por principio, sino por la lógica de las cosas. El divo itinerante que ayer grabó en Londres, mañana cantará en Viena y tres o cuatro días después se presentará al público de Milán responde a un concepto muy diferente de lo que se hace en la Komische Oper. El gran divo nunca acude a ella, como raras veces acude, por ejemplo, a Bayreuth. Salvando distancias y significados, los veranos de Bayreuth encierran esa religiosidad artística que informa el trabajo de la institución berlinesa, y ahí se encuentra su sentido. Nadie espere las grandes voces del mundo del disco en la Behrenstrasse, pero allí encontrará teatro puro y vivo, servido por unos profesionales que, como conjunto, hacen palidecer de envidia a otros teatros.

La programación actual de la Komische Oper permite revisar la famosa puesta en escena de Felsenstein de Las bodas de Fígaro. Pero también ofrece una hermosa recreación de La Bohème -cantada en alemán-, debida a la dirección escénica de uno de los continuadores más destacados del maestro, el joven Harry Kupfer. En esta Bohème, los diez o quince primeros minutos de la ópera, con los que casi nadie sabe qué hacer, se convierten en la más vivaz y divertida de las comedias. El segundo acto, muy agradecido por sus escenas de conjunto, alcanza aquí su punto culminante en el enfrentamiento de Musetta y Marcello, de una enorme eficacia escénica gracias al cuidado de cada tipo, cada detalle, cada pequeña situación particular. También es posible presenciar una interesante Madame Butterfly, con una puesta en escena llena de sensibilidad y sugerencia, muy sutil, de Joachim Herz. Y, entre otras, El viaje a la Luna, en montaje de Jérome Savary; Peter Grimes, también de Herz; El rapto en el serrallo, de Kupfer, además de una serie de coreografías debidas al brillante Tom Schilling -Don Parasol, El lago de los cisnes, El pájara negro-.

La actividad de la Komische Oper es, en cierto modo, paralela y complementaria de la propia del gran teatro de la Staatsoper, cuyo edificio se alza no lejos de aquélla. Mientras en ésta tienen lugar espectáculos de carácter más tradicional, con grandes nombres de la lírica intemacional, en la Komische se refugia la experimentación, el riesgo incluso, con la labor de un grupo en que cada individualidad da su parte de sentido al conjunto. Por eso, si el repertorio de la Staatsoper se basa casi exclusivamente en los grandes títulos consagrados por la historia -aunque es cierto que ahora estrena el Baal, de Friedrich Cerha-, la Komische Oper acude a menudo a redescubrimientos, como El rey Teodoro en Venecia, de Paisiello, o Reidamia, de Hándel, estrena nuevas composiciones -Henze, Katzer- y se enfrenta con lo más difícil del teatro de nuestro siglo -Berg, Janácek, Prokofiev, Shostakovitch-. El estreno inminente de Lear, ópera vanguardista de Aribert Reimann, con montaje de Harry Kupfer, será probablemente una buena prueba de ese saludable atrevimiento.

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