El sueño de un director
Hace años leí Flor de otoño. Rodríguez Méndez, autor de una copiosa e interesante obra teatral -de Los inocentes de la Moncloa a Bolas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga- escribió hace ¡nos diez años esta obra, subtitulada Una historia del barrio chino. Era algo más: una crónica de la Barcelona hirviente y difícil entre a dictadura y la República, con sus nuevas clases industriales, el obrerismo, los pistoleros y las represiones: un cambio de época. Se entraba en un tipo equívoco, ambiguo: un señorito de la clase dominante con doble, quizá triple, vida: simultáneamente, cantante travéstido -Flor de otoño- y militante anarquista.El autor lo había sacado de la realidad en parte; lo había reconstruido, recreado, le había inventado la identidad de todo ese cambio de época. Al mismo tiempo, el lenguaje era fascinante: mezclado también, como la sociedad lo estaba, de catalán barcelonés, de acentos castellanos y andaluces, de medias palabras y medias frases.
Flor de Otoño, de Rodríguez Méndez
Intérpretes: Montserrat Salvador, Carmen Sanchís, Fernando Catalá, Pepe Lu, Gabriel Torrero, Carlos Peris, Jaime Pujol, Manuel Henares, Andreu Solsona, Enric García, Carmen Alonso, Rosana Pastor, José Francisco Cervera, Amalia Ferre, Josefa Melio, Rafael Calatayud, Paco Maestre, Vicente Soria, Sebastián Antón, Rocío Cabedo, Abel Folk, Pepe Sobradello, Angel Burgos, Salvador Bolta, Ramón Moreno, María Navarro, Cristina Sepulcre, Gabriel Torrero, Pepe Martí. Producción de Teatres de la Diputació de Valencia y Ministerio de Cultura. Escenografía, vestuario e iluminación de Carlos Cytrynowsky. Música de Pedro Luis Domingo. Esculturas de Vicente Luna. Dirección: Antonio Díaz Zamora. Estreno: Teatro Español, 14 de diciembre de 1982.
Hablo en pasado, porque apenas queda nada de aquella obra: comenzó siendo desvirtuada por el cine -a pesar de un intérprete tan inteligente como José Sacristán-, y ahora, en este estreno del teatro Español, ahogado por el espectacularismo.
Antonio Díaz Zamora, un director sin duda inteligente, con bastantes destellos -en esta misma obra- de hallazgos dramatúrgicos, la ha arrevistado. La crónica sombría e irónica se va hacia una comicidad y a un cierto color local. El jugo dramático se pierde: va por otro camino. Desde que se abren las puertas del teatro pululan por la sala personajes del music hall barcelonés, del Barrio Chino: es una divertida fiesta, con el sonoro de las canciones, las voces y las orquestas de le época, que se desparraman por algún tabladillo, por el pasillo central, los palcos y las filas.
Cuando el espectáculo se centra, comienza realmente, hay una pérdida inmediata de este valor de diversión. La preocupación del espectáculo lo domina todo. Se sabe que el sueño del gran espectáculo es la más peligrosa utopía del director de escena en España; los medios -la realidad teatral: lo que tenemos- no da nunca para tanto. Se ve perfectamente lo que ha imaginado y lo que resulta; se pueden medir las distancias.
Noches de barrio chino
Lo que ha imaginado, en sí, no parece ni siquiera adecuado a la obra; con una intriga más tenue, más sencilla, podría haber presentado sus noches de barrio chino como una sencilla revista (a condición de que tuviera actores de revista), lejos, naturalmente, del Bob Fosse, cuyo fantasma vuela por allí, lejos incluso de My fair lady -película- de la que podría parecer un remedo. Sobra Rodríguez Méndez y su gran obra: el mundo de industriales, pistoleros, sindicatos libres, funcionarios, policías, travestidos es suficiente para la revista. O falta Rodríguez Méndez: la profundidad de la obra, la riqueza del personaje. Incluso el texto está como forzado: se traducen algunas de las frases para hacerlas -se supone- más perceptibles para el público, y se pierde su valor natural.
Hay escenas que podrían ser muy brillantes (escenas, quizá no; cuadros, números): las canciones del Bataclán, las barricadas, el robo de armas en el cuartel de Atarazanas. La calidad de los actores es baja, y no permite que se desarrollen. Decepciona, sobre todo, el actor que debía ser principal, Carlos Peris, que en ningún momento da o puede dar el triple juego del personaje: es un mariquita tierno, una loca que diría Pavlovski -nadie deja de pensar en cómo habría hecho él ese personaje-, y no es otra cosa.
Las escenas sobre las que se va montando la trama están tratadas con la técnica del pastiche, de la comedia cómica, con un ojo deliberadamente subjetivo y distanciador. Se les priva de humanidad. Quizá los actores no sean tan malos como parecen -y parecen mucho-, sino que, forzados a componer personajes falsos, deshumaaizados, no pueden ir más allá.
El resultado es que, tras el prin,ipio prometedor y alegre, vistoso, lamativo, va poco a poco el tedio ipoderándose de la sala. La realidad no permite que remonte el lueño del director; y el sueño del firector estaba a gran distancia del más sencillo en apariencia, pero mucho más profundo, en realidad, del autor. Después de esta experiencia, Flor de otoño sigue esando disponible para volver a ser estrenada.
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