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Al nuevo ministro de Cultura

La obligada reflexión del escritor sobre el medio cultural en el que engasta el quehacer y significación de su obra resulta de ordinario un ejercicio de resignación melancólica. La mediocridad del mundillo literario, la frecuente miseria intelectual y moral de sus gacetilleros y reseñadores, la promoción sistemática de lo trivial y anodino y el castigo no menos sistemático de lo perturbador y lo nuevo no son atributo exclusivo de nuestro país y nuestra época: los hallamos, con pocas variantes, en otros períodos y ámbitos culturales, caracterizados asimismo por un vergonzante conformismo estético y una satisfecha medianía ambiental. Escribir sobre el pasado con el lenguaje del pasado es siempre más fácil y rentable que abordar un presente ambiguo y contradictorio con el ambiguo y contradictorio lenguaje de hoy: ahora como antes y dentro como afuera, la incomprensión o menosprecio son a menudo para el escritor que innova y se sale de los caminos trillados la mejor garantía de su futuro.Mi experiencia de más de veinte años de vida cultural parisiense -altamente centralizada, como la nuestra, en torno a una serie de poderes editoriales, televisivos y periodísticos- me ha enseñado, gracias a la posición voluntariamente marginal asumida por mí frente a ella, que los vicios y lacras de que adolece son, aproximadamente, los mismos que emponzoñaron la vida al desdichado Flaubert. Quienes ocupan una porción, aun minúscula, de poder se sirven de ella para promover su obra y engrandecer su ego; los suplementos culturales de los diarios confunden lamentablemente el texto literario con el engendro editorial, apoyando casi siempre al último a expensas del primero; el libro que incurre en el defecto imperdonable (le no ser un producto de consumo instantáneo -de apuntar al lector futuro y, sobre todo, al relector atento en vez de hacerlo a ese ganapán apresurado o lelo cuya lectura es mero pleonasmo- sufrirá la vieja condena del agravio, la postergación o el silencio; los fantasmones del mundillo intelectual o artístico practican con idéntica desenvoltura que sus antecesores la regla elemental de la economía de trueque, iguales a los de un siglo atrás en "leur épicerie constitutive et leurs prétentions grotesques"; la zancadilla al vecino, el arte de trepar propio, el elogio en el que no cree ni quien lo da ni quien lo lee ni incluso quien lo recibe, la proclamación semanal de obras maestras caducas e inexportables, la fuerza visceral de los ataques a quienes no juegan el juego, la vanagloria ridícula de los supuestos inmortales, la algarada anual alrededor de unos premios habitualmente otorgados a nulidades y cuya concesión debiera ser conceptuada a veces -en razón de la ineptitud o venalidad del jurado- de injuria caracterizada al inocente vencedor y digna de ser denunciada por éste al juzgado de guardia más próximo, el sometimiento respetuoso del crítico al influjo de intereses inconfesables, configuran esa vida literaria parisiense desdeñosarnente ignorada en cambio por quienes se mantuvieron o mantienen fieles al único y verdadero compromiso del escritor: el devolver a la comunidad lingüística a la que pertenecen una lengua distinta de la que recibieron de ella en el momento de emprender su tarea, llámense Céline o Beckett, Genet o Michaux. Pero bien es verdad que, según apuntara amargamente Flaubert, "les prostituées, comme la France, ont toujours un faible pour les vieux farceurs": el espectáculo que observamos hoy es fundamentalmente idéntido al descrito por los cronistas un siglo atrás. Si alguna diferencia hay, es simple cuestión de matiz.

El gran cacique

Ese desconsolador panorama de santones intocables, desenfrenados arribistas y figurones telegénicos descrito con gracia y talento por Bernard Frank sería aproximadamente el nuestro si no fuera porque a los elementos reseñados -fruto del alto grado de centralización provinciana de la vida literaria francesa- se agrega, en nuestro caso, el pesado lastre heredado de 35 años de dictadura franquista y siete de transición: una estructura creada por los vencedores de la guerra civil para reglamentar las artes y letras con el objetivo prioritario de ahogar todo asomo de libertad y potenciar al máximo el conformismo.

Revistas de orientación, institutos de estudios, ministerio de información y turismo -esto es, para manipular la primera al servicio del segundo-, que, agregados a la hidra de cien cabezas de la cadena de Prensa del Movimiento y la radio y televisión estatales iban a crear una inmensa burocracia parasitaria fundada en el servilismo, arbitrariedad, corrupción, carrerismo, mentira institucionalizada: caldo de cultivo ideal de la tradicional picaresca hispana al servicio de una figura, ésta sí, inconfundiblemente nuestra. Pues del mismo modo que el Censor Padre instalado en El Pardo había propiciado la aparición de una nube de censores y autocensores sin necesidad de escalafón y plantilla, el gran cacique que gobernaba a España como si se tratara de su propio feudo secretaba también caciques y caciquillos en todos los ramos de la Administración, cuya bajeza e hipocresía eran sólo comparables a su ignorancia y soberbia. Recuerdo mi visita a uno de ellos, acompañado de mi abogado, en su vasto y confortable despacho del Ministerio, a raíz de mi insensata decisión de querellarme contra él por injurias.

El entonces omnímodo director general de Prensa -un filósofo que exhibía ufanamente la antorcha del glorioso pensamiento hispano en los foros y asambleas internacionales- me había mostrado el voluminoso legajo en el que figuraba mi expediente con las declaraciones hostiles al Régimen publicadas en la Prensa extranjera y, olvidando la autoría de los insultos y expresiones soeces acuñados por sus servicios para calificar mi bochornosa conducta, me anunció con sonrisa inefable que, la víspera, "había rezado fervorosamente por mí". Sorprendente declaración que, debo confesar, me hizo sonrojar hasta las orejas como si fuera un piropo y yo, el destinatario, una ingenua muchacha quinceañera.

Esos caciques culturales -verdaderos vientres sentados, según la mordaz expresion de Cernuda- medraban en los puestos de mando de los periódicos y revistas, institutos y ateneos, cadenas de radio y programas televisivos, disfrutando de inmunidades y prebendas, honores y privilegios. Fieles a la línea dictada por el Padre, habían trazado un cuadro divisorio de sus colegas, clasificándolos, como en una película del far west, en buenos y malos. Los primeros podían gozar de las migajas del poder, del libre acceso a los medios informativos, de premios, sinecuras, corresponsalías y otros enchufes rentables, e incluso, según el grado de flexibilidad de su espalda al inclinarse, de una carrera en el cacicazgo a la sombra y amparo de sus jefes. Los segundos estábamos condenados al exilio, la marginación y el silencio; a soportar, con paciencia de Job, nuestro ninguneo y los ataques de los vivales y chupatintas en las páginas de Arriba, Pueblo o El Español.

Murió el Cacique Padre, y en los años que siguieron al, para ellos, infausto acontecimiento, nuestros caciques culturales se

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pusieron al día: cambiaron de talante y modales, suprimieron los rasgos más llamativos y vulnerables de su anterior tesitura, manifestaron una inesperada vocación de aperturismo y diálogo, acogieron con la misma sonrisa inefable de antes a las ovejas descarriadas en sus programas y suplementos, mostraron que no nos guardaban rencor alguno, admitieron en su nómina a un puñado de jóvenes avispados y ansiosos de hacer carrera y, gracias a una sabia y prudente combinación de todo ello, permanecieron incrustados en los asientos de sus despachos -en estrecha simbiosis con ellos- con la flamante etiqueta de demócratas y liberales de toda la vida.

Consejeros áulicos

El interregno de la difunta UCD fue así, a la vez, en lo que a la cultura oficial se refiere, una verdadera corte de los milagros abierta a los miraculés de l'Ancien Régime y una almáciga de caciques de nuevo cuño, dispuestos a todo, absolutamente a todo, con tal de robar luz, acaparar parcelas o parcelillas de poder y trepar a los peldaños del escalafón más elevados. Mientras antiguos y notorios apagadores culturales eran promovidos a los puestos de mayor responsabilidad e incluso, como Ricardo de la Cierva, al de ministro del ramo, los caciques nuevos y viejos, en implacable lucha a codazos cuando no a la rebatiña, medraban en las estratosferas con el disfraz de consejeros áulicos, acumulaban laureles y cargos, distribuían recompensas y premios a cambio de leales servicios, cultivaban la amistad y vanagloria de santones non sanctos, ingresaban de bracete con éstos en la categoría de figurones telegénicos, redondeaban y henchían su ego como un odre o botijo de serenar. Los defectos inherentes a todo mundillo literario centralizado se potenciaban así al máximo: lo que en Francia se disimulaba con velos y cortesía, aparecía entre nosotros con crudeza, cinismo y brutalidad.

A quienes, como yo, por razones de distancia y temperamento, tenemos el privilegio de contemplar el correcorre o corrida desde la barrera, el interregno ucedista nos ha deparado estampas castizas inolvidables: distribuciones de ayuda a revistas que -tras omitir cuidadosamente, según me consta, a la única en que me apetece colaborar por su exigencia intelectual y riguroso espíritu de independencia- se utilizaban en realidad para perpetuar los chollos creados por el régimen anterior, aunque las publicaciones que servían de tapadera a aquéllos fueran absolutamente inexportables e incluso invendibles a causa de su probada anemia y esterilidad; irresistible ascensión de audaces programadores culturales, especialistas en el arte del pluriempleo y de ese viaje en jet por toda la rosa de los vientos consustancial con su amor a los congresos e inmoderada afición al güisqui; coloquios no sé si mundiales o interplanetarios de poesía, pagados por el erario público ad majorem auctoris gloriam,- o -last, but not least- la reciente concesión del Premio Cervantes, no al autor de Marinero en tierra -o Sobre los ángeles, ni a intelectuales del historial y estatura de María Zambrano o de Bergamín, sino a un poeta de un orden inconmesurablemente inferior a éstos, en pago, quizá, a su carrera ejemplar en diferentes institutos y organismos públicos.

La herencia y la esperanza

La situación heradada por la Administración socialista es la de un reino de corrupción, compadreo, alcaldada, picaresca, favoritismo. De apoyo descarado a lo comercial y ramplón y postergación de lo innovador y provocativo. De régimen discriminatorio a los antiguos malos y ayuda a los buenos de viejo y nuevo cuño. De promoción empalagosa de ciertos figurones y escamoteo de quienes, con su trabajo silencioso y modesto, aseguran pacientemente el futuro y dignidad de nuestra literatura.

No se trata ahora de sustituir un favoritismo con otro ni de propiciar la instalación de nuevos caciques -tampoco de aumentar la ya ponderosa y asfixiante burocracia-, sino de algo más sutil y discreto: combatir esa entretenida inapetencia cultural del público, que, si atendemos a los índices oficiales de lectura, convierte incluso a los Vizcaíno Casas en autores de minorías; poner los medios de comunicación de masas al servicio,de la creación literaria y artística sin otros criterios que los del rigor y la calidad; defender al texto literario frente al producto editorial, al pequeño editor que apuesta por lo inventivo y estimulante frente al rodillo compresor anestésico de las multinacionales del libro; compensar la tradicional bipolaridad madrileño-barcelonesa con una ayuda generosa y desinteresada a las iniciativas procedentes de todos los puntos de la Península; recortar los abusos de poder y los privilegios con una gestión eficaz, ágil, transparente y ligera; actuar, en fin, de la mejor manera, sin intromisiones ni pesadez burocráticas, con delicadeza e invisibilidad.

Por primera vez en casi medio siglo, la cultura española tiene razones para esperar algo del nuevo Gobierno.

Las medidas que éste adopte en los próximos meses nos indicarán si se ha sabido mostrar digno de tal esperanza o, arrastrado por el plúmbeo lastre de ayer, se limitará a actualizar el consabido expediente de lo que Julián Ríos llamaría borrón y cuento nuevo.

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