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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Regionalización de inversiones públicas

El reconocimiento de las comunidades como agentes inversores no ofrece duda, pues conforme al título VIII de la Constitución, las competencias que pueden asumir, y que de hecho han asumido en los estatutos de autonomía, exigen en muchos casos disponibilidades de capital si se quiere dar un contenido real a las mismas y mantener un nivel aceptable de cumplimiento. Y así fue reconocido por la ley orgánica de Financiación de las Comunidades (LOFCA), que vincula las cantidades conseguidas a crédito a sus gastos de inversión y precisa que el Fondo de Compensación opera a través de transferencias a los entes regionales, que se ocuparán de realizar los proyectos dando cuenta anual a las Cortes. Recordemos, además, que cuando la LOFCA asegura la financiación de los servicios transferidos, ordena que se tengan en cuenta sus costes directos e indirectos y los gastos de inversión que correspondan, lo que supone un primer núcleo de inversiones que habrán de ser realizadas por las comunidades.No obstante, puede pensarse que nada de lo anterior garantiza una auténtica regionalización de inversiones, en el sentido de que éstas sirvan de instrumento para superar los desequilibrios territoriales.

En primer lugar, las comunidades tienen lógicamente una capacidad de endeudamiento inversamente proporcional al nivel de desarrollo económico de su territorio, y en cualquier caso, dado que no disponen de patrimonio ni de sistema fiscal propio, al menos por ahora, será difícil que les sean concedidos créditos en cuantía significativa. Endeudarse es cosa de ricos.

En segundo lugar, cuando el Estado garantiza el dinero necesario para pagar los servicios transferidos, lo hace al coste efectivo de los mismos en cada región; es decir, sin variar el nivel a que tales servicios se vienen prestando y sin corregir, por tanto, las actuales desigualdades. Los gastos de inversión por este concepto se limitan sólo a mantener y reponer la dotación de capital, y no a financiar nuevas inversiones. A cada uno, pues, se le dará según lo que tiene.

En tercer lugar, el Fondo, que reparte entre las comunidades una importante cantidad de inversión pública nueva en función de indicadores económicos como forma de materializar el principio de solidaridad, ha despertado sospechas. Y así, algunos autores (F. Fernández y A. López Nieto, sobre todo) insisten en que se trata de puro nominalismo financiero y no de un verdadero mecanismo de distribución territorial del dinero público, porque, hablando con claridad, puede reducirse a una forma de presentación regionalizada de proyectos que, en cualquier caso, se hubieran realizado (cosa que pasó en buena medida con el Fondo de Acción Urgente de 1979), y, además, nada garantiza que el resto de las inversiones públicas no neutralicen los efectos del Fondo, pues hasta ahora las normas legales se limitan a decir que se inspirarán también en el principio de solidaridad, lo cual es decir bastante poco. ¿Se dará por un lado lo que se quita por otro?

Conviene tener en cuenta estos razonamientos, entre otras cosas, para estar advertidos de posibles vías de incumplimiento de los preceptos constitucionales. Pero no creo que sean válidos con tal contundencia. Las emisiones de deuda pueden aportar cantidades suficientes para que las comunidades emprendan programas de inversión de cierta entidad, y aun reconociendo la diferente capacidad de endeudamiento, no es difícil que las entidades financieras acudan a la suscripción de títulos para cubrir los coeficientes obligatorios, asegurándose así un cierto éxito de la operación en todos los territorios.

En cuanto a la inversión vinculada a los servicios transferidos, no se limita estrictamente a su mantenimiento, pues algún estatuto, como el de Andalucía, ha conseguido en el período transitorio que se tengan en cuenta las circunstancias socioeconómicas de la región, y que a la hora de valorar el importe de las transferencias se incluyan asignaciones complementarias para mejorar el nivel de servicios, que financiarán, por tanto, inversiones nuevas con criterios de reasignación territorial equitativa de los recursos. Esta es la función de las asignaciones presupuestarias previstas por la propia Constitución.

Por último, en relación con el posible nominalismo del Fondo, las limitaciones de la regulación actual son evidentes, pero me resisto a creer que en el nuevo marco político el sistema pueda llegar a ese grado de malignidad, pues podrá impedirlo el propio peso político de los entes regionales y las exigencias y transparencias del procedimiento de adopción de decisiones en un contexto democrático.

¿Catedrales en el desierto?

Así pues es razonable pensar que, al menos por las vías indicadas, habrá regionalización de inversiones en el sentido sustancial del término, que significará al mismo tiempo una cierta descentralización de las decisiones sobre gasto público. Y aquí conviene revisar un argumento que he oído formular en repetidas ocasiones contra esa regionalización.

Se dice que hay que exigir a las inversiones públicas la máxima rentabilidad, dado que el dinero es escaso. Y como resulta que la inversión es rentable en función del proyecto y del medio económico en que éste va a realizarse, la conclusión es que deben canalizarse los fondos hacia los territorios más desarrollados, cuyas economías externas y características generales se traducen en una mayor tasa de rentabilidad. A esta lógica obedecen los procesos de concentración del capital privado.

Pero, tratándose del sector público, hemos de saber que acabarán repercutiendo sobre el mismo el coste de esos procesos de concentración, que provocan multitud de problemas, y entre ellos, el coste futuro de la lucha contra los desequilibrios regionales. Como se dice en un bárbaro lenguaje, la concentración produce una serie de externalidades que las unidades económicas no internalizan, con el consiguiente saneamiento de sus cuentas de resultados y la obligación de asumirlas por parte del Estado. En este sentido, el equilibrio territorial de una nación es en sí mismo una operación económica. No se trata de construir catedrales en el desierto, sino de evitar la desertización para no afrontar los altos costes públicos de la aglomeración en la franja habitada.

Tal vez convenga recordar que las regiones que hoy disfrutan de mayor nivel económico lo deben también, junto a su propio esfuerzo, a inversiones que se hicieron en el pasado, no por rentabilidad económica, sino por decisiones políticas, a veces no tan razonables como los principios constitucionales actuales, y por una canalización obligatoria de fondos que les benefició claramente. Al decir esto, no añoro el pasado, sino que reclamo solidaridad, pues debemos ser conscientes de las obligaciones que hemos contraído unos con otros en este país.

Además, las cosas no se reducen a la perspectiva económica. ¿Debe prevalecer la cuantía de la tasa de rentabilidad sobre cualquier otro tipo de consideraciones? Evidentemente, no. Y esto es lo que se quiere decir cuando se habla de rentabilidad social, concepto ambiguo con el que se pretende expresar todo lo que no puede cuantificarse en términos económicos, y que hay que manejar con cuidado, porque, si en nombre de la rentabilidad social realizamos inversiones ruinosas, iremos inevitablemente a la ruina.

Lo que sucede es que más allá de la rentabilidad económica hay otros valores que pretenden construir una sociedad más justa. Esa finalidad persiguen los principios constitucionales sobre equilibrio territorial y solidaridad regional, que trascienden al razonamiento económico, aunque no son ajenos al mismo, y que deben ser tenidos en cuenta no para justificar inversiones ruinosas, sino para llevar a cabo intervenciones correctoras de premisas y resultados del sistema económico. Estos principios deben condicionar, ante todo, las decisiones del poder público. La Constitución exige eficiencia y economía en el gasto, pero también asignación equitativa de los recursos. Por ello, no es válida la simple comparación de tasas de rentabilidad del capital según su posible empleo en uno u otro territorio.

Quede claro que, con independencia de las críticas que pueden hacerse a los actuales mecanismos, la regionalización de inversiones públicas es un hecho constitucional que ha de traducirse en transferencias de fondos a las regiones en función de su situación socioeconómica. De modo que supone un nuevo comportamiento del sector público que parece razonable desde un punto de vista económico, necesario desde la perspectiva político-jurídica y susceptible de control efectivo en una sociedad democrática.

Javier Lasarte es catedrático de Derecho Financiero y Tributario en la Universidad de Granada.

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