La muerte dulce
UN ESPELUZNANTE hecho cultural y científico acaba de producirse en Estados Unidos: un condenado a muerte ha sido ejecutado mediante una inyección de pentotal; aplicada por vía intravenosa, acabó con su vida -dicen con la satisfacción del gran hallazgo- en pocos segundos. El día antes, un médico -largo progreso desde una tradición que inició Hipócrates, aunque en los albores de esta civílización no se podía prever el lúcido desarrollo de una ciencia que podía servir también para matar; ya los médicos alemanes de las SS dieron un paso de gigantes en esa dirección- comprobó el estado de las venas del negro Charles Brook y lo encontró satisfactorio para el pinchazo; también estimó que su salud era perfecta para la respuesta final al thipental sódico, que otros científicos han preparado tras mucho tiempo de estudio.Lo más interesante de esta experiencia, que, sin duda, tiene un gran futuro (lo han aceptado ya la mayor parte de los Estados de la Unión, aunque uno de ellos, Idaho, va a tener preparado siempre un pelotón de fusilamiento, por si la ciencia fallase), es su valor filosófico. Como es sabido, la pena de muerte se ha venido aplicando por sistemas francamente primitivos y hasta brutales: garrote, horca, fusilamiento, silla eléctrica. El primer paso adelante lo dio precisamente un médico, el doctor GuiIlotine, quien con su brillante artilugio trató de evitar lo que se llaman sufrimientos: lo hizo muy oportunamente, porque, algo más tarde, fue él mismo guillotinado, y es de suponer que agradecería en aquel instante a la diosa Razón -entronizada por entonces- haberle dado tan magnífica inspiración. La descripción de las muertes por los distintos sistemas empleados hasta ahora ha sido uno de los factores más utilizados por los enemigos de la pena de muerte, que han conseguido en gran parte del mundo civilizado su abolición. La acumulación cultural y científica propia de un país que va a la cabeza de nuestra civilización ha llegado a esta finura filosófica de la posibilidad de llegar al mismo fin -es decir, la extinción de la vida del condenado- por un medio infinitamente más elegante, más contemporáneo, como es la inyección intravenosa. El paciente se tiende en una cama junto a un enrejado metálico, que tiene por objeto evitarle la vista del verdugo y éste pincha e inyecta. Mata dulcemente. En algunos Estados, donde la conciencia puritana parece ser mayor, se tiene previsto que haya tres posibles verdugos: dos pinchan con placebos; uno, con el verdadero thipental sódico. Ninguno de ellos sabe qué inyección tiene en su mano, si la auténtica o las falsas; por tanto, todos pueden tener un recurso para su conciencia, tratada en esta ocasión como un ente impalpable y delicado al que hay que dar el lugar que merece en nuestra sociedad. La realidad es sin embargo menos delicada que el método que comentamos. Sólo en el Estado de Texas -donde este suceso histórico acaba de producirse- hay otros 160 condenados a muerte esperando su inyección. Se dice que algunos con gran impaciencia, hartos de esperar la incertidumbre del indulto o de los largos trámites que, para garantía de los condenados, tiene prevista la legislación de Estados Unidos. Terminan pidiendo que se les mate cuanto antes.
Al mismo tiempo ha habido enormes protestas en todo el país contra la pena de muerte y contra el procedimiento. Es preciso sumarse a ellas. Por aséptico que sea el método de matar, el hecho mismo de hacerlo es un acto repugnante. Se ha escrito demasiado sobre la intulidad de la pena capital a la hora de reprimir la delincuencia y no merece quizá la pena insistir en ello en un país en el que como el nuestro ha sido felizmente abolida. Pero sí que es preclso señalar que la limpieza de actuación que el sistema de las-jeringuillas y de la muerte dulce puede sugerir a algunos, nos parece a muchos aún más tenebroso lúgubre y gris que la misma horca. Y una burla y una ofensa para los progresos científicos y para la profesión de médico, cuyo juramento hipocrático ha sido una vez más pisoteado.
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