Cuando Occidente se burla de Occidente
Plauto era más bien grosero, más bien obsceno, en un teatro que se suele fijar aproximadamente hacia el año 250 antes de nuestra era. Dicen los eruditos que tomaba sus obras de los griegos -de la nueva comedia- reelaborados, vueltos a inventar, descoyuntados; que sus manuscritos fueron ya deformados en la representación y, después, por los copistas, los imitadores.Dicen -esta vez, los latinistas- que su lenguaje era asombrosamente brillante; un latín como líquido, alegre, lleno de neologismos, que unas veces inventaba él y otras recogía del lenguaje coloquial, pero sin perder la elegancia. La línea Plauto -o la de la nueva comedia a través de Plauto, o la de sus imitadores- ha llegado prácticamente a nuestros días en el teatro: las identidades confundidas; los "cornudos, apaleados y contentos", y el juego de las contradicciones: valentón-cobarde, casta-ardiente, omnipotentes-impotentes. Los resortes de la risa.
El Plauto, de Carlos Trías
Música: José Páez. Intérpretes: Grupo Cero, de Madrid, con Enrique Pérez, Alejandro Creste, Nieves Botella, Chete Lera, Isabel Vargas, Aurora Montero, Pepo Oliva, Manolo Melgarejo, Sixto Cid, Manolo Prieto y David Fernández. Vestuario, máscaras y dirección: Roberto Villanueva.Local de estreno: Sala Olimpia (Muestra de teatro de compañías estables e independientes del Centro Dramático Nacional), 6 de diciembre.
Está bien que sobre estas superposiciones, transmisiones, copias, invenciones y tradiciones que llamamos Plauto el escritor catalán Carlos Trías, que tiene su talento propio para el lenguaje, haya superpuesto la suya. El Plauto, escrito por él hacia el año 1970, es prácticamente un happening, una continua, movediza, saltarina fiesta, en la que deriva las situaciones originales hasta el absurdo y hasta extrae pequeñas gemas filosóficas / cómicas sobre el ser / no ser, sobre la duda de la propia identidad.
Es un idioma castellano bello y travieso. Sin embargo, entre él y el director de escena, Roberto Villanueva (que montó esta obra en Buenos Aires con "mucho más barroquismo", según dice él), operan un par de contradicciones que, a mi juicio, perjudican el espectáculo: por una parte, una moderación, un embridamiento del happening: diríamos que una especie de pudor; por otra, una longitud excesiva y sin descanso -excesiva para la paciencia de hoy- que produce un cierto cansancio.
Contradicciones
Dicho de otro modo: ganaría con más intensidad y menos extensión. Esto es perceptible a pesar de la velocidad del diálogo, de la vivacidad (le la interpretación que ha conseguido imponer el director Villanueva. Queda en pie el desparpajo, el desenfado con el que algunas veces, cuando es inteligente, Occidente se burla de Occidente, de las cáscaras huecas de sus dioses, del énfasis de su tersura social bajo la cual aparece el elemento contrario, de sus gloriosas instituciones y caracteres.Hay una reminiscencia de todo ello en el teatro español del Siglo de Oro, con los criados graciosos que dan el contrapunto de la realidad al ensueño de la sociedad perfecta y teocrática; las circunstancias de la época no daban más de sí para la transgresión. En El Plauto son precisamente los esclavos los que conducen la acción, los que toman la figura del destino y urden nada menos que la caída y la resurrección -en forma de monstruo- del dios Zeus (Zeus muerto y revivido en forma de disparate no es una de las menores bromas filosóficas de la obra).
La interpretación, por tanto, reposa en estos actores que hacen el papel de esclavos / dueños; especialmente, en Nieves Botella y Enrique Pérez, los dos con Alejandro Creste. La bella es un joven cuerpo un poco tonto (Aurora Moreno); el amante definitivamente tonto y lírico es Manolo Melgarejo; Sixto Cid desempeña dos papeles, como Chete Lera, y consigue muy bien las diferenciaciones. Pepo Oliva trasciende su miles gloriosus y representa también al viejo surero; Flavia, la vieja lasciva, la interpreta Isabel Vargas. David Fernández, sin palabra, responde bien a la expresión corporal, y Manolo Prieto sale de la orquestina para decir algunas palabras. La música de José Páez es, como todo en la dirección y en la obra, contenida y pudorosa: no se atreve a ir muy lejos en los anacronismos.
En todo ello hay esa falta de rigor propia del teatro no profesional: la falta de cuidado en la entonación, en la eficacia del gesto y la colocación de la frase; se tiene a cambio una espontaneidad -aunque se ve muy trabajada-, una ingenuidad, un espíritu de equipo, que son virtudes considerables.
El espacio es sencillo; las luces, parcas; las máscaras y el vestuario, estéticas. Con todo ello se consigue un espectáculo inteligente, brioso, que despierta risas venidas de la antigüedad y no extinguidas nunca, y se premia con aplausos en algunos momentos y en el final. Más entrado en nuestro tiempo, más libre y más breve, podría haber sido un acontecimiento.
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