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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El comienzo del debate de investidura

LA CONSTITUCION española, al regular los trámites para la investidura del presidente del Gobierno, establece que el candidato propuesto por el Rey "expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar" y solicitará la confianza de la Cámara. Felipe González, con el respaldo de 202 diputados y casi diez millones de votos, cumplió ayer la primera parte de ese requisito, que será completado hoy con las intervenciones de los portavoces de los partidos representados en el Congreso y con las réplicas del candidato. La vaguedad de la expresión programa político y la falta de usos parlamentarios consolidados impide juzgar la exposición del secretario general del PSOE con arreglo a pautas formales o consuetudinarias y abre un amplísimo espacio para valorar la congruencia de su intervención respecto a las exigencias jurídico-constitucionales en la designación del jefe del poder ejecutivo. Digamos, no obstante, que el discurso de Felipe González, aparte de cubrir un trámite ineludible para su investidura como presidente del Gobierno, decidida de antemano gracias a la cómoda mayoría socialista en el Congreso, puede ser enjuiciado desde otras perspectivas diferentes y complementarias.La circunstancia de que las palabras del secretario general del PSOE fueran transmitidas en directo por Televisión Española y por varias emisoras de radio hacía inexcusable que el candidato se planteara la cuestión del auditorio al que se dirigía. Una intervención parlamentaria ante 350 diputados difícilmente puede tener los mismos contenidos y formas expresivas que un discurso destinado a millones de ciudadanos. Posiblemente Felipe González, consciente de ese dilema, trató de llegar a una fórmula intermedia. El acortamiento de la duración del discurso y el aligeramiento de su contenido técnico buscaron seguramente el objetivo de no abrumar a los oyentes situados extramuros del Congreso. Al tiempo, el apretado resumen del programa electoral del PSOE y el inventario de los problemas pendientes aspiraron, de ser correcta esa hipótesis, a instalar dentro del hemiciclo los temas básicos para la discusión posterior. Partiendo de que sobre gustos hay mucho escrito pero ningún canon vinculante, no parece aventurada la opinión de que el candidato no acertó en su propósito de conciliar las necesidades de los dos diferentes auditorios y pronunció un discurso decepcionante para buena parte de los ciudadanos e insuficiente como punto de arranque de un auténtico debate parlamentario.

Felipe González transmitió con enorme eficacia, durante su campaña electoral, un mensaje de esperanza en las posibilidades del cambio político. Ayer, su lenguaje y su expresividad, quizá lastrados por la servidumbre de la lectura de un texto, estuvieron peligrosamente próximos a esa rutinaria burocratización del idioma político que tiende a difuminar los matices, equiparar los contenidos y embotar las propuestas. La impresión de autenticidad en los sentimientos y de vigor en las motivaciones que suelen caracterizar las intervenciones del líder socialista, tanto en los mítines populares como en las improvisaciones parlamentarias, fueron sacrificadas ayer, sin provecho para nadie, a la idea de que los hombres de Estado, tribu en sí misma de localización incierta, deben ser circunspectos, graves y abstrusos. Una parte significativa de los diez millones de ciudadanos que dieron su voto a Felipe González tuvo probablemente dificultades para reconocerse en su figura y para superponer la imagen del líder que les pidió sus sufragios en el mes de octubre con el político que se dispone, en el mes de diciembre, a ocupar la presidencia del Gobierno. Se nos dirá que una campaña electoral no es lo mismo que un discurso de investidura. Pero el cambio tal vez debiera comenzar precisamente por modificar las convenciones artificiales y oxidadas, heredadas de una cultura estatal basada en la hermética separación entre gobernantes y gobernados, y por incorporar al lenguaje y a la comunicación no verbal de los políticos los elementos necesarios para que las palabras no suenen hueras, los sustantivos no se emparejen inercialmente con los adjetivos de ritual y el desarrollo de los discursos no persiga fundamentalmente orillar los problemas, rehuir las definiciones y esconder el pensamiento.

Para mayor paradoja, Felipe González, que ayer vistió chaqueta cruzada y eligió un estilo oratorio inhabitual en sus comparecencias públicas, es un líder dotado de enorme prestigio político y considerable autoridad ética precisamente por su demostrada capacidad para sintonizar con la sensibilidad de los ciudadanos y comunicarles sus propuestas. De su mensaje a la sociedad, transmitido por la vía indirecta de su intervención ante el Congreso, cabe concluir que siguen totalmente en pie sus anteriores llamamientos para que la sociedad española se movilice en pos de objetivos regeneracionistas tales como la moralización de la convivencia nacional, la reforma de la Administración pública, la participación de los ciudadanos en las decisiones del Estado, la solidaridad con los marginados y con los principales afectados por la crisis económica, la edificación de la seguridad ciudadana sobre las libertades públicas, los objetivos igualitarios en educación y cultura, la redistribución de los ingresos a través de las prestaciones sociales, etc. La referencia a la austeridad y a los sacrificios no hizo más que hacer explícita una idea subyacente a toda su campaña electoral. Sin embargo, hay mensajes cuyos contenidos son indisociables de sus formas de expresión y que no toleran la ausencia de tensión emocional en la manera de hacerlos llegar a sus destinatarios. Felipe González no acertó ayer a pedir a sus compatriotas con la necesaria convicción los esfuerzos y los trabajos que su programa de regeneración exige.

Pero si el desmayado discurso del líder socialista pudo enfriar parcialmente, de puertas hacia afuera, las expectativas de los grupos y sectores sociales movilizados para el cambio durante la campaña electoral, tampoco la intervención del candidato dio satisfacción, dentro del hemiciclo, a otras demandas específicamente parlamentarias. No es descartable que el debate de hoy cubra satisfactoriamente parte de esas lagunas y que incluso Felipe González haya ideado intencionadamente la estrategia de reservar el desarrollo de las precisiones y las cuestiones de política sectorial para sus réplicas parlamentarias. Sin embargo, parecería como si el hombre que desde mañana será presidente del Gobierno no hubiera terminado de convencerse de que ha ganado las elecciones, con diez millones de votos y una desahogada mayoría en las Cortes Generales, y que las inconcreciones y vaguedades en la formulación pública de sus proyectos carecen ya de la utilidad secundaria de no ahuyentar voluntades y sumar sufragios. No hay razón alguna para que el inminente jefe del poder ejecutivo no exponga con claridad y rotundidad el calendario y las prioridades de su programa de gobierno, no concrete la propuesta de un nuevo pacto autonómico (esbozada ayer vagamente) con las minorías vasca y catalana o no exteriorice sus criterios acerca del referéndum sobre la entrada de España en la OTAN o la ratificación de los pactos militares con Estados Unidos. La imagen de las ventanas abiertas que tanto prodigaron los socialistas durante su campaña electoral fue sustituida ayer por la metáfora opuesta de los postigos echados y las habitaciones cerradas con llave. Confiemos que el debate (le hoy introduzca luz y aire fresco a raudales en el hemiciclo del Congreso y que Felipe González vuelva a encontrar, ante los millones de ciudadanos que le escucharán a través de la radio y la televisión, su característica forma, ayer extraviada, de concebir la política y de hacer llegar a los españoles sus ideas y sus emociones.

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