La frustración del agricultor, la muerte de la tierra
Si hubiera que definir con una palabra el sentimiento dominante entre nuestros agricultores, esa palabra sería frustración. Tradicionalmente el agricultor había encontrado su sentido, frente a la marginación económica y social, en su trabajo claro y directo, en su íntima relación con la tierra y el fruto de ella y de sus desvelos: la calidad de sus cosechas. Pero desde hace cincuenta años, y procedentes de sectores industriales, se han extendido por los campos las llamadas a la productividad. Más producción y más beneficios a costa de la muerte de la tierra.Grandes dosis de fertilizantes sintéticos; grandes máquinas especializadas, complicadas, costosas, rentables sólo en monocultivos; variedades nuevas, híbridos adaptados a los nuevos fertilizantes y un amplísimo abanico de fitosanitarios dispuestos a solucionar los problemas a esas nuevas plantas.
Los rendimientos estancados, los costes creciendo. Y se tira la mitad de una cosecha y se gana más (o se pierde menos) que recogiéndola toda. Y se dejan pudrir frutos en el campo porque su precio sería menor que el coste de la recolección. Y aún la cantilena del hambre en el mundo y la falta de alimentos. Las proteínas se despilfarran aún en los países subdesarrollados.
Se elaboran y practican revoluciones agrícolas para producir café o flores en el Tercer Mundo y enviarlas por avión a Occidente, mientras la población depende para subsistir de importaciones primarias procedentes de los países benefactores.
Y la tierra, los ríos, los mares y el aire se van envenenando con los residuos de miles de tóxicos empleados en la quimicultura.
Un cambio de actitud
Estos planteamientos han propiciado ya la ruina de muchos pequeños propietarios, y el consiguiente éxodo de éstos y los jornaleros desempleados por la industrialización.
Es necesaria, ahora ya, una evolución en la actitud de cada agricultor. No más interminables discusiones para mantener el estado de cosas. Un cambio de actitud basado en lo esencial del agricultor, su estima profesional, su responsabilidad por la tierra que cultiva y los frutos que produce.
El suelo necesita fertilización orgánica: abonos verdes, estiércol y residuos urbanos fermentados, algas, minerales naturales,. etcétera.
La diversificación de las producciones es tan rentable como el monocultivo, más segura y además enriquece el suelo y hace innecesario el barbecho.
Cada tierra y cada clima tienen características propias, en las que determinadas variedades crecen mejor que otras; esto es fruto de una evolución de miles de años, y es mejor favorecerla que contradecirla. Las variedades autóctonas son más sanas y más resistentes a los parásitos.
Estas consideraciones se integran en una técnica agrícola armónica, equilibrada, poco costosa y nada peligrosa que no depende de instancias exteriores. Esto es agricultura. Hoy, en España, hay ya experiencias suficientes para probar la viabilidad de estos métodos.
Los beneficios son patentes: aumento de la materia orgánica en el suelo, más rico en microorganismos, con una mayor capacidad de retención de agua; los problemas de parasitismo y enfermedades, insignificantes; producciones al nivel de las industrializadas, menos inversión y buena rentabilidad.
La calidad de estos productos los sitúa en primer plano en cuanto a cotización en el mercado nacional, y el mercado exterior está más abierto a aceptar productos de esta calidad biológica que cualquier otro, incluyendo las producciones tempranas o exóticas.
El agricultor encuentra, además de la satisfacción de un trabajo fecundo, una recompensa económica que le permite una vida digna y la garantía de poder dejar a sus hijos una tierra fértil y productiva.
Cuando una máquina sustituye el esfuerzo de uno o varios hombres, éstos pueden mantener las características y calidad originales del producto si conocen su elaboración artesanal, que es lo que la máquina hace por ellos.
En máquinas de mediana automatización pueden aún intervenir en el proceso adaptando la mecánica ante eventuales variaciones de materias primas u otros factores.
Cuando se trata de sustituir masivamente al operario, automatizando al máximo, se hace precisa la homogeneización de las materias primas que asegure el funcionamiento sin alteraciones de las máquinas, y las posibilidades de intervención humana se eliminan.
Las materias primas agrícolas no tienen, naturalmente, la homogeneidad ni la estabilidad requeridas. Se refinan, es decir, se las priva de todo lo que, viviente, es capaz de transformarse.
El operario pierde en una o dos generaciones el conocimiento del proceso artesanal y pasa a atender a las máquinas mismas, ajeno a los procesos originales que han de reproducir; estos procesos se van adaptando a la maquinaria a la inversa del principio en que la máquina estaba al servicio de la operación.
Las dificultades mecánicas se resuelven con más alteraciones (refinados) del producto básico o con aditivos que faciliten el tránsito industrial.
Las altas producciones precisas para rentabilizar la industrialización añaden necesidades de almacenamiento, es decir, conservación, lo cual requiere nuevas adiciones o extracciones.
Esto produce una alimentación sistemáticamente carente de determinados elementos presentes en la composición original de los alimentos y precisos al organismo humano, mientras que somete a éste a dosis incontrolables, al menos a largo plazo, de miles de productos artificiales de dudosa asimilación.
Por esto hoy el auge de un nuevo tipo de industria alimentaria, la de los dietéticos, que vienen a suplir las carencias que se van mostrando en los alimentos convencionales.
Propuestaf agrícola actual
Si la propuesta agrícola actual es la producción de unos frutos íntegros, de calidad y descontaminados es necesario el ensamblaje de aquella fase de la producción con la industrial en el mismo ánimo.
Para la calidad final del producto, el proceso industrial tiene que respetar sus materias primas, dándoles un tratamiento adaptado a sus características y posibles variaciones. Para ello es preciso el conocimiento artesanal, para el cual la máquina es una ayuda y no una imposición.
La industria alimentaria tiene que encontrar en cada caso las dimensiones precisas no en función de cálculos exclusivamente productivistas y crematísticos, sino en el respeto a la calidad de su producción.
Ello traerá, inevitablemente, un acercamiento de esta industria a los lugares de producción de las primeras materias, evitando la concentración y facilitando la instalación de empresas integradas en cada zona que acorten el ciclo de producción y distribución hasta el consumidor.
Para que esto sea posible es preciso un consumidor más exigente, menos conformista. Dispuesto a pagar, pero no la propaganda, sino la calidad. Que exija garantías y no se entregue ante el fraude o la falsificación. Que ante la situación actual se informe y seleccione y no mantenga a tramposos. Es difícil decirle al ajetreado ciudadano de nuestras urbes que se dedique a investigar sobre la calidad y el origen de sus alimentos, y, sin embargo, le va la salud en ello.
No hace mucho, los dependientes de los colmados podían informar a sus clientes de la procedencia de sus garbanzos o lechugas a través del mayorista a quien las compraban, y del consumidor al productor existía una cadena que trasladaba la aceptación o el rechazo en base a la selección del comprador final.
El detallista, actualmente, y no hablemos de los hipermercados, no puede informar de la multitud de marcas que vende y todo seria al azar o a la propaganda. Tal situación no es satisfactoria, y el consumidor puede cambiarla. Sólo él, en último término, tiene la clave para imponer este cambio.
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