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La 'Esther' catalana

Es un hecho, sin duda lamentable, que las polémicas de la cultura catalana constituyen una exótica batalla para el resto del Estado, tal es el conocimiento en que se continúa teniendo a esta cultura y a sus miembros más conspicuos. Y no la excusa, seguramente, otro hecho que algún intelectual castellano calificaría como de "consumo interior". Es decir, que las polémicas de la cultura catalana también resulten exóticas, privadas, casi secretas dentro de la misma Cataluña. La situación se hizo más remarcable todavía cuando, en medio del cafarnaum de los Mundiales, el Teatre Lliure presentó un montaje que me atrevería a encontrar sublime: la Primera Història d'Esther, de Espriu.Lo comentábamos con su director, Lluís Pasqual en aauel momento y ante algún condimento trufado. El silencio del mundo cultural barcelonés resultaba estándaloso, dados los antecedentes. Máxime cuando los dictadores culturales nos habían venido macacando durante años que la Esther era la obra teatral nacional por excelencía. Otros dictadores culturales dictaron funambulesca ley que la Esther propuesta por el señor Ricard Salvat era el modelo canónico por antonomasia. Y por lo menos dos generaciones de actores tienen a gala en sus cunicwa haber actuado en la Esther o la Ronda de mort a Sinera, haciendo, por lo menos, de esqueleto. Al mismo tiempo, el flamante Centre Dramàtic de Catalunya había sido, por fin, generoso como para ceder su espacio a Espriu. Para rematar el pastel cultural estaba el prestigio del Lliure y la lógica curiosidad por comprobar si el no menos prestigioso hinomio Pascual-Puigserver podía reproponer a través de una nueva sensibilidad un texto que, desde su prestigio decretado y su prestigio real, lo estaba pidiendo a gritos.

Quizá la mezcía y colisión de todos estos ingredíentes, algunos de ellos ya legendarios. no despertase siquiera un ápice de polémica, un enfrentamiento entre actitudes culturaies necesariamente opuestas. Todo lo más sirvió para revela: que, a la larga, ¡as dictaduras culturales se desentienden de sus propias consignas y que, a ¡a corta, éstas no tienen la menos influencia sobre el público ni sobre algunos artistas sobre otros, sí, y de este modo les luce el pelo).

Pero cuando Esther llega Madrid, donde supongo habrá sido tomado como epítome de lo que es el gran teatro, la memoria se me llena de tempestades pasadas, y más que en magdalena proustiana -esa cita obligada de quienes nunca pasaron de ella o de los visillos de Cambray-, la memoria se me convierte en pañuelo de Otelo; ese que, viniendo de la madre, acaba por matar a la nuera. Porque en lo que Esther ha tenido de legendaria, incluso a nivel de cotterie following, se esconde todo un píntoresco historia¡ de la apreciación artística de Cataluña durante la posguerra franquista, cuando algunos espectáculos catalanes viajaban hasta Madrid para recordar a las águilas imperiales que el canario catalán no había enmudecido.

Más de un deicenio, casi dos, han transcurrido desde aquella invención titulada los puentes del diálogo que hicieron correr ríos de tinta en revistas comprometidas, ayudaron a quedarse afánicos a numerosos y aguerridos conferenciantes en infinidad de mesas redondas e hicieron, en fin, la fortuna de algún articulista con ínfulas de gallito conciliador y polemizante. En un tinglado de notables proporciones, donde se mezcló a la gauche divine con los monjes de Montserrat; a Joan Marsé y Jaime Gil de Biedma, con Josep Pla y la Capmany; a las chicas del Molino, con Jacint Verdaguer; en este tinglado, los puentes tendidos por la progresía madrileña sirvieron más bien para demostrar que, a la postre, se habían enterado de muy poco. Y que la realidad catalana siempre. presentoiba una pregunta última que daba cierto miedo formular. En la Esther del Lliure está latente esta pregtinta. Y lo grave es que incluso puede haber asustado a los propios catalanes, convencidos de que la Biblia tenía razón.

La cuestión de los puentes sirvió, por lo menos, para que la obra suprema de Espriu trascendiese fronteras interiores y, a base de diálogo, se le erigió como estandarte de valores catalanes resistentes. Por fortuna para la poesía del mundo, la mayor parte de Espriu es mucho más que letrillas para corear abnegadamente en una manifestación de los años sesenta. Que una parte del público descubriese, paira su desilusión que Sinera era uina prodigiosa invención poética y no un país del Tercer Mundo cargado de fusiles o que las Cançons d'Ariadna no eran exactamente un artículo del Nouvel Observateur, demuestra hasta qué punto la necesidad de respirar durante la dictadura llegó a cegar la sensibilidad de nuestra progresía.

Un fenómeno en apariencia tan lejano como la guerra de los siete días, entre patriarcas y faraones contribuyó a desencaiar la leyenda literaria, aunque demostrando que las grandes obris sirven para todas las emergencias. Durante la inmediata posguerra, cuando Esther tenía que estrenarse en representaciones privadas, también sujetas a mitíficación posterior, se dejó por sentado y bien sentado que la Golah de los judíos servía a Espriu como transposición mítica de la diáspora del pueblo catalán. Muy prohebrea salió Cataluña en aquellos años, y, si a la memoria jugamos, recordaré que, ya en 1970. en mi libro Terenci del Nil, por tomar yo partido a favor de los palestinos y soltar cuatro verdades sobre el seilor Dayan, distintas cartas en los periódicos se apiadaron de mi alma y un articulista me auguró el infierno del espíritu. La joven progresía de 1967 anduvo revuelta en polémicas a favor del derecho de los árabes, contra quie nes considera6an que el modelo judío encajaba mejor a las necesidades de supervivencia y posterior reconstrucción del pueblo catalán. La Esther, aceptada como la panacea de esta actitud, recibió en los oponentes a sus primeros críticos politizados.

Pero ¿residía en esa eventual actualidad la grandeza que hace de Esther una obra indiscutible? Al repropronerla Lluís Pascual para un público de 1982, mientras veíamos por la televisión las carnicerías de Beirut, el paralelismo Israel-Cataluña se presentaba de una manera distinta, los anatemas de! Mardoqueu adquieren tintes de amenaza estremecedora, como una terrible moraleja sobre qué pueden hacer los vencidos cuando no saben ser vencedores. Ambigüedad se llama la figura, y la ladína reina Esther parece asegurars de nuevo su puesto entre los clásicos, que lo mismo servirán para un roto que para un descosido.

Aunque no es esta acumulación de memorias históricas lo que convierte a la Esther de Pasqual en una referencia imprescindible dentro de nuestro teatro. Por primera veí he visto en la obra el triunfo de la magia, y la varíta de Puigcerver no es ajena a ello: sorprende todavía más por cuanto marca la vitalidad del artista, que ya había dadó en anteriores montajes su plástica, que creíamos definitiva. Pero sin demérito de versiones anteriores, hay en la Esther del Lliure algo de culminación que emociona más allá de la obra en sí misma: la creación de una totalidad poética, que condensa y explica el universo espriuano como no creo recordar antes de ahora. Bien dicen los tratados eruditos -y los tratados tout court- que Espriu escribió su Esther en épocas de extremo pesimismo, como unas exequias de la lengua catalana, poniendo en uso todas sus posibilidades expresivas. E comme! Pero si siempre hemos recordado a Esther como un testimonio de las palabras que podían perderse, Pasqual, en dioramas de una belleza que sobrecoge, ha conseguido que en el futuro la recordemos también como el retablo poéticamente suntuoso del uníverso que decididamente se perdió. Usos y costumbres, sueños y pesadillas, colorido y claroscuro de una Cataluña entrañable, viva en lo que tuvo de auténticamente popular, y no prefabricada. En cierto modo, una referencia a Proust para paladares habituados.

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