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Visita de Juan Pablo II a España

El Papa vuelve a condenar en Loyola el terrorismo

Rosa Montero

No hay pancartas en Loyola, que están prohibidas, ni apenas gritos: silencio y un sol tímido y friolento abriéndose paso entre las nubes. El Papa habla dio la violencia: "Quería decirles con afecto y firmeza -y mi voz es la de quien ha sufrido personalmente la violencia- que reflexionen en su camino, que no dejen instrumentalizar su eventual generosidad y su altruismo. La violencia no es un medio de construcción, ofende a Dios, a quien la sufre y a quien la practica". Y sigue, "una vez más, repito que el cristianismo comprende y reconoce la noble y justa lucha por la justicia a todos los niveles, pero prohíbe buscar soluciones por caminos de odio y de muerte".

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Qué jornada agotadora: el día empezó muy pronto para algunos. De madrugada, Laína salió escopeteado hacia Loyola: había problemas, problemas que retuvieron los helicópteros de los periodistas, e incluso el del. Papa, que llegó al acto con 45 minutos de retraso. Todo estaba organizado magníficamente: la policía autónoma, embutida en sus uniformes de rojo estrepitoso, bordeaba el recorrido hasta la puerta principal de la basílica, en donde Garaikoetxea haría las presentaciones oficiales, todo con música de txistus, antes de entrar en el recinto.Pero los problemas descoyuntaron el protocolo: a las ocho y pico de la mañana, por enigmáticas causas técnicas. La recepción oficial tuvo que trasladarse a toda prisa hacia la otra esquina del recinto. Aterrizamos los periodistas, y en el controlado descontrol -centenares de policías por todas partes- no saben muy bien qué hacer con nosotros: en la nueva pista de aerrizaje no hay tribuna para Prensa. Caminamos sin saber muy bien hacia donde y de pronto chocamos con Garaikoetxea y las fuerzas vivas. Y al instantes, los pumas rugen sobre nuestras cabezas, y aterriza. el Papa.

Los helicópteros levantan una polvareda infernal. Las fuerzas vivas, alineadas con sus trajes de gala -está Laina y Aramburu Topete- desaparecen en el improvisado simún. Cuando el aire se aclara, las autoridades, lagrimeantes, se sacuden los unos a los otros las hombreras y solapas de sus trajes azul marino. Hay una confusión considerable. Pero el Papa desciende, y Garaikoetxea, apoyándose levemente en su bastón de mando, le acompaña hasta el recinto. Allí, el Gobierno vasco tiene una zona reservada, netamente diferenciada de la tribuna de las autoridades del Gobierno central, en donde están Marcelino Oreja y Múgica. Y ante el Lendakari y su esposa, dos reclinatorios almohadillados en rojo profundo, que destacan ampulosamente en el campestre recinto.

El presentador es el obispo de la diócesis de San Sebastián, Setién, que hace un discurso bilingüe y breve. Setién es un religioso particularmente activo que redactó en 1980 una interesante ponencia sobre la situación de la Iglesia en su diócesis.

"Se puede detectar claramente el alejamiento y desvinculación casi masiva de las generaciones jóvenes, de veinte a cuarenta años", dice en uno de los puntos del documento. Y está en lo cierto: en la gira del Papa hay infinidad de niños, multitud de ancianos, una barbaridad de padres y madres de familia, mesnadas de adolescentes. Pero se advertie el vacío de esa franja biográfica, la escasa asistencia de personas entre los veinte y los cuarenta.

Y alguien del servicio de orden comenta la causa de los problemas técnicos, del retraso en el viaje, de la precipitada llegada de Laína: dice que los perros policías, adiestrados en descubrir Goma 2 por el olor, se han pegado a algunos de los postes del recinto, largas varas de las que cuelgan los, altavoces

El huracán, en Javier

De Loyola a Javier, en un vuelo sobre montañas calinosas, con vientos fortísimos. Los chinook de los periodistas se zarandean en el aire locamente. La tripulación de los helicópteros aseguran que es uno de los viajes peores que han hecho en su vida. Los cardenales, que nos siguen en otro chinook, suelen aprovechar los viajes para rezar: es de suponer que ahora estarán orando doblemente. "Yo lo siento por el Papa", comenta un militar.

El Papa, en su Puma, ha de moverse aún más, al ser el aparato más pequeño. Llegamos a Javier retorcidos y mareados. El lugar está abarrotado: miles de banderas y pañuelos rojos dibujan en el acto un festivo ambiente a lo San Fermín. Muchas pancartas de Univ, un patrocinamiento del Opus. Y el monumento, tan perfecto y recortado en el cielo como un decorado teatral, como el castillo de Herodes de los belenes. El animador de Javier tiene connotaciones líricas: "Dejemos sueltos los corazones, vamos a permanecer en silencio, porque este es un momento altamente eclesial". Anuncia la cuenta atrás de la llegada de Juan Pablo II, y en una pasajera ofuscación, hija del embeleso dice: "Vamos a prepararnos para recibir a san Francisco, digo, perdón, a su Santidad el Papa". Han colocado una tribuna simplísima: un pequeño estrado, un palio de seda blanca y oro, un sillón. Todo en el borde exterior de la muralla, allí donde azotan más los vientos. Y a estas alturas, el soplido es casi de huracán. Llega Juan Pablo II, se instala bajo el palio. Está enormemente cansado, pero primero ha de escuchar la presentación obispal, y, después, recibir la medalla de oro de la Diputación.

"El excelentísimo señor presidente de la excelentísima Diputación Foral va a hablar", dice el animador. Y el doblemente excelentísimo habla. Hace un frío espantoso y el Papa se arrebuja en su capa, que ondea con la ventolera. Después inicia su homilía, saltándose algunos párrafos: el ruido del palio, aleteando, se cuela por el micro.

Encuentro con los enfermos

Casi sin comer y, desde luego, sin descansar, se llega a Zaragoza: el primer acto es el encuentro con los enfermos. Una explanada cuadrangualar y un animador exorbitante: no he visto hombre mas retumbante y clamoroso. En primer lugar, y con la voz quebrada de emoción, anuncia la entrada en el recinto de "los periodistas internacionales que acaban de llegar ¡Un aplauso para eelloooos!" En su briosa desmesura, lanza un viva por "nuestros enfermos llenos de salud". Es todo un espectáculo, un sutil muestrario de ardientes inflexiones. Dicen que lleva así horas. Es un personaje delicioso. Mientras los enfermos y ancianos esperan pacientemente, envueltos en mantas, al lado, en el estadio de la Romareda han metido a 50.000 niños menores de 14 años: el Papa da una vuelta al campo salundándolos y los chavales le cantan una cosa titulada Quédate con nosotros. Después, la homilía de los enfermos. Y luego irá en romería al Pilar, para cerrar con el rezo del rosario este dia exageradamente largo.

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