Un Molière juvenil
Les fourberies de Scapin es una obra tardía (pero de espíritu juvenil) de Molière (1671), aunque anterior a dos obras maestras, Les Jemmes savantes y Le malade imaginaire. Estas picardías suelen considerarse como teatro menor; sin embargo, es una pieza muy característica, muy descriptiva de lo que fue la gran aportación de Molière: el teatro del ridículo. Denuncia del ridículo como esencia de lo irracional, de la incongruencia, de la falta de sentido común. "Toda contradicción entre acciones que proceden de un mismo principio es esencialmente ridícula", escribió una vez.Las sociedades que se articulan en leyes, costumbres, sistemas y órdenes que no siguen de cerca o que contradicen lo que es claramente racional son sociedades ridículas, basadas en una injusticia. "Me indigna estar equivocado cuando tengo razón", dice un personaje de otra de sus obras. Escuchando a Molière ahora en la sala principalmente juvenil de El Gayo Vallecano, en esta buena representación del Teatro de Cámara, se ve cómo ciertas rebeldías de Molière repercuten en el público de tres siglos después. Sobresalen -por las risas, por los aplausos- algunas de las audacias del Molière de entonces: la estupidez de los padres coartando algunas libertades de sus hijos (la de elegir, la de amar).
Las picardías de Scapin, de Moliere
Intérpretes: Rafael de la Cruz, Miguel A. Alcántara, Nicolás Pérez, Carmen Fernández, Juan Luis Veza, José Luis Santos, Fernando de Juan, Dionisio Chicharro, Alicia Gamelo, Encina Alvarez, Luisa Martínez y Belarmino Alvarez (Teatro de Cámara). Coreografía de Ludimila Ukolova. Escenografía, vestuario y dirección: Angel Gutiérrez. Sala de El Gayo Vallecano, 4-XI-82.
El inevitable final feliz
Padres ridículos, hijos tampoco demasiado inteligentes, que necesitan el auxilio del personaje popular, del pícaro, del ingenioso Scapin: mentiroso, bribón, tramposo, pero, eso si, curioso representante de una forma de justicia y de reparación de las torpezas ajenas. Cuando llega el inevitable final feliz es algo más que una convención escénica o de la época: es la grata derrota de los grandes imbéciles ridículos y hasta incluso el triunfo de una generación joven sobre otra mayor, conservadora y cerrada en su avaricia, su conservadurismo, su egoísmo. No en vano el personaje más vencido, más ridículo, más tonto de la obra, se llama "Geronte", como indicación de que su vejez -mental- es su característica más lamentable.Todo esto es lo que ha subrayado Angel Gutiérrez en su inteligente versión para el Teatro de Cámara. Ha montado la obra con la tradición molieresca de la farsa, de los personajes abultados -porque la esencia no es su matiz, sino su arquetipo-, con los movimientos sueltos, las voces ahuecadas, los guiños al público. Ha perfilado la esencia de lo ridículo y, con ella, la de lo injusto, la de lo irracional.
Una escenografía simple multiplicada por los juegos de luz, unos figurines alegres y adecuados y una buena dirección de actores: a partir, naturalmente, del Scapin que hace Nicolás Pérez y del Geronte de José Luis Santos, pero con el tono general de todos los demás. Ha acudido a uno de los intermedios característicos del teatro de Molière -canción y danza zíngara, quizá anacrónicas pero no desplazadas- y ha dado la alegría y la comicidad necesarias. Si Molière escribió que la regla de oro es la de gustar, esta compañía lo consiguió con el público nuevo de El Gayo Vallecano, que demostró frecuentemente su alborozo.
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