Frío y sobriedad en el camposanto de la Almudena durante la misa de difuntos
A las siete y cuarto de la mañana, el cura monitor que desde media hora antes trataba de calentar el ambiente, gritaba por primera vez "Viva el Papa", pidiendo a los presentes que jalearan el saludo. La fría mañana no invitaba a la fiesta, pese a lo concurrido de la afluencia una hora antes de que viniera el Papa.
Los muros del cementerio aparecían cubiertos de carteles del Papa, destacando una enorme pancarta casi a la entrada del Camposanto que en otras circunstancias hubiera provocado algún recelo a este pueblo con su sentido tan peculiar de la muerte: "Queremos que te quedes", decía la inscripción que iba de farola a farola. Pero esta vez el escrito se dirigía al Papa y expresaba el sentido hospitalario de los madrileños.El público se iba colocando a lo largo de la calle principal y en los alrededores del altar. Algunos habían gateado hasta los polémicos árboles del cementerio, que la comisión diocesana pretendían trasplantar, y que, al final, quedaron desmochados en virtud de una poda en condiciones. Unas carreras de gente por las calles paralelas a la principal indicaban la llegada del Papa, que el infatigable monitor cantaba a su manera: "Está llegando por la calle de ahí, de ahí; ya sólo le quedan 150 metros". El público se animó cuando Juan Pablo II descendió del Papamóvil. El Papa ofrecía muestras de cansancio que se tradujo en un inevitable bostezo, durante la lectura del evangelio, mientras se apoyaba es el báculo que ha heredado de Pablo VI. No hubo homilía sino una breve introducción en la que Juan Pablo II recordó el sentido cristiano de1a muerte.
Luego comenzó la misa en un escenario que ofrecía el colorido que sólo la circunstancia de la presencia del Papá permite. A la derecha del altar, el cardenal de Madrid. A la izquierda, se mezclaban los colores púrpura del cardenal Casaroli, con los rojos del Nuncio y del Presidente de la Conferencia Espiscopal. En el lateral izquierdo, los obispos auxiliares de Madrid, que esperaban en el altar desde una hora y media antes. En tribunas aisladas, los comulgantes que decían los acomodadores, esto es, dos tribunas con escogidos católicos madrileños que recibieron la comunión de manos del Papa, entre ellos, el Presidente de la Confederación Católica de Padres, Alberto Luis Petit. Todos ellos, al igual que los cardenales y obispos, recibieron la comunión en la boca, fórmula que prefiere Juan Pablo II. Para satisfacer los deseos del testo de los fieles, doscientos sacerdotes revestidos de albas se dispersaron a lo ancho del cementerio, precedidos de otros tantos paraguas, con los colores vaticanos.
La fría mañana también parecía influir en el ánimo de los asistentes, acoplados a la seriedad del lugar. Sólo al final volvieron a jalearse los gritos colectivos, algunos como "Juan Pablo merece que España rece" o "univ. viva el Papa" con escaso coro. Unas cuarenta personas tuvieron que ser atendidas por desmayos de escasa consideración. En una caravana, convertida por circunstancias en sacristía, el Papa se despojó de su vestimenta litúrgica. Los organizadores habían previsto medio millón de asistentes. La cifra real quedó, sin embargo, muy por debajo de aquella.
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