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Festival Internacional de Jazz de Madrid

8.000 personas se entusiasmaron con Orgón, Art Ensemble y Max Roach

Muy pocas veces se ha visto a 8.000 personas sufrir un reto como el que se produjo el pasado viernes en el Palacio de los Deportes de Madrid en la tercera jornada del Festival Internacional de Jazz de Madrid. Fueron Orgón, el Art Ensemble of Chicago y Max Roach con M'Boom Re, y fue un público maravilloso, sensible y espontáneo, que lo entendió todo a flor de piel y supo gozar con ello.

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Para comprender lo que sucedió el viernes en esa especie de Meca que ha resultado ser el Palacio de ¡os Deportes de Madrid han de hacerse algunas consideraciones previas. El Art Ensemble Of Chicago llegaba a Madrid envuelto en una cierta prevención de los organizadores. Que lo hacía como un gran grupo proyectado exclusivamente hacia minorías de enterados. Que su música no es lo que se llama fácil. Que la mayoría de la gente no sabía con lo que iba a encontrarse. Que un local como este puede ser de todo menos íntimo. Que aquel no era un público de maniacos del jazz. Que eran gentes normales a las que les gusta la música y el placer.Se produjo un triunfo clamoroso y mágico, tanto más valioso por haberse realizado -sobre presupuestos tan poco favorables. De verdad que fue emocionante. El principio nos vino de la mano del grupo español Orgón. Es una gente que lleva mucho tiempo haciendo una música libre y cumplieron con su función de centrar el ambiente de la noche. La espontánea irrupción en escena del ubícuo y cantarín Juanjo (todo un personaje del jazz madrileño), con su carga de buen humor y de entusiasmo, acabó por hacer simpática su actuación.

Cuando los miembros del Art Ensemble Of Chicago (AEOC) salieron a escena, una sonrisa recorrió el palacio. Y es que Malachi Favors aparecía con la cara pintada de blanco y un traje naranja; Joseph Jarman, con un atuendo de corte negro musulmán; Don Moye, escondido tras sus tambores, portando pinturas de guerra; Lester Bowie con una simple bata blanca, y Roscoe Mitchel, de paisano. Salieron y, entre la inmensa tramoya de su instrumental, rindieron homenaje a su enseña morada y naranja, el emblema de la gran música negra.

Y a partir del primer sonido comenzó la alucinación. Todo en este grupo está pensado, todo tiene su significación. Había atriles sin partituras sobre el escenario, todos los músicos tocan una enorme variedad de instrumentos, aunque Lester Bowie se limitaba a utilizar la trompeta, como dando a entender que lo de sus compañeros no es un circo y que cualquier recurso, incluso el de la economía de medios, puede ser valioso. Su trabajo recorre todas las emociones y todas las expresiones. Tienen humor, son suaves o explosivos.

El Art Ensemble no es sólo un grupo de improvisadores negros enloquecidos. En sus diez años de existencia han ido creando una serie de estructuras asombrosamente flexibles, por las que ellos circulan con la facilidad del que no tiene ataduras. Cada cual puede estar improvisando en un momento dado para luego, y como por arte de magia, confluir en una percusión de camapanas, en el ulular de unas caracolas marinas, en gritos desgarrados o en un standard ejecutado con todas sus notas.

Pero es que eso no fue todo. Luego tenía que haber tocado el M'Boom Re del mítico Max Roach. El camión que transportaba el instrumental de este supergrupo de percusionistas no llegó debido a las tormentas de Zaragoza. Y mientras el pueblo comentaba todavía el anterior suceso, los organizadores trataban de llegar a alguna solución que no irritara, que no estropeara noche tan bella. Y no se estropeó. Metidos ya en ambiente de locura, Max Roach apareció solo sobre el escenario. Sólo con esa batería que le ha colocado entre los grandes de la música de este siglo. Y con esa batería (prestada por el AEOC) ofreció un concierto en solitario que mostró toda su sutileza, su sentido de la música, lo que se puede hacer con un instrumento tan simple como el charlestón, al que trató con intensidad y preocupación casi místicas, renunciando al aparato, recreándose en las infinitas posibilidades de lo mínimo. Como haría con su grupo, que con cuatro baterías prestadas y algunos platos demostró cómo cualquier situación es adecuada si la música se lleva dentro.

Tanto es asi que comenzaron palmeándose el pecho y luego, como si lo hubieran ensayado mil veces, entraron en una locura de percusión que era rítmica y melódica, repleta de ambientes telúricos, prodigiosa en su misma espontaneidad. Las ovaciones finales, el rostro de las gentes, las sonrisas de los músicos... Todo, todo fue una enorme, una increíble belleza.

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