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Aureola de gran actor

No sería difícil encontrar una. en cuesta popular que considerara a Laurence Olivier como el mejor actor del mundo. Hace unos años, en los cincuenta y parte de los sesenta, era frecuente oírlo decir así en las colas de los cines. Colas habitualmente repleta de mujeres, que se habían sensibilizado con su atractivo de joven galán.A ese entusiasmo estético, que le relacionaba con Ronald Colman, ya en decadencia, se añadía la coartada de que Laurence Olivier era un excelente actor de teatro. Aunque pocos eran los espectadores cinematográficos que conocieran sus intervenciones en la escena, el nombre del actor inglés era más intocable con esa considaración.

Su aureola de giran actor se vio impulsada en Hollywood, desde donde se le conoció ya en todo el mundo. Apareció por vez primera interpretando al desgraciado amante de Cumbres borrascosas y fue, poco después, el atormentado viudo de Rebeca: dos grandes pasiones amorosas que él encarnó con sobriedad y cierta timidez, aunando su carisma a la eficacia.

Contra ese criterio maximalista se despierta, de cuando en cuando, una opinión contraria; hace unos días se pudo oír, vehementemente expuesto, en algún coloquio radiofánico que negaba a Olivier hasta la menor cualidad de interpretación ante la pantalla. Sus únicos aciertos, se decía, están en el teatro.

Pero del teatro supo hacer cine el actor inglés, convertido a veces en director de sus propias películas. Si en la escena es Shakespeare su autor preferido, también en el cine se valió de él para realizar admirables versiones de Enrique V, Hamlet o Ricardo III. Laurence Olivier siguió convenciendo incluso al gran público, aunque prescindiera de la imagen de galán romántico que le abrió las puertas del cine norteamericano.

Quizá sí ha habido ocasiones en que el famoso actor se dejara llevar por la publicidad y resolviera en consecuencia su trabajo cinematográfico con fáciles tics. Puede recordarse en este sentido algún que otro título: El animador (The entertainer), por ejemplo, resumía los gustos y actitudes que sólo un exagerado histrión puede concebir. En El príncipe y la corista, que él mismo dirigió, pareció creer que su oponente, Marilyn Monroe, sería superada con facilidad; viendo hoy la película es precisamente el trabajo de la desaparecida estrella lo único que interesa.

Son, de cualquier forma, excepciones. Independientemente de que Olivier fuera o no el mejor actor del mundo (no hay un mejor actor y casi tampoco un peor), es indudable que su talento se ha repartido a lo largo de numerosas películas, en las que su educación teatral o el físico que le ayudó han pasado a segundo plano. Baste recordar La huella, de más reciente producción, para asegurarse de ello. O verle aún en cualquiera de las películas en las que figura en breves apariciones: con trucos o sin ellos, Laurence Olivier compone en cada caso un personaje peculiar, que acaba adquiriendo un claro protagonismo.

Ahora parece que las memorias que Olivier ha publicado despiertan de nuevo parte de las viejas iras de quien se niega ya, por reducción, a considerarlo incluso un buen actor. Da igual. La realidad está en sus películas y a ellas habrá siempre que remitirse.

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