El festival cinematográfico de Valladolid, en camino de hallar su identidad como certamen diferenciado del resto
Exito popular del ciclo dedicado a Edgar Neville
A mitad de camino de su 27 edición, la Semana Internacional de Cine le Valladolid ya ofrece síntomas de que está en el camino de su auténtica identidad como muestra cinematográfica diferenciada de cualquier otra. Ello ocurre a pesar de su modesto presupuesto y gracias a su austeridad, su destierro de fachadas festivaleras y, sobre todo, su desconexión de los canales del comercio multinacional del cine, combinado todo ello con la sagacidad y el rigor de la elección y del contenido.
Por esta vía esta Semana se convierte en un pequeño y hondo festival. El certamen vallisoletano puede entrar -en rigor ya lo está- en el pequeño círculo de los indispensables, en medio de la enorme cantidad de festivales superfluos que hay en la actualidad en Europa.La primera seña de identidad de esta 27 Seminci vallisoletana hay que buscarla en la sección retrospectiva, dedicada a la obra de un extraordinario y, puesto que fue español, casi desconocido cineasta: Edgar Neville. Este nombre de resonancias británicas esconde en realidad a un hombre, todo un cineasta, de sorprendente envergadura y dotado de esa rara elegancia que sólo algunos creadores españoles alcanzan, sobre todo en el dominio simultáneo de la expresión del dolor y el humor.
La segunda sorpresa, ésta a voces, es que si el público vallisoletano ampara con su presencia a todos los actos de su Semana, a las proyecciones de los filmes de Neville acude masivamente. Las caras del espectador en cualquier sesión de un festival son habitualmente contradictorias, y es bueno que así ocurra: a la salida de las proyecciones, junto a un rostro iluminado se ve la mirada encendida de otro indignado. En cambio, las salidas de las sesiones de Neville son unánimes: la sensación de gozo y descubrimiento es general tras el visionado de películas como Nada, El crimen de la calle de Bordadores o La vida en un hilo.
Sección de los desencantos
La segunda sección, dedicada al cine independiente norteamericano, está también dejando un fascinante reguero de inquietud y revelación. Ciertamente, se han proyectado filmes admirables, como ayer el sencillísimo y potente The Wobblies, de Devorah Sraffer, que es una grave, emotiva y transparente exploración en los avatares del sindicalismo agrario revolucionario en Estados Unidos de entreguerras. La otra cara de norteamérica está aquí, a través de su otro cine, y un vehículo expresivo revela el eco de una verdad oculta.Lógicamente, la sección del festival vallisoletano más propicia a los desencantos es la oficial, a concurso. No hay muchos ejemplos de buen cine en ninguno de los festivales europeos actuales, incluidos los de mayor renombre, y Valladolid no podía ser una excepción. La pasada jornada estuvo dedicada a un filme de animación francés, Cronópolis, de Piotr Kamler, que alcanza imágenes a veces tocadas de fascinación y es una película realizada con fantasía y buen ritmo, pero de metraje excesivo, lo que hace que el espectador se desentienda completamente de la alegoría hacia la mitad de la proyección.
El otro filme a concurso fue el venezolano La boda, de Thaelman Urgelles, a mi juicio frustrado. Se trata de un prolijo melodrama, en forma de saga familiar caraqueña, narrado con rebuscada falta de orden cronológico, que pretende dar una visión, desde dentro, del movimiento obrero y las luchas de clase venezolanas desde la dictadura de Pérez Jiménez hasta nuestros días. No lo consigue porque el filme carece de actos, de auténtica pugna dialéctica, y se queda en un enunciado puramente verbal de la historia; una historia que es dicha, pero no representada; indicada, pero no ejercida; esbozada ensayísticamente, pero no asumida narrativa y dramáticamente por el filme.
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