La crítica al cubo
Con motivo del cubo de agua que mi amigo el director de cine Fernando Trueba arrojó en San Sebastián a mi amigo el crítico de cine Diego Galán, diversas respetables personalidades han hecho público su temor de que tal efemérides marque el comienzo de una persecución a sangre, fuego y agua del estamento crítico en su conjunto. ¿Se aproxima una nueva era de intolerancia? ¿Cabe profetizar un holocausto de críticos para dentro de pocos años? Tras haber sido invadidos por una ola de erotismo, ¿lo seremos ahora por una ola de totalitarismo anticrítico, encabezada por autores quisquillosos y directores que no admiten objeciones contra su trabajo? Algunos apocalípticos parecen inclinados a responder afirmativamente a estos lúgubres interrogantes. Sinceramente, discrepo de ellos. Quisiera aquí razonar tal disentimiento realizando lo que pudiéramos llamar una crítica elevada a la cuarta potencia. Me explico: se da una crítica de primer grado o natural, la que el crítico propiamente dicho realiza sobre una obra dada; existe también la crítica del criticado que se revuelve a su vez, furiosamente, contra su criticador y le refuta o le tira un cubo de agua por el cogote, constituyendo lo que podríamos llamar una crítica al cuadrado; por reacción contra ésta, surge la protesta de quien deplora tal exceso de amor propio y defiende el papel del crítico, ejerciéndose así, nadie me lo negará, lo que cabe considerar una crítica al cubo. Pues bien, yo me dispongo a argumentar contra este último tipo, por lo que la mía será una crítica a la cuarta potencia. Y si alguien me responde, no va a haber exponentes suficientes para determinar los niveles de nuestra discusión. Por mi parte, dividiré mi requisitoria en dos secciones: en la primera se defenderá el lanzamiento de cubos de agua como mal menor; en la segunda se reivindicará el derecho de criticar al crítico.Los más benévolos consideran que tirar un cubo de agua a un señor es una broma de mal gusto. Confieso que a mí todas las bromas me parecen de mal gusto. Detesto las inocentadas, las novatadas de cuartel o colegio mayor, las estúpidas gracias del chistoso que se divierte con el desconcierto o el azoro del prójimo. Nunca he sabido hacer la petaca (en realidad, ni siquiera sé hacerme la cama más que en sentido figurado) y considero que mojarle a alguien las sábanas una noche de invierno es una grosería que merece la decapitación o poco menos. La vida ya es lo suficientemente imbécil de por sí como para que encima un pelma se dedique a imitar a Dios y juegue a tomarle a uno el pelo. Hago constar esta disposición de mi ánimo para que se vea que no es por el lado de la posible jocosidad del asunto por el que voy a defender la agresiva mojadura. Pero hay que reconocer que, en cuanto ataque físico al vecino, el cubazo de agua es de los más suaves. ¡Ojalá sustituyera al resto de las armas que por el mundo corren! Si se generalizase el chapuzón como herramienta de combate, las costumbres bélicas de los humanos se aliviarían notablemente. ¡Ahí es nada, sustituir la lucha por la ducha! Imagínense, por ejemplo, en qué colosales baños, pero no de sangre, se resolverían los bombardeos. Ya me parece estar viendo al Ejército de las Highlands avanzando hacia el enemigo malvinés entre el sonido de las gaitas, la mitad de los guerreros provistos de cubos de agua caliente y la otra mitad con cubos de agua fría, dispuestos estratégicamente para la temible ducha escocesa... ¿Y qué me cuentan ustedes de los atentados? Figúrense que un día leyesen la siguiente noticia en primera plana: "El general Perengánez sufre un vil atentado. Al salir de su despacho en el Alto Estado Mayor, el general Perengánez fue asaltado por un comando terrorista; uno de los agresores, convenientemente encapuchado, le vació un sifón en las mismísimas condecoraciones, mientras un cómplice le soplaba con alevosía un matasuegras a la oreja. El ilustre soldado se encuentra ya, afortunadamente, repuesto y con la muda limpia, pero ha hecho público que ahora tomará el vermú siempre seco. La paternidad del crimen la han reclamado, por un lado, los guerrilleros de la Doble A (Aguafiestas Antimilitaristas), y por otro, los terroristas de ETA (Enfriamiento Total Arbitrario)". Pienso que así comenzará algún día el auténtico mundo feliz.
Y vamos ahora con lo de si hay o no derecho de criticar al crítico. Empiezo también por aclarar mi posición personal, confesando que he practicado y practico la crítica de libros, teatro y hasta cine. Por tanto, todo cubo de agua que tire contra ese gremio mojará también mi propio tejado. Pues bien, no veo por qué razón los críticos van a ser más intangibles que los curas o los funcionarios de prisiones (dos colectivos profesionales que me son particularmente poco simpáticos). Cuando se defiende una obra propia contra algún crítico, pesa contra uno, de inmediato, la descalificación de la rabieta pro domo. Pero, ¿de dónde se saca que el crítico -es decir, cierto crítico, el crítico contra el que uno se rebela y que intentará ampararse haciéndose portavoz de un grupo por definición antiunánime, "la crítica"- no argumenta también pro domo sua, intentando justificar sus prejuicios o rescatar su mediocridad? Es perfectamente posible que la reacción del criticado no tenga otra razón de ser que la vanidad herida; pero es no menos posible que la crítica del crítico provenga de idéntico pantano. En una palabra, el crítico tiene tanto derecho a valorar como el autor a rechazar su valoración, y no hay por qué presuponer a priori mayor objetividad ni mejor conocimiento de la obra a ninguna de las dos partes. En arte no hay tribunales de última instancia a los que apelar, ni siquiera fuese el consenso de la siempre oscilante o acomodaticia posteridad. ¿Que saber encajar las objeciones o las condenas puede ser una señal de madurez creadora? Aceptémoslo. Pero añado: "Señores críticos, comiencen ustedes...".
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