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El lenguaje de la comida

Ciertas sensaciones gustativas sólo pueden expresarse por medio de metáforas. Hay un pasaje embarazoso en el libro Brideshead revisited, de Evelyn Waugh, en el que dos jóvenes se extienden en panegíricos sobre el contenido de una bodega noble. "Este es como una tímida ninfa perseguida por un fauno musculoso", "Este es como el céfiro de la mañana sazonado con los efluvios de una distante fábrica de gas", y así sucesivamente. No estoy en condiciones ni tengo ganas de esforzarme en descifrar el significado de estas imágenes. En ocasiones (como sucede en los catálogos de los vinateros), las metáforas pueden solidificarse hasta formar un código aceptable. Cuando se nos dice que un clarete es noble (también lo es la paprika, por lo demás), tenemos una sensación de extraña madurez, exenta totalmente de la tragabilidad de lo que los australianos llaman plonk (vinazo). Un borgoña puede tener, al igual que un perro, "buen olfato". Pétillant implica algo más que "espumoso".No tarda uno mucho, cuando se debaten temas relacionados con la bebida o la comida, en darse cuenta de la inevitabilidad del recurso al francés. Muchos británicos y americanos no tienen otro contacto con el francés propiamente dicho que los menús de los restaurantes o los libros de cocina de Julia Childs, lo cual quiere decir que consideran este idioma circunscrito a los límites de la cocina. Lo que para ellos es la elegancia o la precisión del francés se deriva del recuerdo de acontecimientos gastronómicos que pueden renovarse tanto en París como en el comedor de una pulcra residencia para personal docente de New Hampshire. Los platos franceses, al igual que las composiciones musicales, pueden interpretarse con sólo leves variaciones de ritmo y dinámica (de aderezo, en otras palabras). La emperatriz Josefina, cuando aún vivía en las Antillas, ofrecía a sus visitantes franceses platos parisienses clásicos adaptados al clima y a la disponibilidad de hierbas y especias desconocidas en Francia. Según las estrictas reglas de la momenclatura francesa, estos platos no podían recibir los nombres que ella les daba. Podía cocinar un pollo en vino tinto sin que fuera por ello coq au vin.

Tengo ante mí un envase de Spoon Size Shredde Wheat (cereal para el desayuno), comprado en el supermarché, aquí, en la Condamine de Mónaco. Lleva impresas las instrucciones para servirlo. Primero, en inglés: "trigo integral de preparación instantánea. Basta añadir leche fría o caliente y azúcar al gusto". Pero oigámoslo ahora literalmente en francés: "cereal para el desayuno compuesto de trigo completo, nutritivo y dispuesto para ser degustado. Basta añadir leche fría o caliente y azúcar a voluntad y se obtiene la reserva de energía indispensable para una mañana activa". Observemos cómo los franceses relacionan el simple desayuno con la vida: reserva de energía para una mañana activa. Fíjese igualmente el lector en la elegancia de la expresión prête a déguster: dispuesto para ser degustado, no sólo para ser comido. La versión alemana no admite reproducción: nahrhaftes Jertiges vollweizenfrühstück ... ; no, no, ya es suficiente; es como si el blé complet se hubiera convertido en hackwurst.

La chaqueta como pronombre

Los filósofos lingüísticos franceses, especialmente el finado Roland Barthes, tienen clara conciencia de la relación que existe entre la cocina y la alta costura y entre ambas y la filosofía estructuralista. Una cena parisiense pretende ser una única afirmación de elegancia, como una frase bien compuesta o un conjunto de Yves Saint-Laurent. El planteamiento de un banquete anglosajón puede expresarse en términos de historia universal. Se empieza con una sopa (agua con cosas flotando), luego se pasa al reino acuático, para continuar con las aves y acabar con los mamíferos. Por último, se rinde homenaje al homo sapiens en los quesos y los postres, productos todos ellos de una cultura sofisticada. Este es el enfoque diacrónico que los franceses rechazan. Para ellos es preferible considerar los diversos platos como sintagmas, es decir, componentes de una frase (sopa-adjetivo, pescado-sustantivo y pollo-adjetivo). No está de más añadir que su enfoque de la ropa es el mismo. Cada frase necesita un verbo, igual que necesita un sustantivo. Cada traje necesita una chequeta, igual que necesita unos pantalones. Sin la chaqueta nos queda sólo, un pronombre.

A pesar de lo que el lector pueda pensar, no estoy bromeando. Los franceses, a su manera cartesiana, son aficionados a las definiciones exactas, que deben ser además elegantes, mientras que la nomenclatura culinaria anglosajona evita la elegancia en lo posible, porque considera que complacerse demasiado en la comida es pecaminoso. En el menú de un transporte público británico encontré "melocotones en lata y leche evaporada"; esto no es elegante, aunque sea exacto. En francés hubiera sido tranches de pêches pochées en sirop a la crème americaine, o algo por el estilo. Los británicos tienen un plato muy sabroso que consiste en una salchicha de cerdo cocida en mantequilla, pero lo llaman toad in the hole (sapo en el agujero), lo cual es muy desagradable. He llegado incluso a ver un giant toad (sapo gigante) en la carta de un pub. El fish and chips (pescado con patatas fritas) es un plato exquisito (anoche lo comí en Cambridge con los dedos, en una envoltura de papel de periódico y sazonado con abundante vinagre: delicioso), pero un francés necesitaría un nombre elegante, tal como cabillaudftit aux pommes allumettes (y, desde luego, sin vinagre).

La inevitabilidad del francés en el contexto de la cuisine se constata desde el principio mismo en los utensilios de que se hace uso. Se necesita un mouli-légumes, es decir, un molinillo para verduras, que no tiene un nombre preciso en inglés. Para asar carnes en cacerola hace falta un doufeu. El bain-marie no sólo un simple baño María, y una sartén de sauté es algo más que una sartén. Se necesitan moldes charlotte y moldes para brioches, además de una salsera gras-maigre (que sirve para separar las salsas para grasas de las salsas para carnes) y, por supuesto, se necesitan platos para gratín. Conozco todos estos utensilios y otros porque mi hijo, de diecisiete años, se ha convertido en cuisinier (que suena mejor que cocinero y significa mucho más). Su tendencia a utilizar términos franceses para referirse a los procesos de cocinado, incluso cuando habla en inglés, pone de relieve el deterioro anglosajón de nuestros equivalentes nativos. La palabra stew (estofado) tiene connotaciones tanto de buen como de mal gusto (se llamaba stews a los burdeles; Hamlet dice de su madre que está stewed in corruption -literalmente, "estofada en la corrupción"-); en consecuencia, es mejor decir ragoût. Pero mi esposa, que es italiana, rechaza esta palabra porque la versión italiana ragú hace referencia a una salsa para los espaguetis. A mí personalmente no me gusta hablar de "coliflor al queso", principalmente porque era lo único que comíamos los británicos nada más acabar la guerra (si teníamos la suerte de encontrar queso y coliflor); prefiero partir de cero y llamarlo chouxfleurs au gratin. La nomenclatura francesa, al menos para, los anglosajones, nunca se agria. Aunque desde luego puede perfectamente agriarse para los franceses, que, como todo el mundo, están expuestos a tener que comer platos repugnantes.

Carne guisada y sexualidadPero, en general, se preocupan por la comida; quizá demasiado para nuestros gustos puritanos. Cuando pasea por un bosque, el panzudo senador no ve en el jabalí a un hirsuto rey de los encinares, sino, como en el caso de Obélix, el compañero de Astérix, a un cerdo relleno. Mi esposa acaba de traer la revista con la programación televisiva Télé-Sept-Jours, y me ha llamado la atención un artículo sobre cierto programa histórico que transmiten esta noche por la primera cadena. Su título es El matrimonio de Luis XIII y Ana de Austria introdujo el chocolate en Francia. El chocolate se convierte en el aspecto más importante de dicho enlace real. Se ahítan discriminatoriamente y se entusiasman con el significado exacto de las palabras, que tiene una cierta frialdad intelectual. Los americanos, especialmente las mujeres, son diferentes. Con esto quiero decir que los ingleses son capaces de devorar un banquete de setenta platos (como sucedió con el rey Jacobo I, que arruinó en sus desplazamientos a más de un campesino aristócrata forzado a hospedarle), pero no es frecuente que describan el placer de la comida sin caer en lo sentimental o lo vulgar. Y no me refiero sólo a los Wow! y Yum, yum! (incluso los niños franceses se frotan el estómago y añaden mmmmmmmm! cuando utilizan expresiones tales como Jadooore les frites!). A lo que me refiero es a ejemplos como el siguiente:

"Y una vez en París, en junio (¡qué hermosa, aunque forzada combinación del manido motivo clima/lugar!), comí en Foyot's, y en la sala en semipenumbra, en la que las rosas de invernadero trepaban por doquier, vi al encargado secar los guisantes en una enorme sartén colocada sobre la llama y luego añadirles lo que parecía ser una cantidad equivalente de mantequilla, que lanzó una nube casi visible de aroma fresco y natural, para terminar revolviéndolo todo".

Esta cita está tomada de A Food Loveris Companion, de la sección titulada Pis for peas, de M. F. K. Fischer. Yo, personalmente, prefiero definitivamente el estilo de Russell Baker:

"El queso fue deliciosamente sencillo. Una única rebanada de queso amarillo de sandwich Kraft, en su envoltura individual, sazonado frotándolo enérgicamente contra el fondo de la sartén, para que absorbiera los sabrosos jugos del bologna. El vino es absolutamente de rigueur con el queso, así que escogí un moscatel de 1974, endulzado con una guinda al marrasquino, y, por último, me aclaré el paladar con tres cebollitas en salmuera".

He visto señoras americanas en París comportarse, generalmente ante platos que, quitándoles el nombre, se convertirían en carne guisada, como si estuvieran a punto de caer en un trance sexual. Me resultó muy desagradable que la azafata británica, en mi último vuelo a Niza con la British Air, terminara su discurso de despedida con un Bon ap-

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pétit!, como si la Costa Azul fuera nada más que una mesa bien servida. Me disgusta la gente que utiliza expresiones religiosas en la mesa, como el condenado cretino que lleva un restaurante para pretendidos gourmeis en Wiltshire y que llamó en cierta ocasión la atención a un obispo por fumar en la mesa, diciéndole: "Yo no fumaría en su catedral, señor mío; así pues, le ruego que respete la mía".

Los franceses que aprecian la buena comida, pero no caen en éxtasis místicos, tienen un agudo sentido de los riesgos que entraña la alabanza excesiva de lo que se come: si lo alaba más de la cuenta quizá no pueda volverlo a comer. La escasez de elogios abiertos constituye una especie de actitud apostrófica para evitar que los dioses de la gastronomía, en su perversión, nos nieguen a los humanos lo que nos gusta. Si algo te gusta demasiado, corres el riesgo de perderlo; así funcionan estos dioses. Tienen las orejas largas, pero mala vista. Cogen siempre a los blasfemos ("Esas langoustes eran gloria pura"), pero a menudo se les escapan los dedos que se retiran de los labios en actitud mística, después de santiguarse el comensal.

Mejor que las palabras

Los americanos, con su inmensa capacidad tecnológica, han aprendido a convertir el lenguaje del menú en sustitutivo del sabor que les falta a los platos. Esto puede tolerarse en la comida o la cena, pero no en el desayuno, cuando uno está demasiado débil para apreciar los estilos literarios floridos. Ya es suficiente la insinceridad de los "¡buenos días!" con que uno es recibido. Todos esos "huevos pintados, puestos esta misma mañana en nuestros gallineros, acompañados de lonchas tostadas y crujientes de bacón curado en las colinas de Kentucky, envuelto todo ello en el aroma fragante de la achicoria recién hecha" es excederse, especialmente cuando uno acaba de oír abrirse y cerrarse el congelador donde se guardaban los venerables huevos y ha recibido una vaharada de la grasa revenida de la sartén. Nadie sabe a quién puede ir destinada esta florida prosa culinaria; desde luego, los americanos no se dejan engañar por ella. Quizá sea para asiáticos como Nalini, el personaje de Balachandra Rajan en su novela Too Long to the West:

"Voy a tomar estofado de almejas de Boston", dijo, "y pavo joven de Vermont, relleno y asado, con patatas de Idaho doradas, que se derriten en la boca. Y luego, melocotones de California gigantes, maduros en la rama".

"Tenemos chop-suey', contestó la chica, "y albóndigas suecas y bisté suizo. Pero no tenemos ninguna de esas cosas elegantes que pide".

"Entonces, tomaré una hamburguesa", insistió Nalini obstinadamente.

"La quiere con patatas fritas?"

"La quiero", dijo Nalini, apretando sus bellos dientes, "con patatas que tengan el sabor de la tierra americana, fritas como deben freírse, en mantequilla fresca como las mañanas de New England. Y luego tomaré pastel cocido como su abuela lo cocía cuando América era auténtica".La frustración de Nalina sólo será comprensible para un americano cuando se dé cuenta de la xenofilia que reina en su cocina cotidiana: hamburguesas que en Hamburgo nunca comprenderían, patatas fritas a la francesa incomprensibles para los franceses o pasteles ingleses nunca vistos en Inglaterra. Basta atribuir a los platos cotidianos un origen europeo para añadirles la salsa de lo misterioso. O quizá no sea así. Estuve hace poco con una pareja americana que acababa de volver de una visita a Europa. La esposa abrió una lata de espagueti Heinz, al tiempo que decía: "Es agradable volver a los productos auténticos después de todas esas comidas extranjeras".

Aprendamos de los franceses, que no dicen nada cuando la comida es soberbia, pero lanzan interminables peroratas plagadas de invectivas si no lo es. Recobremos nuestro espíritu puritano con una breve oración antes y después de las comidas (tengamos en cuenta que el mero hecho de comer ya es una suerte, pero no nos excedamos con poemas en prosa sobre las tripes á la Caen. Recordemos que la función básica del idioma es categorizar y que está bien rebuscar en el diccionario términos que describan los procesos culinarios, pero no la poesía de lo que el doctor Johnson llama gulosidad. La vulgaridad de una gran parte de los escritos culinarios corre parejas con la de la literatura sexual. Ciertas sensaciones sólo pueden describirse con metáforas, y las metáforas relacionadas con las sensaciones suelen estar emparentadas con el misticismo. El Antiguo Testamento nos recuerda que en el Exodo de los judíos se consideraba un gran pecado desear las cebollas y puerros de Egipto. En la versión que hace la Vulgata de los salmos se alude al admirable método orienta¡ de demostrar satisfacción después de una buena comida: "Cor meum eructavit laudem tuam" ("Mi corazón eruptó tus alabanzas"). Eructando, pero no demasiado fuerte. He aquí una forma de expresión mejor que las palabras.

Copyright Anthony Burgess, 1982. El autor es novelista y ensayista.

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