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Cursos de verano

Procuro convertir mi vacación veraniega en un breve curso de naturaleza. El hombre ciudadano necesita de tiempo en tiempo sumergirse unos días en la contemplación de su entorno natural: campo, bosque, paisaje, montaña o mar. Asomarse a la mar en demanda del alba tiene algo de rito arcaico, de búsqueda fructuosa de la luz que ha de llegar. A esto le llaman la aurora se titula una memorable novela de Emmanuel Robles. En mi península minúscula del mar Cantábrico, el sol se alza entre una pared de grises nubarrones sobre la costa de Francia. Viene el sol a la cita horaria con puntualidad astral, ya que es él quien rige todos los relojes del mundo. Derrama su primera luminosidad sobre la mar, cuyo color va modificando de gris oscuro en verde plateado, hasta un blanco lechoso, deslumbrante, en un espejo solar que establece el típico cabrilleo de una pequeña galerna de estrellas con olitas rompientes.Los cielos se abren con lentitud en esta mañana de julio. La nube oscura se enrojece por debajo y se va trocando en rosácea mientras se rompe en jirones, dejando adivinar un techo superior tímidamente azul. Ahora el sol ha subido unos escalones y es imposible mirarlo de frente. Deslumbra, pero todavía no calienta. La primera versión de los edificios que ilumina el sol mañanero es pálida y un tanto fantasmal. No sé por qué evocan el tiempo antiguo, los siglos que fueron, el pasado, los años dormidos del silencio y de la memoria, es decir, el ayer.

Las gaviotas llegan puntuales también, en grandes bandadas, con algunos petreles incluidos en el escuadrón. Aterrizan en la arena, patean, picotean, observan y al cabo de un rato levantan el vuelo entre graznidos de animal gangoso y protestón. La playa tiene un sonido especial al amanecer. Es un rumor fresco y multitudinario el que traen las olas despiertas. Y con él adviene la primera brisa de la amanecida, todavía cargada de perfumes balsámicos del pinar con picante salino del aire marítimo. Empieza el rigodón de los vientos y de los climas: Terral y noroeste, meseta castellana y depresión vasca bailan su encuentro cotidiano. Suena un lejano redoble de tambor. Es la tormenta mañanera. El poniente en retirada avanza sus ocuros peones defensivos sobre la mar con nubes bajas y grises que se convierten en lluvia. Es un agua mansa, insistente, sin llegar a torrencial, que platea al caer las hojas anchas de las higueras. El viento se ha detenido. El cañaveral ni suena ni se doblega. El sol se esconde provisionalmente, pero sigue luciendo a lo lejos por encima de la costa de Biarritz.

El promontorio rocoso que remata mi península toma ahora con la breve tormenta tintes sombríos casi morados, como los vio y dibujó Darío de Regoyos en uno de los grabados iniciales de la "España negra". El día va a empezar el giro de su tiempo. Puede traer a millones de seres felicidad, desgracia, suerte, contratiempo, sorpresa y rutina. Conlleva en su seno horario, vidas que llegan y muertes que acontecen. Pero el día natural es un ciclo impasible e indiferente que sirve de mudo escenario al devenir humano. Seguir la marcha de un día es tan apasionante como el relato periodístico de los hechos que nos traerá la Prensa de mañana. El aldeano, el marinero, el pescador, conviven en esa realidad de la naturaleza que los hombres de la ciudad desconocemos por haberla olvidado. Un curso de verano de naturaleza es un reciclaje del hombre en la biosfera y un chapuzón temporal en ese ambiente que nos pertenece. Descubrir el variable mosaico de los cielos diurnos es por sí solo un inacabable ejercicio de impresiones estéticas. En áreas de nubosidad altamente probable, como son los cielos habituales del paisaje vasco, se adivinan fondos zuloaguescos. Pero también identifico, tumbado al sol en las horas matutinas, a pintores de mi predilección. Veo los grises infinitamente matizados de Chillida; los diáfanos rasos del viento sur de Ormaolea; las nubes contenidas de Olaortúa; las lejanías autodidactas de Nieto Ullibarri; las minuciosidades perfeccionistas de Apellániz y también los días de calma de Adolfo Guiard y hasta un trozo de cielo soleado y embanderado del Bilbao festivo de un pastel de Manuel Losada.

Tomé parte en otros cursos de verano, los recientes cursos de la Universidad de Santander, y asistí a la inauguración oficial en la hermosa aula de la Magdalena. Fueron unas horas de solemne y pública reconciliación cultural y civil. El rector Morodo lo puntualizó en palabras que de puro transparentes parecían inverosímiles en la España críptica de las anfibologías temerosas que hoy se escuchan. La España de la Institución y la España de don Marcelino se unían en un común deseo de modernidad, tolerancia y libertades cívicas. ¿Quién pondría reparos a tan noble propósito, logrado al amparo de la Monarquía constitucional y parlamentaria? Recorrí brevemente con unos amigos, en los días sucesivos, el incomparable paisaje de Cantabria para hacer bueno el dicho de que no hay paisaje sin historia.

Sánchez Albornoz, en uno de sus quintaesenciados ensayos, acentúa la significación en nuestro pasado de la existencia del eje Asturias, Cantabria, Vasconia, con su topografía fragosa y recóndita. "La herencia temperamental de esos pueblos del norte de España", escribe, "que no había sido edulcorado por el doble señorío romano y visigodo, les permitió, diríamos mejor les movió, a iniciar una resistencia bélica contra los musulmanes, lucha que solemos llamar, no impropiamente, la Reconquista". He ahí una de las claves de la historia de nuestra nación, según el ilustre maestro.

De los cauces tortuosos del desfiladero de la Hermida subimos a Linares por un prodigioso camino botánico, acaso uno de los más bravíos parajes del "venerable antemural" norteño, en palabras de Jovellanos: "Sin ese antemural", escribe, "¿qué sería de la libertad de España?". Allí se reconoce en efecto la singular y escondida fractura del terreno como topos ideal para el batallar resuelto de los hombres de la España independiente, que hizo decir al escritor latino que los habitantes de la península eran tan propicios y bien dispuestos a la guerra que cuando no tenían enemigo exterior luchaban entre sí.

Y junto al quebrado suelo, el vuelo de la piedra labrada. Aparecen las casonas montañesas con sus "pétreos tumores de vanagloria", como los llamó Ortega, aflorando en fachadas y esquinazos.

Hidalguías y linajes cuelgan sus trebejos heráldicos al aire de las solanas. No se cansa uno de admirar el lujoso equilibrio de edificios y ornamentos blasonados afirmando la eternidad de los que fueron; proclamando la fama imperecedera de haza

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ñas y batallas acaso exageradas; mostrando el propósito de valorar el gesto individual, de exaltar al personaje para que viva su memoria por los siglos antes de entrar en el olvido general del más allá. ¿Y habéis visto nada tan adaptado, tan espontáneo, tan bien insertado en el entorno vegetal y urbano como estas construcciones civiles espléndidas con las portaladas monumentales que preceden solemnes a la residencia propiamente dicha?

De regreso al promontorio vasco, me encuentro ahora con el sol del ocaso que riela en la bahía del Oeste con un derroche de luces levemente doradas. En la costa cantábrica no despedimos generalmente al sol en el horizonte del mar como los moradores de los finisterres atlánticos en el Galway irlandés, o en el Land's End de Cornwall, o en Concarneau o en Quiberon de la Bretaña, o en el verdadero cabo de Finisterre gallego. Nuestro adiós se lo damos al tragarse cada noche el monte cercano la redonda y anaranjada bola de fuego. El mar se vuelve entonces todo de plata y apenas se agita la lisa superficie. Parece esperar la muerte del día resignadamente. Un cúmulo de nubes ocultan en este atardecer al sol y convierten al celaje en una especie de Tabor transfigurado, con haces de rayos a lo Maella. Vuelve el chubasco, esta vez procedente del Este, por donde adviene la noche. Ahora, las ráfagas de la galernilla estremecen la tersa llanura del agua. Se ha roto el trono de las nubes y el sol se presenta como una hostia de luz descendente a la que ya se puede mirar de frente sin riesgo de quemadura oftálmica. Las últimas lanchas motoras de los pescadores de bajura se refugian una tras otra en el puerto ondarrés, empujadas por minúsculas velas de rojo escarlata sujetas en un improvisado tangón de popa.

Los nubarrones se han llevado definitivamente al sol prisionero en sus espesos cendales. La mar se ha vuelto verde. Y el cielo se ha despejado, quedando una muralla de telones grises festoneando el horizonte. La noche no llega de golpe, sino poco a poco. Las rocas del promontorio y los pinares son los que primero se integran en el ejército de las oscuras siluetas. Todavía dura, al cabo de mucho tiempo, el reflejo de la luz del ocaso en lo alto de la bóveda celeste. Las farolas alineadas del puerto se iluminan y civilizan con su artificialidad el aire fantasma¡ de la dársena. Hay tres faros en la costa que guiñan sus avisos al navegante. El rojo, que baliza el malecón de babor de la entrada del puerto. Otro verde, que avisa de un cabo que avanza por estribor. Y un tercero, blanco y lejano, que viene de Lequeitio, en cuya playa tuvo lugar "el regio baño que en destierro acaba" de la isabelina historia. Son estos faros "Iuceros de parpadeos lentos", como definió a la costumbre el verso barroco de Ramón de Basterra.

La noche ha cerrado la paleta cambiante de los colores del día. Solamente se oye el ritmo apaciguado de las olas que se van replegando en un murmullo hacia el seno profundo de la mar de Vizcaya.

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