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Tribuna:El destino de la Tierra / y 4
Tribuna
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La humanidad no está predestinada a destruirse

La Tierra se formó hace 4.500 millones de años. Unos quinientos millones de años después surgió la vida en el planeta. Durante los 4.'000 millones de años siguientes, la vida se fue haciendo gradualmente más compleja, variada e ingeniosa, hasta que, hace alrededor de un millón de años, produjo a la humanidad, la especie más compleja e ingeniosa de todas las que habían aparecido. Hace solamente 6.000 o 7.000 años -un período que para la historia de la Tierra es más corto que un minuto en relación con un año- emergió la civilización, que nos faculta para construir un mundo humano y sumar a las maravillas de la evolución las nuestras propias: las maravillas del arte, la ciencia, la organización social, los logros espirituales. Pero, a medida que edificábamos construcciones más y más altas, se debilitaban progresivamente a nuestros pies los cimientos evolutivos, y ahora, a pesar de todo lo que hemos aprendido y logrado -o, más bien, a causa de ello-, tenemos a toda esta creación terrestre convertida en rehén de la destrucción nuclear, y amenazamos con devolverla a las tinieblas inanimadas de las que procede. Y esta amenaza de autodestrucción y de destrucción planetaria no es algo que plantearemos algún día en el futuro si no tomamos ciertas precauciones; está aquí ahora, cerniéndose en todo momento sobre nuestras cabezas. Si nuestra especie llega a destruirse a sí misma será una muerte en la cuna, un caso de mortalidad infantil. La disparidad entre la causa y el efecto del peligro es tan enorme que nuestra mente parece incapaz de abarcarla.Hubo una vez un tiempo en el que se podía reflexionar sobre nuestro dilema con menos inquietud. En agosto de 1945, cuando se hizo pública la invención de la bomba por medio de su primera utilización contra seres humanos -contra el pueblo de Hiroshima-, quedaba por delante un intervalo de unas décadas que podían haber sido aprovechadas para configurar un mundo a salvo de la extinción por las armas nucleares, y de hecho hubo algunas voces que aconsejaron una profunda reflexión en tomo al peligro que nos amenazaba, y pidieron que adoptásemos medidas para alejarlo. El 28 de noviembre de 1945, menos de cuatro meses después del bombardeo de Hiroshima, el filósofo inglés Bertrand Russell se levantó en la Cámara de los Lores para decir: "No debemos analizar este fenómeno simplemente desde el punto de vista de los próximos años; debemos contemplarlo desde el punto de vista del futuro de la humanidad. La cuestión es muy simple; ¿puede seguir existiendo una sociedad científica, o está inevitablemente condenada a provocar su propia destrucción? Es una cuestión muy simple pero vital. No creo posible exagerar la gravedad dé las posibilidades destructivas que supone la utilización de la energía atómica. Cuando paseo por las calles y veo la catedral de St. Paul, el Museo Británico, las Casas del Parlamento, y los demás monumentos de nuestra civilización, veo en el fondo de mi mente una visión de pesadilla en la que esos edificios son montones de escombros rodeados de cadáveres. Es una cosa que tenemos que mirar de frente, y no sólo en nuestro propio país y sus ciudades, sino en todo el mundo civilizado".

Russell, y con él otros hombres, como Albert Einstein, pidieron de forma apremiante un desarme global y completo, pero sus consejos fueron desoídos. En lugar de ello, el mundo se dispuso a construir los arsenales que actualmente poseemos. De todas las '"modestas esperanzas de los seres humanos", la más modesta es la de que la humanidad sobreviva, pues solamente nos sitúa en el umbral de todas las demás esperanzas. Al abrigar esa esperanza no estamos siquiera exigiendo justicia, libertad, felicidad o cualquier otra cosa de las que pedimos a la vida. Ni siquiera pedimos necesariamente que se nos garantice nuestra supervivencia personal; sólo queremos que otros nos sobrevivan. Pedimos la garantía de que cuando muramos como individuos -como sabemos que nos ocurrirá- siga viviendo la humanidad. Sin embargo, cuando hace acto de presencia el peligro nuclear, como sucede ahora, la esperanza de supervivencia humana se convíerte en la mayor de todas las esperanzas, ya que es la base de todas las demás esperanzas, y si falta ésta todas las demás se marchitarán gradualmente y morirán. Una vida sin la esperanza de supervivencia humana, es una vida llena de desesperación.

Nadie considera la autoextinción de la especie como un acto cuerdo o juicioso; sin embargo, es un acto que, aun sin reconocerlo plenamente, proyectamos cometer en determinadas circunstancias. Como es imposible realizarlo de forma plenamente voluntaria e intencionada, a menos que quien lo perpetre.se haya vuelto loco, solamente puede acontecer debido a una especie de descuido, como "efecto secundario" de una acción que sí pretendemos realizar, como, por ejemplo, la defensa de nuestro país, la defensa de la libertad, la defensa del socialismo o la defensa de cualquier cosa en la que creamos. En este sentido, nuestra incapacidad de apreciar la magnitud y la significación del peligro es una condición necesaria para cometer ese acto. Sólo podemos llevarlo a cabo si no sabemos muy bien lo que estamos haciendo. Así pues, la condición necesaria para que la extinción sea posible es que pensemos en ella de un modo que, al menos en parte, desvíe nuestra atención de su verdadero significado.

Sobemnía y guerra

Esta organización de los asuntos políticos no fue intencionada. Nadie escribió un libro proponiéndola; ningún parlamento se reunió para debatir sus méritos y la aprobó tras una votación. Es algo que, simplemente, estaba ahí, al comienzo de la historia conocida; y hasta la invención de las armas nucleares siguió permaneciendo ahí, sin experimentar cambios fundamentales. Pese a no haber sido planeada, esta organización tuvo características notablemente duraderas, y determinadas ventajas y desventajas analizables; por tanto, la llamaré, a partir de ahora, sistema: el sistema de soberanía. Su característica más destacada, quizá, e indudablemente la más importante en lo que atañe al dilema nuclear, era la relación aparentemente indisoluble entre soberanía y guerra. Pues, al parecer, los pueblos sin soberanía eran incapaces de organizarse y de declarar guerras a los otros pueblos, y sin guerra eran incapaces de evitar que su soberanía fuese destruida por los ejércitos enemigos.

El sistema de soberanía es para la Tierra y la humanidad lo mismo que una fábrica, contaminante para el medio ambiente local. La máquina produce ciertas cosas que sus usuarios desean -en este caso, la soberanía nacional- y, también, como inoportuno efecto secundario, extingue la especie.

La ambivalencia. resultante del intento de introducir por la fuerza las armas nucleares en el sistema militar y político preexistente ha conducido a una situación en la que, por decirlo con palabras de Einstein -un hombre tan clarividente en su pensamiento político como en su pensamiento científico-, "el poder desencadenado del átomo lo ha cambiádo todo menos nuestra manera de pensar, y en consecuencia avanzamos hacia catástrofes sin precedentes". Como sugiere la observación de Einstein, la revolución nuclear ha avanzado muchísimo, pero aún no ha terminado. Lo que ahora debemos decidir es si la terminación supondrá la extinción o si, por el contrario, producirá una revolución política mundial; si los bebés que los científicos dieron a luz en Alamogordo acabarán con nosotros o seremos nosotros los que acabaremos con ellos. Pues no sólo hemos sido incapaces de cambiar nuestra manera de pensar, sino también nuestras acciones e instituciones: nuestra organización política mundial en su totalidad. Vivimos con un pie en cada uno de los dos mundos. Como científicos y como técnicos, vivimos en un mundo nuclear, en el que, lo admitamos o no, poseemos instrumentos destructivos que nos capacitan para extinguimos a nosotros mismos como especie. Pero como ciudadanos y políticos seguimos viviendo en el mundo pre nuclear, como si no fuera posible la extinción, y los Estados soberanos pudieran utilizar todavía los instrumentos de destrucción como instrumentos políticos, como "una continuación de la política por otros medios", según reza la famosa frase del gran filósofo de la guerra, Karl von Clausewitz.

Ni vencedores ni vencidos

Uno de los aspectos que distinguen la guerra de todas las demás aplicaciones que ha hecho la humanidad de sus cada vez mayores avances técnicos, es que en la guerra no se obtiene ningún beneficio ni se consigue ninguna finalidad si las potencias en conflicto no agotan hasta el límite, o casi, sus fuerzas. Pero en una guerra nuclear las fuerzas de los dos bandos no se agotan hasta que los dos bandos han quedado aniquilados. No puede haber un vencedor sin un vencido, y el fracaso de los esfuerzos militares de este último señala el fin de las hostilidades, que permite al vencedor recoger los despojos. Pero cuando los dos adversarios tienen armas nucleares, el momento de descalabro no llega a producirse, y las fuerzas militares -los misiles- de ambos países siguen combatiendo después de que los países mismos han desaparecido.

No hay, pues, necesidad de abolir la guerra entre superpotencias; ya ha desaparecido. Entre las opciones posibles ya no figura la guerra. Ahora no hay más alternativas que la paz, por un lado, y la aniquilación, por otro. Y la aniquilación -o destrucción garantizada- dista tanto de la guerra como de la paz, y cuanto antes reconozcamos este hecho, antes podremos salvar a la especie de su autoexterminación.

La inutilización de la guerra es algo que merece una buena acogida en sí mismo (aunque no si el precio es la extinción, o incluso la amenaza perpetua de extinción), pero el sistema de soberanía quedó con ello desequilibrado. La finalidad última de las fuerzas militares en el sistema de soberanía -la defensa del propio país medíante el combate contra las fuerzas del enemigo, y su derrota- fue anulada de golpe, porque no existe defensa contra las armas nucleares. Retirado el árbitro último, las naciones, que empezaron,a vivir aterradas ante la posibilidad de su aniquilación, pero asimismo cmpavorecidas por el riesgo de caer en poder del enemigo, no tuvieron más remedio que inventar alguna nueva forma de asegurar su supervivencia y de alcanzar sus propósitos en el mundo. Efectivamente, el sistema de soberanía topó con una brusca crisis. EI mundo tuvo que elegir entre rechazar la soberanía y la guerra (que, de pronto, dejaba de ser una guerra) y crear una organización política mundial que arbitrase las disputas intemacionales, o tratar de apuntalar la soberanía mediante el uso o el despliegue de las armas nucleares.

La doctrina resultante fue la de

La humanidad no está predestinada a destruirse

la disuasión nuclear: el lúgubre producto político e intelectual de nuestro intento de vivir simultáneamente en los dos mundos, el mundo científico nuclear y el mundo militar y político pre nuclear. Tanto por su tono intelectual, emotivo y moral, como por su contenido, se trataba de una doctrina nueva. No es extraño que las personas encargadas de elaborar esta doctrina y de llevarla a la práctica parezcan padecer, a veces, una doble visión, como si en algunos momentos reconocieran que vivimos en un mundo nuclear, en el que está en juego la vida de la especie, y en otros olvidaran este hecho y creyeran que todavía puede librarse una guerra sin riesgo de autoexterminio. El hecho de que nuestros estrategas, cuando se disponen a pensar sus impensables pensamientos, se sientan obligados a prescindir deliberadamente del resto de sus alforjas humanas -sus sentimientos, su sentido moral, su humanidad-, es un síntoma del cisma existente entre lo que Einstein llamó nuestro pensamiento y la realidad que nos rodea. Porque los requisitos de la estrategia en su forma actual les fuerzan a planear acciones que no pueden defenderse desde ningún punto de vista moral digno de tal nombre. Un pensador estratégico, en una asombrosa inversión del concepto habitual que se tiene de la obligación moral, ha dicho que hace falta una voluntad de hierro para recomendar la matanza de cientos de millones de personas en un ataque nuclear; esto constituye un punto de vista incómodamente próximo al que expuso Heinrich Himmler cuando dijo a los comandantes de las SS que, para poder llevar a cabo la exterminación de los judíos, tenían que ser sobrehumanamente inhumanos.

Doctrina de disuasión

La proposición básica de la doctrina de la disuasión -el mecanismo lógico del que depende la posibilidad teórica de que el mundo vea salir el sol mañana- es que se puede evitar un holocausto nuclear si cada potencia o bloque de potencias nucleares tienen dispuesta una fuerza nuclear con la que amenaza de forma creíble destruir toda la sociedad de cualquier atacante, incluso después de sufrir el peor primer golpe posible.

La principal virtud de la doctrina de la disuasión nuclear es que empieza aceptando este hecho básico de la vida en el mundo nuclear, y que no lo hace solamente en el plano retórico sino también en el plano práctico de la planificación estratégica. Por esta razón admíte que ya no se puede lograr una victoria en un enfrentamiento entre dos potencias nucleares bien armadas, como Estados Unidos y la Unión Soviética. El senador Barry Goldwater publicó en 1962 un libro titulado: Why not Wictory? (Por qué no es posible la victoria?). Los estrategas nucleares tienen una respuesta decisiva para esta pregunta: porque en el actual mundo nuclear, la victoria es el fin. De este aserto se deduce la conclusión, a la que llega Brodie en 1946, de que la única finalidad de la posesión de armas nucleares estratégicas no es ganar la guerra, sino evitarla. La adopción del objetivo de evitar la guerra, en lugar de ganarla, exige adoptar otras directrices que se alejan mucho de la tradición militar. Una de ellas es el abandono de la defensa militar del propio país, de lo que antes era el centro de toda planificación militar y la más sacrosanta justificación de la vocación militar. La política de disuasión descarta la posibilidad de actuar en defensa de la patria; promete solamente que si la patria fuera aniquilada, también sería arrasada la patria del agresor. De hecho, es una política que va aún más allá: exige realmente que cada uno de los bandos deje a su población expuesta al ataque, y que no haga ningún esfuerzo serio de protegerla. Este requisito se deriva de la lógica básica de la disuasión, según la cual la seguridad es "el robusto hijo del terror". Según esta lógica, la seguridad sólo puede ser tan grande como lo sea el terror y, por tanto, hay que atizar constantemente éste. Si el terror disminuyera -por ejemplo, mediante la construcción de refugios nucleares que protegieran una parte importante de la población de un país-, también disminuiría la seguridad, porque el bando protegido podría tomar la decisión de provocar un holocausto, creyendo que podría ganar en las hostilidades. A ello se debe que en la estrategia nuclear haya que garantizar, perversamente, la destrucción, como si nuestro objetivo no fuera salvar la humanidad, sino destruirla.

Si la virtud de la doctrina de la disuasión consiste en que acepta el hecho básico de la vida en un mundo nuclear -que un holocausto provocaría la destrucción de los dos bandos, y posiblemente también la extinción del ser humano-, su defecto consiste en el edificio estratégico que erige sobre los cimientos de ese hecho.

La línea de error lógico de la doctrina penetra directamente hasta el centro mismo de su principal principio estratégico, es decir, de la proposición según la cual la seguridad se consigue garantizando que cualquier agresor nuclear quedaría aniquilado en un ataque de represalia. Pues si bíen la doctrina basa su éxito en la decisión, por parte de una víctima poseedora de armas nucleares, de lanzar el segundo ataque aniquilador, no ofrece ninguna justificación cuerda o sana de este acto en caso de que llegara a realizarse. En la estrategia militar pre nuclear, el efecto disuasivo de la fuerza era un útil subproducto de la capacidad y la voluntad de disputar y ganar guerras. La disuasión era la sombra que proyectaba la fuerza o, por decirlo con la metáfora de Clausewitz, el crédito que resultaba de la aptitud para pagar en efectivo la decisión favorable de las armas. La lógica de la disuasión pre nuclear escapaba al círculo vicioso, porque cada bando estaba francamente dispuesto a hacer la guerra y a luchar por la victoria si fallaba la disuasión. La disuasión nuclear, en cambio, supuestamente sólo pretende evitar la utilización de la fuerza por ambos bandos, y ha abandonado desde un principio la posibilidad de una decisión favorable por las armas.

El hecho de que hasta ahora se hayan utilizado las amenazas nucleares con fines que, hablando en términos generales, pueden calificarse de defensivos, para mantener más que para desestabilizar la situación, oculta hasta cierto punto el hecho de que hayamos dejado que la extincíón reemplace a la guerra como protector final de los intereses nacionales. Nadie ha intentado, por ejemplo, conquistar otros países utilizando la amenaza o el uso de armas nucleares. El hecho de que recurramos al peligro de extinción para congelar así el mundo en su estado actual queaa en cierto sentido al descubierto en tiempos de crisis, porque entonces peligra el statu quo. En esos momentos -la crisis de Berlín, la crisis de los misiles cubanos, la colocacíón de minas en el puerto de Haifong por parte de los norteamericanos en 1972, la invasión soviética de Afganistán en 1979, entre otras-el mundo vislumbra de repente hasta dónde están dispuestas a llegar las superpotencias en defensa de sus intereses. Cuando retorna la calma, sin embargo, se nos permite olvidar este feo aspecto del mundo nuclear, albergar de nuevo la ilusión de que poseemos armas nucleares únicamente a fin de prevenir su utilización.

No nos queda otro remedio que preguntarnos qué habría hecho Carter si los soviéticos hubieran ignorado su amenaza e invadido Irán o Arabia Saudí, del mismo modo que no nos queda más remedio que preguntarnos qué habrían hecho los dirigentes soviéticos o norteamericanos si hubiese llegado a materializarse una acción inaceptable en contra de los intereses vitales de sus países: si, por ejemplo, la Unión Soviética hubiese invadido Alemania Occidental o si las fuerzas de la OTAN hubiesen invadido Alemania Oriental. Esto es lo que tuvo que preguntarse el mundo durante la crisis de los misiles cubanos, y lo que tiene que preguntarse cada vez que los intereses de las superpotencias chocan en cualquier parte del mundo.

Nihilismo biológico

Nos dicen que una actitud realista nos obliga a conservar el sistema de soberanía. Pero este realismo político no es realista desde el punto de vista biológico; es un nihilismo biológico, y por este motivo también es nihilismo político. De hecho, es un nihilismo en todos los sentidos concebibles de la palabra. Nos dicen que forma parte del destino humano -o que incluso es una ley natural- el hecho de que debamos preservar la soberanía y dirimir siempre nuestras diferencias por medio de la violencia, obedeciendo quizá a algún imperativo territorial o a alguna oscura e ineluctable verdad que anida en el fondo de nuestras almas. Si nuestro destino es éste, nuestro destino es, pues, perecer. Pero ¿debemos necesariamente abrazar el nihilismo? ¿Debemos morir? ¿Acaso la autoexterminación es una ley de nuestra naturaleza? ¿No podemos hacer nada en absoluto? Yo no lo creo así. Efectivamente, si admitimos la realidad de las condiciones básicas del dilema nuclear, es decir: que los actuales niveles de armamento rnundial son suficientemente grandes para extinguir posiblemente la especie si se produjera un holocausto; que si se produjera la extinción desaparecerían todas las finalidades humanas; que debido a que una vez extinguida la especie no habrá una segunda oportunidad, y la partida habrá terminado para siempre; que, por tanto, la posibilidad de extinción debe ser encarada moral y políticamente, como si fuera una cosa segura; y que, bien por accidente o bien por voluntad, un holocausto puede producirse en cualquier instante; si admitimos todo esto, cualesquiera que sean nuestras opiniones políticas en tomo a otras cuestiones, nos vemos impelidos de manera casi inevitable a adoptar alguna forma de acción que libre al mundo de las armas nucleares. Del mismo modo que hemos decidido fabricar armas nucleares, podemos decidir deshacerlas. Del mismo modo que hemos decidido vivir en el sistema de estados soberanos, podemos decidir que queremos vivir en algún otro sistema. Hacerlo así sería, naturalmente, algo sin precedentes, y en muchos sentidos sería también aterrador e incluso verdaderamente peligroso, pero no es en absoluto imposible. Nuestro actual sistema y las instituciones que lo componen, son los escombros de la historia. Se han convertido en enemigos de la vida, y es necesario barrerlos del mundo. Son un nudo corredizo en torno a la garganta de la humanidad, que amenaza con asfixiar el futuro humano, pero podemos cortar ese nudo y quedar libres. Suponer lo contrario sería decretar un destino falso, moldeado a partir de nuestras debilidades y nuestras propias decisiones alterables. Nuestro conocimiento básico de la fisica nos ha condenado a vivir el resto del tiempo con el conocimiento de cómo destruimos a nosotros mismos. Pero eso no quiere decir que estemos predestinados a destruirnos, Podemos elegir la vida.

Copyright Jonathan Schell. Argos Vergara, 1982.

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