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Goethe-Galdós: dos etapas románticas

Galdós, es lógico, estuvo muy atento a la sucesiva entrada de la literatura francesa en el ambiente literario y social de Madrid. Los que llamamos Episodios románticos -desde Mendizábal a Vergara- son también historia viva de la invasión del romanticismo francés. El protagonista de esos episodios, Fernando Calpena, encarnación viva del espíritu del primer romanticismo -luego, como ocurre con casi todos los personajes galdosianos, se hará conservador y conformista-, vive pendiente de la llegada de los libros franceses, de Víctor Hugo sobre todo.En medio de eso, en el ambiente que se creó en torno al suicidio de Larra, la traducción de Las cuitas del joven Werther, traducción reeditada ahora -¿por qué penas y no cuitas, exacta y preciosa palabra llena de tradición?-, prohibida antes por la Inquisición. Galdós sitúa exactamente la aparición de la novela de Goethe no sólo en fecha sino en ambiente. Se trata del delicioso episodio La estafeta romántica: queda para otra ocasión detenerse en los enormes aciertos de Galdós en lo que llamó cartas-retrato. Fernando Calpena, personaje central, ha recibido un tremendo golpe con el casamiento, con trampa, de Aura, a la que quiso raptar a lo romántico. El fracaso hace temer a su madre desconocida -Pilar de Loaysa-, a su capellán y a sus protectores que aparezca la tentación de moda: el suicidio.

Está lo de Larra y la novela de Goethe, y está la correspondencia de dos señoras riojanas, ingenua la una, astuta la otra. Escribe la primera: "A este propósito mostró Demetria un libro ya leído y que pensaba leer de nuevo, en el que otro romántico de los más gordos pone el ejemplo del enamorado que se mata por tener la novia casada.

Llámase Las cuitas del joven Uberte, o cosa así, y es una historia muy sentimental y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte y está siempre buscándole tres pies al gato, hasta que le da la idea negra de pegarse un tiro, lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió conocer al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece vizcaíno, así como Goiti o Goitia... Y no sólo anda resobando al tal Uberte o Gúerter...".

El romanticismo tardío

En tomo a la revolución de 1868 y prolongándose durante la Restauración, hay un romanticismo tardío, con Bécquer a la cabeza, acoplado a la estabilidad burguesa. Romanticismo para los años jóvenes -la novia ideal- y un sentido muy práctico para el matrimonio: es el caso de Vicentino Halconero, encantador a sus veinte años, revolucionario de salón, con novia real, Fernanda, pero con dramática historia anterior y con muerte muy romántica, de tuberculosis.

Halconero, joven mimado y rico, cojito a lo Byron, es cliente asiduo de la librería Durán, en la carrera de San Jerónimo. Devora la literatura francesa; permanece la primacía de Hugo, pero le sobresaltó Balzac y, claro, otra vez Las cuitas, y con qué fervor...

"El espíritu del neófito se remontó de improviso, requiriendo arte y emociones de mayor vuelo. Releyó historias y poemas, y buscando, al fin, la belleza, la amargura que a su alma era grata, se refugió en Werther como en una silenciosa gruta llena de maravillas geológicas y ornada con arborizantes parietarias de peregrina hermosura".

No tardó Halconero en tomar gran afición a la literatura concebida y expuesta en forma personal... "En diversas epístolas puso Rousseau su Nueva Eloísa, y en espasmos de amor y desesperación, diariamente trasladados al papel, contó Goethe las desdichas del enamorado de Carlota".

¿Goethiano Galdós? No, no era ese su talante. Y cuando se trata de encantamientos fáusticos, si huella clara hay en La sombra, la temprana novela, en las otras referencias a ese mundo más aparece la sombra quijotesca, inseparable siempre de la creación cervantina. Más lógico es que el Galdós crítico de ópera se acogiera a la versión edulcorada de Gounod, cuyo Fausto se estrena en 1865. Por eso mismo, por no tener talante goethiano, tiene gran mérito el que, una vez más y a través de personajes muy característicos, muy creados, ponga lo necesario para que la novela sea historia viva. Goethe se queda ahí, y es Valera quien se meterá muy adentro y de viejo sentirá un último calorcillo parecido al del olímpico en Marienbad.

Federico Sopeña es director del Museo del Prado.

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