Se impuso el monopuyazo

Todo discurrió dentro de los cauces normales -desgraciadamente normales en la actualidad- que podían esperarse. Gran expectación, plaza absolutamente llena, público bondadoso y orejas, muchas orejas. Aunque los toros tenían buen trapío, andaban escasos de fuerzas y con un solo puyazo, el famoso monopuyazo, se cambió el tercio en los seis astados, aún así llegaban casi asfixiados -"señor torero, máteme ya, por caridad"- al final de la faena. Los espadas estuvieron en su línea. Paquirri, poderoso, montando su número de banderillas, o sea, negándose a ponerlas hasta que los tendidos se lo reclaman, y con dos faenas uniformes y valientes bien rematadas con el acero. Dámaso González hizo lo propio, lo que le caracteriza, y se llevó una oreja en el segundo tras una faena encimista y con pases inverosímiles, aunque, eso sí, con gran temple; mientras que su otro enemigo se rajó mediado el trasteo y no hubo forma de sacarle más pases. Se ovacionó su voluntad. Y la reedición en los ochenta de Palomo Linares, léase Espartaco, caló en los tendidos con dos faenas de tantos pases como poca clase, pero eso sí, mucha mirada sonriente y cómplice al público, y mucho flequillo. Además, dejó un bajonazo indecente en el tercero. Dio igual. Y el público, sin olvidar la responsabilidad del presidente, le consiguió dos orejas que junto a otra en el sexto ganada de semejante manera le hicieron el triunfador máximo de la festiva tarde. Todo muy normal.