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El malentendido euro-americano

Después de las cumbres aparentemente positivas de Versalles y Bonn, los diferendos entre las naciones de la Comunidad y Estados Unidos parecen aumentar considerablemente. El veto americano a la utilización de ciertas tecnologías en la construcción del gasoducto siberiano ha creado una sensación de vivo malestar en Alemania Federal, en Francia, en Italia y en el Reino Unido por la importancia de los contratos suscritos y la difícil situación de los mercados industriales occidentales, en los que los millones de trabajadores en paro sensibilizan a los Gobiernos ante el peligro de cualquier pérdida o interrupción de programas de producción de largo alcance. Las dificultades arancelarias de los exportadores de acero y de los productos agrícolas europeos a Norteamérica han extremado aún más el clima de tensión. No se adivinan tampoco en el horizonte acuerdos de fondo para resolver los problemas monetarios de la Comunidad, que dependen en buena parte de la política fiscal y financiera de Estados Unidos.El alejamiento euro-americano es grave y la sensación que se registra es de insolidaridad y de egoísmo nacional. El anuncio de que el presidente Reagan prorrogará el convenio de compras de cereales por parte de la Unión Soviética, que expira el próximo 30 de septiembre, no dejará de irritar a los países comunitarios como una flagrante contradicción. En efecto, este año, las compras soviéticas han desbordado los catorce millones de toneladas de grano de los veintitrés millones que el Gobierno americano ofreció. No es una bagatela. La tesis americana califica ese enorme contrato comercial como un tira y afloja para obtener una apertura política en la situación interior de Polonia. Pero precisamente ese mismo argumento es el que se utiliza para vetar la construcción del gasoducto siberiano: la situación de Polonia. Con la diferencia de que en el primer caso se traduce en una considerable operación comercial de Estados Unidos, que alcanza los 1.800 millones de dólares y satisface, de paso, a los productores de grano, abrumados de excedentes y que tradicionalmente votan en el Midwest a los candidatos demócratas. ¿Cómo no esperar una reacción airada de los países que también desean, en la Comunidad europea, comerciar con la Unión Soviética para mejorar sus maltrechas economías? El comercio Este-Oeste es uno de los aspectos fundamentales de la entera política de Occidente.

La Comunidad, a pesar de esa tirantez, o quizá a causa de ella, se siente forzosamente inclinada .a fortificar sus actitudes colectivas frente a Estados Unidos. Personalmente estoy convencido de que las corrientes de la unificación europea saldrán ganando con ello, pues obligará a reconsiderar las diferentes motivaciones que han causado los retrasos del proceso en los últimos veinte años.

Querellas de familia

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La política norteamericana fue, a comienzos de la posguerra mundial, enteramente favorable a unos "Estados Unidos de Europa" planteados sobre un modelo federal. Aquel empeño que Winston Churchill popularizó en su célebre discurso de Zurich de 1946 no se llevó adelante por causas bien conocidas. Monnet, Adenauer, Schuman, De Gasperi y Spaak pensaron que era posible llegar a ese fin levantando, poco a poco, instituciones federales que integrasen las economías y, más tarde, unificando las fuerzas armadas en la nonnata Comunidad Europea de Defensa. El nacionalismo chovinista, el mito de la soberanía nacional intransigente y la idea de la supranacionalidad, no menos intransigente, acabaron con el sueño de una unidad europea cristalizada en un plazo rápido.

Pronto se comprendió también en Washington que ese empeño era utópico y se replegaron las actitudes del Congreso y del Gobierno hacia posiciones menos comprometidas. Henry Kissinger, cuando era todavía profesor en Harvard, lo explicó con lúcida maestría en una conferencia pronunciada en 1966: "¿Qué tipo de política perseguiría una Europa unificada?", se preguntaba. ¿Sería una política paralela a la de Estados Unidos, con las mismas ideas sobre las tácticas generales a adoptar? La historia nos enseña que nunca es así. En general, la identidad de una colectividad de pueblos se forja por oposición a la potencia dominante. Una amenaza creciente de la URSS sobre Europa integraría a ésta en un atlantismo proamericano. Pero si esa Europa unificada no sintiera un temor inminente ni juzgara probable una amenaza de invasión por parte de la URSS, insistiría en tener una política propia europea, cada vez más distante de la hegemonía americana, en materia atlántica. Y la opinión americana vería, sin duda, con recelo esa corriente divergente de pensamiento y de actitud".

"Querellas de familia" ha llamado a este china actual de discordia Ronald Reagan. Lo cierto es que existen varias razones de orden intrínseco en la raíz de ese grave problema. En primer lugar, estamos ante un cambió histórico de gran significación. Al término de la segunda guerra mundial, el PNB de Estados Unidos representaba la mitad del que tenía el mundo desarrollado. Hoy día, el PNB de Alemania Federal y de Japón solos suman más que Estados Unidos. No existe, pues, una hegemonía económica que pueda servir para justificar la hegemonía monetaria que trata de imponer el dólar y que funciona desde los lejanos acuerdos de Bretton Woods, firmados en 1944.

En segundo lugar, existe el proceso del rearme nuclear y la gigantesca espiral de las cifras de ese rearme. Hay en estos momentos cientos de miles de cabezas nucleares disponibles en el mundo para el uso operativo inmediato. Su potencia destructiva es 100.000 veces mayor que la de todos los explosivos usados en la segunda guerra mundial. El coste anual de esa producción mortífera representa una cifra astronómica de billones de dólares. En un mundo cada vez más interdependiente, la existencia de un arsenal destructivo de esa dimensión crea una tensión coercitiva permanente en la humanidad entera. De hecho, produce también un condominio universal a cargo de las dos superpotencias. Zhu Enlai decía que Norteamérica y Rusia son dos gigantes obligados a compartir una sola cama, pero con sueños diferentes. Ese condominio con sus teléfonos rojos del último minuto, es causa de un latente rechazo en la opinión pública de los demás países, entre los que se encuentran no sólo los europeos, sino otros focos reales de poder político y económico, como China, Brasil, México, Suráfrica, India, Indonesia y buen número de naciones del Tercer Mundo que se hallan en trance de convertirse en pueblos desarrollados. No debe faltar en este breve panorama una alusión al acceso a la disponibilidad del poder nuclear militar, que es una realidad de la que se habla poco. El club nuclear, del que ahora forma parte sólo un corto número de Estados aumentará de un modo espectacular en los próximos diez años, con las consecuencias de diverso orden que ello traería a la inestabilidad de la paz del mundo.

La aspiración pacifista

Como consecuencia, existe hoy en las naciones desarrolladas, en Europa muy principalmente, y también, por supuesto, en Estados Unidos, un amplio movimiento no sólo de propósito limitador de armamentos nucleares, sino pura y simplemente abolicionista. Es un clamor popular importante y creciente en favor de la supresión total del uso militar de esas armas. Ese abolicionismo recuerda en cierto modo al que hace 150 años se puso en marcha en Norteamérica para acabar con la esclavitud. Tardó mucho tiempo aquella tendencia en abrirse paso hasta llegar a la proclama de Lincoln. Y sus partidarios fueron llamados de todo, desde estúpidos idealistas hasta agentes del radicalismo. Esta actual marca de fondo antinuclear, al que las iglesias cristianas no podrán ser indiferentes o ajenas, se basa en el espectáculo escandaloso de un mundo en el que el hambre, el desempleo, la desigualdad social y la enfermedad son realidades tangibles y estremecedoras, mientras se gastan anualmente cifra! elevadísimas para poder matar más gente más deprisa, en una eventual guerra futura.

¿Por qué Europa es más sensible que Norteamérica a esa clase de razones y argumentos? Pienso que los sistemas políticos europeos, su estructura intelectual, su reflexión crítica, su forma de ejercer la oposición partidista, su larga experiencia histórica, por haber dominado el mundo, hacen a los líderes europeos más clarividentes y más matizados en sus actitudes internacionales. El signo predominante de la sociedad industrial desarrollada está en la complejidad, no en el simplismo. La política internacional de hoy requiere muchas gradaciones: análisis detallados, lenguaje propio, conocimiento exacto de los problemas. No se pueden resolver éstos con un sí o un no sin que esa rotundidad se vuelva contra quien la formula. Europa, desprovista en gran parte de autonomía militar, ajena a las tendencias expansionistas y al hegemonismo, capaz de comprender la variedad, a veces contradictoria, de las razones de un conflicto, defensora comprometida de los derechos humanos, verdadero código ético de gobernantes y de sistemas democráticos, tiene en su conciencia moral colectiva motivos suficientes para acentuar su identidad.

Hay otra razón latente en el caso de la opinión alemana, y es la legítima y antigua aspiración germana a la reunificación de su pueblo. Aspiración a la que se opone la Unión Soviética invocando los acuerdos de Yalta y a cuya posibilidad miran con silencioso, pero disimulado, recelo los antiguos rivales de una Alemania demasiado poderosa, como Francia y el Reino Unido. En las nuevas generaciones alemanas hay muchos que suponen que el neutralismo y el abandono de la OTAN serían los precios exigidos por la Unión Soviética para el cumplimiento de esa unificación. Por remoto y utópico que parezca ese objetivo en los mo-

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mentos actuales, es un elemento de la opinión pública que sigue vigente en ambos lados del telón de acero.

Es interesante observar también el eco de ese malentendido en la opinión norteamericana. Cada vez son más quienes en Estados Unidos se cuestionan sobre las inclinaciones neutralistas y pacifistas de una parte de la opinión europea occidental y de la escasa voluntad de combatir por la superviviencia que esa inhibición supone. Ese recelo se ha agravado en los últimos tiempos y se manifiesta en los ambientes parlamentarios y universitarios norteamericanos y en el comentario frecuente de columnistas y ensayistas políticos. Hay también, en estas críticas simplificadoras,un alejamiento creciente de la opinión americana sobre lo que trae consigo la nueva conciencia europea. Tal no es el caso de Canadá, que ha conservado, a través de sus vínculos institucionales con el Reino Unido, mucha mayor cercanía y una apreciación más realista de lo que ocurre en la opinión europea occidental.

El pensamiento político de la sociedad norteamericana se moldeaba preferentemente, hasta la época de la segunda guerra mundial, por los elementos culturales de la costa oeste y del establishment anglosajón y nórdico-europeo. Ese era el catalizador predominante en el gran hervidero de la inmigración, sujeta, como es sabido, al régimen estricto de las cuotas raciales. Lo europeo era un factor primordial en la política exterior y fue lo que inclinó a la intervención militar americana en la primera y segunda guerras mundiales, venciendo la fuerte tradición del aislacionismo. Pero eso era verdad hace cuarenta años. Desde entonces, los cambios intemos de la sociedad americana han sido enormes y las consecuencias de esa mutación son imprevisibles.

Un fenómeno que se adivina, por ejemplo, en el contacto humano en los Estados Unidos de hoy es la condición multirracial de la sociedad americana. California, la costa del Pacífico, y Florida son un ejemplo típico: Los Angeles es una inmensa ciudad hispanohablante, como lo es Miami. Y en un admirable y prolongado esfuerzo, los Gobiernos de Washington y el Congreso, en los últimos treinta años, han roto, una tras otra, las barreras de la discriminación racial de la minoría de color. La masiva presencia latinoamericana, la japonesa, la coreana, la vietnamita han añadido nuevos elementos y han reducido el preponderante papel del establishment anglosajón y norteeuropeo. Pero no son sólo las estadísticas demográficas lo que cuenta, sino también el cambio de mentalidad que se ha producido. Europa y los europeos, sus problemas y su mentalidad, sus riesgos y su eventual pacifismo, su escaso deseo de luchar, son cuestiones que interesan poco al hombre de la calle y, aun estoy por decir, a la clase dirigente. La opinión de Norteamérica se preocupa por los problemas de Centro y Suramérica porque representan eventuales y cercanos riesgos en su política hemisférica. Se interesa por la Unión Soviética y su expansionismo revolucionario universal y por su gigantesca panoplia nuclear estratégiba. Vigila a Japón porque representa otro tipo de amenaza, que es el de la competencia técnica, industrial y comercial en los mercados del mundo. Pero Europa no es ni un peligro ni una competencia. No es más que un aliado.

William Pfaff escribió sobre la política exterior americana diciendo que desde el presidente Carter acá había existido una ausencia de conexión entre los principios que se sostenían y la instrumentación política que trataba de implementarlos. Aquellos eran diáfanos en su formulación. Esta última adolecía de irrealismo y de inverosimilitud. ¿Será esta otra de las razones del malentendido euro-americano?

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