Un clan de 60 personas acapara las subastas oficiales en Barcelona
"¡Marchando una de higadillos, dos cervezas y dos carajas!". El bar-restaurante Scorpio, enclavado en el cruce de las calles de AliBey y de Bailén, hierve al mediodía entre los pasos breves de los camareros equilibristas, que desfilan esquivando mesas, el torbellino de clientes que se abre paso hasta la barra y los berridos de la vendedora de lotería que promete -"Esta vez, sí que sí"- un premio seguro para su número. En la esquina del bar más próxima a la calle, tres viajantes de tejidos palpan los géneros que sobresalen de entre una marea de colores hacinados en un maletín de skay. En la terraza, separada del interior por una cristalera y unas mamparas perforadas, imitando los ojos de buey de los camarotes, porfían tres o cuatro racimos de individuos en torno a desayunos nada frugales. Son los subasteros, conocidos también como buitres por sus víctimas.Hay unos sesenta en toda Barcelona y, desde luego, no todos trabajan el mismo ramo. Los que se congregan en el Scorpio son los que tienen su centro de acción en la vecina Magistratura de Trabajo. Hasta no hace mucho se daban cita en otro bar cercano, el Trole, que fue abandonado cuando la modernidad del Scorpio y las ventajas de la posición de éste hicieron desigual la competencia.
Los de los subasteros son rostros abultados, igual que las manos de dedos embutidos en anillos de brillantes como faros; sus vientres, prominentes, huyen al control del cinturón, perdida toda esperanza de aprisionar esa avalancha de carne con un agujero más. Se distinguen, eso sí, por unos coches nada comunes: una pequeña flotilla de vehículos de marcas extranjeras, aparcados en doble y hasta triple fila, que se alinean alrededor del Scorpio.
Poco menos de una hora antes, algunos de los clientes del Scorpio revoloteaban por las inmediaciones de la Magistratura de Trabajo número 1. En la pared contigua a la puerta de entrada hay colgado un panel de corcho en el que se fijan las convocatorias oficiales de subasta programadas para la jornada. Además de otros remates de poca monta, está previsto el de los bienes de la empresa Hamol Ibérica, SA, que desatendió los pagos a su plantilla. Esta, tras promover una acción judicial en regla, obtuvo la subasta pública de las propiedades de la sociedad, consistentes en cuatro fincas urbanas situadas dentro del término municipal de Barcelona y peritadas oficialmente en quince millones de pesetas. En un formulario impreso figuran los datos del primer demandante, Jose Luis Lejona Elorduy, la ubicación de los apartamentos y los trámites a seguir para participar en la puja.
Cinco mil pesetas por quince millones
A la hora prevista, los subasteros penetran en las dependencias de la Magistratura y el más decidido de ellos deposita, uno sobre otro, los 150 billetes de mil que le permitirán participar en la puja.
Varios mirones se amontonan, entre el personal de la Magistratura, para acercarse a la cristalera que separa la sala del secretario del resto de las dependencias. A una voz del bedel, cuatro individuos penetran en el despacho y hacen comentarios en voz baja, mientras se da lectura formal al edicto de la subasta. Es la tercera convocatoria y, a diferencia de las dos anteriores, en que existía un tope mínimo, establecido en los dos tercios y la mitad, respectivamente, del avalúo pericial, el precio de partida para la puja es libre. Cuando el secretario ha concluido la lectura del acta, se abre el turno de ofertas y un silencio espeso invade la sala. El funcionario requiere a los presentes para que hagan sus posturas, y uno de ellos avanza tímidamente:
-Cinco mil pesetas.
-¿Cómo? ¿Pero que tomadura de pelo es ésta?, exclama el secretario, mientras los otros tres competidores del ofertante vuelven la cabeza hacia atrás, reprimiendo a duras penas una risotada.
-¡Unos apartamentos valorados por lo bajo en más de quince millones y usted tiene la poca vergüenza de ofertar cinco mil pesetas!
El subastero se defiende arguyendo que no ha podido ver los pisos y que a la hora de la verdad acabará perdiendo con este asunto, además de que "legalmente los precios son libres, porque las dos primeras subastas han sido declaradas desiertas".
Los tres competidores ponen cara de impotencia y se encogen de hombros cuando el secretario les inquiere si mejoran la postura del primer subastero, como si sus medios no les permitieran rivalizar con tan magnífica oferta. El bedel, curado de espanto, comenta: "Este es el pan nuestro de cada día. Estos tipos no se exponen. Van a por millones".
Pese a su celeridad y a su desenfado, las formalidades observadas en la Magistratura número 1 son excepcionales en comparación con las habituales en otras salas, donde imperan los usos más peregrinos. El titular de la Magistratura Especial número 5, Vicente Uriós Camarasa, por ejemplo, no sólo desatiende la formalidad de celebrar las subastas en la sala oficial y en su presencia, requisitos estos que descuidan por igual todos sus colegas, sino que ha introducido una audaz reforma práctica en el trámite establecido en la ley de Enjuiciamiento Civil y convoca los tres remates para un mismo día y una misma hora. Así quedan abolidas de hecho las dos primeras subastas y los bienes salen a precio libre en una oferta única.
El incumplimiento de estas formalidades facilita notablemente la actividad de los subasteros, que acuden al acto único de remate sin necesidad de perder el tiempo en las subastas previas y de esforzarse en disuadir a eventuales competidores.
Subastas y subastillas
"La verdadera subasta" nos confía un funcionario judicial, "tiene lugar extramuros de estos locales oficiales. Después de producirse la adjudicación provisional a uno de los licitadores, que es indefectiblemente un subastero, se reúne una parte del clan en la terraza del bar Scorpio y comienza la verdadera subasta, que ellos conocen como subastilla". A estas reuniones privadas concurren exclusivamente los miembros de la Hermandad y el precio de partida es el de la adjudicación oficial. Las nuevas posturas mejoran sensiblemente las ofertas, y el precio de los bienes alcanza niveles más cercanos a su valor real. Al concluir la subastilla, los cuatro pisos que habían sido adjudicados en cinco mil pesetas en el acto oficial de remate, pueden alcanzar cotizaciones de unos cinco millones de pesetas. La diferencia entre el precio de adjudicación formal y la postura final de la subastilla se reparte entre los asistentes a ésta, de modo que todos salgan beneficiados.
No acaba ahí la peripecia de la subasta, porque, según el valor de la pieza en disputa, no bien concluido el primer rematillo, se celebran nuevas subastillas, en las que se va restringiendo el número de participantes, de acuerdo con un escalafón aceptado implícitamente por los subasteros, y las posturas se aproximan algo más al precio real de los bienes. "Los buitres más poderosos conquistan su prestigio a base de conseguir muchas adjudicaciones en Magistratura y de manejar mucho dinero, y son los que acaban por hacerse con los bienes más codiciados", comenta un abogado laboralista habituado a lidiar con estos personajes a diario. "Cuando lo que sale a subasta es algo de valor pequeño o intermedio, va a parar a manos de los subasteros de poca monta, mientras que los bocados más golosos se los quedan los mafiosos de más rango, que son cuatro o cinco, y entre los que ejerce un liderazgo incontestado el fascista Royuela". A veces, los subasteros de mayor señorío ni siquiera se molestan en seguir por los altillos de los bares las vicisitudes de los haberes en almoneda y se limitan a dejar caer displicentemente a la entrada del Scorpio:
-Que me venga a ver quien se lo quede...
Un electricista en 'mercedes'
"Quien quiera acercarse ahora a una subasta lo tiene más bien difícil", dice Alberto Royuela Fernández, 42 años, de profesión electricista, e infatigable periquito seguidor del RCD Español, además de sospechoso de promover innumerables acciones violentas protagonizadas por la extrema derecha en Barcelona. "La gente ya sabe que no tiene nada que hacer frente a nosotros, porque somos una mafia", comenta cínicamente con el periodista. A veces basta con una advertencia -"¿Qué se te ha perdido por aquí?"-; otras hay que aflojar algún que otro billete para contentar a esa subespecie de parásitos crecidos a la sombra de las aves de presa; y si todo esto no fuese suficiente, no queda más que disuadirle dentro de la misma subasta: "Nos ponemos a pujar, y, al entrometido le sale la torta un pan y acaba por llegar a la conclusión de que el mundo de las subastas no se ha hecho para él".
La Hermandad, nombre con el que se conocen internamente las decenas de subasteros que operan en Barcelona, no es, como se ve, un mundo accesible para el primer recién llegado. Es un clan cerrado, en el que reinan hombres como Arnegas, Lucía, Grau y, por encima de todos ellos, un ultra archiconocido: Alberto Royuela. Este peculiar electricista, que se desplaza en un flamante Mercedes adquirido en una subasta por menos de 150.000 pesetas, y en la subastilla por 300.000, no tiene empacho en hablar una vez acomodado en su asiento del Scorpio que nadie osa arrebatarle. "Entrar en este clan es más difícil todavía que meterse en la Guardia de Franco", entidad ilegal que, según él mismo dice, continúa existiendo, pese a haberle sido denegada la inscripción oficial. "Para conseguirlo hacen falta cojones y dinero, mucho dinero y muchos cojones". Como se acercan a su mesa dos individuos jubilosos que abordan a los periodistas preguntando: "¿Qué compráis? ¿Cuánto dáis?" Royuela apunta: "Estos dos son de la mafia, igual que aquellos de allí y los de allá", mientras señala con su orondo habano a las demás mesas del Scorpio.
El aspecto de los sujetos aludidos no deja lugar a dudas, pero su apariencia no es tampoco opulenta, pertenecen, sin duda, a esa segunda o tercera división de los subasteros. "A éstos no les cortan el cuello por quinientos millones", dice Royuela para referirse a la fortuna de sus colegas, "y aquellos otros tampoco se dejan cortar el pescuezo por menos de trescientos". Estos hombres se mueven en los juzgados y las magistraturas como en su casa. "Se han apoderado de las subastas por completo", dice suspirando un funcionario que prefiere mantener en secreto su nombre por temor a represalias, "y en ciertas ocasiones ni siquiera acaban pagando lo estipulado en la subasta oficial, porque pretextan que los bienes estaban en peores condiciones de las previstas".
Alberto Royuela, electricista en Mercedes, reina entre el hampa de los subasteros. Sus colegas se aproximan a él dando palmaditas en la espalda e intercambian opiniones políticas de este tenor: "La próxima revolución (nacional-sindicalista, se entiende) tendría que ser sólo civil, porque los militares lo echan todo a perder y acaban traicionándonos". Royuela no se inmuta cuando se le echa en cara el contraste entre su coche lujoso y sus andanadas contra "el gran capital judío y masón". El electricista motorizado inicia una sonrisa de candor y de sorpresa, la sonrisa del que no alcanza a imaginar la existencia de un mundo desprovisto de su persona:
-No tengo herencia de mis pa,dres ni de Franco y puedo responder ante los hombres y ante Dios (sic).
-¡Bien alto lo puedes decir, Alberto, que eres un santo!, dice un vecino, mirando indignado a quien manifiesta tan injustas dudas.
Para Royuela, para Grau, Lucía, Pinos o Arnegas, su profesión no tiene nada de peculiar y es comparable a cualquier otra. "Cuando la gente quiere comprar grifos acude a los fontaneros; cuando quiere perfumes, a las perfumerías, y cuando quiere cosas subastadas, pues viene a nosotros, los subasteros". Hay, de todos modos, ciertos rasgos peculiares en este ramo. Por ejemplo, la insolvencia declarada oficialmente por sus frecuentadores. Ante Hacienda, estos mismos individuos que extraen con parsimonia varios millones de pesetas en billetes de la guantera de su coche, son insolventes. Por ejemplo, también, la distancia, especialmente escandalosa en el caso de Royuela, entre sus actividades declaradas, la mayor parte de las veces de chatarreros, y sus quehaceres reales.
El almacén de los horrores
Alberto Royuela, un hombre que se jacta de haber visitado la Cárcel Modelo en decenas de ocasiones, no es mal visto en ciertos ámbitos judiciales, en los que es tenido por persona cumplidora y "honrado padre de familia". Seguramente por esta razón aparece con frecuencia en los edictos de la Magistratura número 5 como depositario de los bienes que luego serán subastados y que irán, invariablemente, a parar a sus manos. Claro está que este juicio sobre el electricista afortunado no es unánime y estos nombramientos han dado lugar a tensiones con los abogados de ciertos trabajadores, que se han sentido perjudicados por la actuación de Royuela. Prueba de ello es la carta remitida por uno de ellos a la Magistratura de Trabajo, en la que se lamenta de "la rapidez digna de elogio con que la Magistratura Especial número 5 de Barcelona ordena la extracción de bienes de una empresa y nombra depositario de los mismos a Alberto Royuela Fernández, quien, en subasta celebrada días después, se adjudica dichos bienes, que figuraban en el edicto con títulos genéricos; de suerte que, donde aparecía la denominación obrador, luego se contabilizan hasta veintitrés bienes tan poco genéricos como básculas de cien kilogramos, relojes controladores, máquinas lavaplatos, cocinas a gas, batidoras, armarios congeladores, etc.". El letrado acaba en su escrito denunciando que la pretendida adjudicación de la que habla el acta oficial no tuvo nunca lugar, pues estaban presentes en dicha subasta el propio abogado y sus representados.
En la calle de la Independencia, a pocos metros de Los Encantes barceloneses donde se ofertan los géneros más dispares a los precios más diversos, no se sabe si se alza o se derrumba un híbrido de garaje y almacén donde Royuela atesora su muestrario abigarrado de bienes. El gris opaco de los tornos, las fresas industriales, los compresores de pintura, los telares, los aparatos de aire acondicionado, alterna con rutilantes muebles de oficina, con cocinas último modelo y motocicletas de marca japonesa. Varios empleados acarrean las adquisiciones más recientes y remueven las pilas con carretillas hasta la plataforma del montacargas que perfora el piso y comunica las dos plantas de esta cueva del tesoro.
La luz tamizada de las lumbreras del techo cae directamente sobre un aparatoso busto de Francisco Franco, fianqueado por una bandera nacional sin escudo constitucional, que se alza en medio de la nave.
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