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Tribuna
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No sonrías a un desconocido

Manuel Vicent

Era una de esas que va reventando las costuras y hace parar las taladradoras en la calle. Había tenido algunos problemas a causa de esto, más que nada por la forma tan natural de sonreír a esos bestias que querían pegarle una dentellada a la pechuga. Aunque estaba advertida. Había leído algunos consejos en una caja de cerillas, pero ella no tenía la culpa si los muchachos berreaban cuando pasaba junto al corro de motocicletas con la minifalda vaquera, claveteada de chinchetas, abrazada al cartapacio de la academia. Los porteros, los dependientes, los menestrales de aquellos siete bloques de viviendas, levantados en el secano, la amaban en secreto y conocían perfectamente su horario. Había un hijo de perra que la llamaba por teléfono a las doce de la noche. No decía nada. Sólo jadeaba como un cerdo.A ella le acababa de caer el chicle de la boca, tenía diecisiete años y se había convertido en el primer ejemplar erótico de aquella barriada de alcantarillas reventadas, pasos subterráneos en la vía del tren y vertederos industriales. Los mecánicos del taller eléctrico trazaban una cruz en el calendario el día en que la veían coger el autobús. El tendero se daba cates en la frente con un bote de fabada después de servirle el pedido, y aquel subnormal sentado en una silla de ruedas, que sólo era un inmenso pedazo de carne bautizada, rebuznaba de placer cuando la chica le sonreía por misericordia. Junto a los columpios del jardín. Después estaban los muchachos de las motocicletas. Pero ésos sólo rugían y nada más En época de brama echaban alguna animalada por el colmillo contra su trasero y encabritaban las máquinas. En el fondo eran muy inocentes. Bueno, aquella chica fue violada y aproximadamente las cosas ocurrieron así.

Durante algún tiempo el teléfono sonó a medianoche. Aquello tampoco tenía demasiada importancia. Ya se sabe que el mundo está lleno de locos. Un amante desconocido emergía de las tinieblas y se limitaba a gruñir.

-Aquí está otra vez.

-Cuelga. Ya se cansará.

-Es usted un miserable hijo de..

Eso era peor. Si la chica le insultaba, la voz jadeante se venía para arriba hasta alcanzar un calambre glorioso con el gaznate. Lo más simple consistía en cortar y ya está. Pero aquella llamada nocturna se había convertido en una pesadilla para todos y hubo que dar parte a la policía. De esta forma se supo que el enamorado usaba la cabina de abajo, la única en aquel paraje, la que estaba junto al subterráneo de la vía del tren. Parecía fácil cazarlo. En tres ocasiones, mientras el teléfono sonaba, el padre de la chica se precipitó por las escaleras armado con una llave inglesa. Llegó hasta la cabina y la encontró vacía, aunque siempre creía ver una sombra huyendo por el descampado. Una noche de suerte sorprendió en la jaula a un sujeto de pelo blanco con el aparato en la oreja. Abrió la puerta de una patada y sacó a aquel hombre a rastras por el pescuezo.

-Te he cogido.

-¿Qué hace usted?

-Ven acá, tío mierda.

-Oiga.

-¿A quién estabas llamando?

Iba a descargarle, sin más, la llave inglesa contra el cráneo, cuando en medio de la furia descubrió que aquel señor era el tendero de la esquina, ese tipo encantador que le subía los pedidos a casa, siempre sonriendo con una palabra amable. Y encima le fiaba alegremente todos los fines de mes. No encajaba nada y su intuición le hizo parar el golpe a tiempo. Hubiera sido una desgracia si lo llega a machacar, porque el tendero era inocente. No del todo. Había bajado a pasear al perro y aprovechó la ocasión para llamar a su querida. El padre de la chica tuvo que dar algunas explicaciones. No muchas. Tampoco era conveniente que su hija quedara envuelta con las lenguas de un barrio tan familiar por un asunto como ése. Nunca se sabe lo que podría pensar la gente si un día la muchacha movía el culo un poco más de lo normal. El hombre, con la llave inglesa en la mano, se limitó a ofrecerle sus excusas, y, a cambio, el tendero lo puso en la pista. Un joven estaba en la cabina cuando él llegó. No le conocía, aunque probablemente vivía cerca de allí, porque se largó a pie hacia los bloques de la vaguada. Después de todo, la cosa no tenía demasiado interés. Gamberros los hay en todas partes.

-Usted perdone.

-Nada. A mandar.

-Ha sido algo muy violento para mí.

-Lo comprendo. Su hija es muy guapa.

-Sí. De ahí viene todo.

La chica tenía un amante invisible en el barrio, aunque no es seguro que fuera el mismo sujeto que la llamaba por teléfono a medianoche. Aquel espectro había hecho sus planes. Lo conocía todo de ella. Vigilaba sus entradas y salidas. Llevaba anotado en una agenda cualquier movimiento de la corza. La chica salía de casa a las nueve de la mañana. Esperaba el autobús en la parada de la carretera, abrazada a una carpeta. Se apeaba en el paseo de las Delicias, y allí, en el primer piso, había una academia de mecanógrafas, cuyos ventanales daban a las copas de las acacias. Había viajado con ella muchas veces en el mismo autobús, siempre en el asiento de atrás, y le había observado por el filo del periódico abierto sus paletillas llenas de pecas sonrosadas, aquel cuello alto como un batido de vainilla. La corza regresaba al hogar hacia el mediodía, y entonces se la podía ver con un cesto de la compra o balanceando a su hermano de cinco años en los columpios del jardín.

Por la tarde acudía a una clase de inglés en la calle de Atocha, y antes de que cerrara el día ya estaba de nuevo en el barrio, menos los sábados, cuando iba a bailar al Club Consulado con unas amigas. Entonces volvía a las once, y el punto negro era aquel túnel en la vía del tren. El autobús paraba al otro lado y había que atravesar el subterráneo de cemento, donde ya habían caído otras como ella. Algunos mozalbetes habían adoptado aquello de madriguera y a veces exigían un derecho de peaje bromeando con navajas. Siempre pasaba por allí con la taquicardia en la garganta, mientras sus malditos tacones resonaban en la bóveda.

Una fiesta de cumpleaños

Aquel día no era sábado, pero regresó a casa a las once y media de la noche. Había ido a una fiesta de cumpleaños, y, al parecer, su amante invisible también lo sabía. En la parada de autobús bajaron algunos pasajeros del mismo polígono. La chica pasó el túnel sin novedad. Cruzó la carretera iluminada con farolas. Subió las escaleras del terraplén que daba al jardín de su bloque de viviendas. Vio los columpios parados a la luz de la luna y la sombra proyectada por el sauce raquítico sobre el césped. El portal estaba abierto, así que no tuvo necesidad de buscar la llave en el bolso. Otras veces también le había pasado. Pero aquella noche, en el fondo del vestíbulo apagado, una raya de neón salía del ascensor. Tampoco le dio mucha importancia. La chica pensaba en la tarta de moka que traía en la mano pringada después del viaje. Abrió la puerta metálica, y dentro del ascensor estaba él esperando. Allí se encontró con su amante invisible, un hombre pálido, sonriente, con peluquín rojizo y zapatos con alza, que le dio las buenas noches.

-¿A qué piso va?

-Al sexto.

-Señorita, yo quería...

-¡Socorro!

-No grites. Te lo suplico.

-Suélteme.

-Sólo quiero...

La chica comenzó a dar alaridos y él intentó taparle la boca con la manaza, mientras le buscaba con el hocico un lugar en el cuello jadeando y le pegó el primer zarpazo en la bolsa del escote. Ante todo, esta maldita perra tenía que callar. El hombre le arreó con el puño en la cara y eso no fue suficiente. Intentó golpearle el vientre con la rodilla, pero aquella fiera aún gritaba más. La caja del ascensor abierto chirriaba basculando en medio del combate cuerpo a cuerpo, y en cierto momento, uno de los dos atizó un zapatazo contra la puerta y entonces se oyó un chasquido de cristales. La lucha duró apenas tres minutos. Alguien comenzó a vocear desde arriba por el hueco de la escalera. Aquello era demasiado peligroso. De pronto el galán decidió salir disparado dando tumbos por el vestíbulo, donde se dio un estacazo contra un macetón de cactus y derribó una lámpara de pie. El vecino del segundo llegó hasta el ascensor y se encontró con el cuadro. La chica estaba sentada en el fondo de la caja con los pelos sudados en la boca. Tenía la blusa desgarrada, medio sostén le colgaba por una axila y la falda vaquera cuarteada aparecía manchada de tarta. Un mordisco cárdeno le palpitaba todavía en la clavícula derecha. El resto eran algunos arañazos en el muslo y un pómulo macerado. En el suelo del ascensor estaba la moka aplastada entre cristales, el bolso despanzurrado y el peluquín rojizo, que el amante había dejado como recuerdo. Después de todo, la chica había sido muy valiente. El vecino llegó allí cuando se oía un coche que arrancaba.

-¿Le conocías?

-Nada.

-¿Cómo era?

-No sé. Le he visto alguna vez en el autobús. Llevaba puesto este peluquín.

El vecino le dio auxilio en su propia casa. Un poco de agua oxigenada, una taza de tila, algunas agujas para poner en el sitio los jirones de la blusa. La chica se arregló la cara en el espejo del lavabo. Acompañada por aquel matrimonio tan amable del segundo izquierda y por alguien más que se sumó al cortejo fúnebre se dispuso a presentarse a la familia como una virgen violada. Apenas le abrieron la puerta, ella corrió llorando por el pasillo hasta su cuarto. El padre supo en seguida lo que había pasado, pero no reaccionó bien. Comenzó a soltar gritos contra la democracia, el Parlamento, los partidos, las autonomías, la libertad de Prensa y los rojos en general. Aunque los vecinos trataban de calmarle, el hombre daba puñetazos en los tabiques y se buscaba en el cinto una pistola imaginaria.

-Eso se veía venir.

-Son cosas que pasan.

-Pasan cuando no hay autoridad.

-Tampoco se ponga así. En cualquier país se crían cerdos como ése.

-Pero España se ha convertido en una pocilga. Por culpa de cuatro políticos de mierda. Si me dejan a mí, yo arreglaba esto en tres días.

-Existen estadísticas.

-Nada. Aquí ya ha llegado la hora de salir a la calle con una pistola. Déjese de estadísticas. La gente de orden tiene que ir armada.

-En fin. Buenas noches.

-Gracias de todas formas.

Aquel padre airado era jefe de un almacén de madera y sentía que le habían tocado algo muy profundo de su propiedad. Estaba orgulloso de sí mismo a través de su hija, porque le había salido sana, radiante, la más guapa del barrio, y ellos, no se sabe qué chusma desalmada, querían comerse ese pastel. La chica era la reina de aquel paraje de siete bloques con jardín entre la vía del tren y algunos vertederos industriales. Todo el mundo, según parece, la quería violar. Eso le pasaba por ir sonriendo siempre a los desconocidos. Aquella misma noche sonó otra vez el teléfono. Los jadeos obscenos llenaron el auricular. El padre cogió la llave inglesa. Brincó furiosamente por la escalera. Atravesó el jardín. Llegó hasta la cabina junto al túnel de la vía. Allí dentro había un hombre marcando un número. No lo pensó más. Abrió la puerta de una patada y comenzó a descargar martillazos sobre el cráneo del desconocido hasta partírselo del todo. Aquel señor estaba llamando a una clínica de urgencia. Pedía una ambulancia para su mujer. El no la necesitaba, porque murió allí mismo. Se trataba de un guardia municipal retirado. Una parte de su masa encefálica quedó fuera de la cabina.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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