Pasión de la arena
Una vez fui a los toros con un inglés rubio. Era su primera corrida y era un gran amante del reino animal. Camino de la plaza me repitió en voz alta las páginas más lúgubres de la Leyenda Negra; él iba a confirmar sus peores temores, su odio a la crueldad de esa fiesta tan burda, a llevarse al Reino Unido, impreso en la memoria para edificación, el emblema del bárbaro. Fue una buena tarde, y a su primer bicho el primer matador le dio una estocada limpia y fulminante; un gran chorro de sangre salpicó la barrera a un metro de nosotros. Miré a mi acompañante con temor, esperando sentencia: mi amigo, levantado, aplaudía frenético y estaba derramando unas lágrimas gruesas que también salpicaban.Antes me lo habían dicho los manuales, los incondicionales, pero sólo ese día comprendí claramente la pasión de los toros. La pasión, que no el arte. Yo el arte de la lidia no lo entiendo, aunque lo admiro mucho, como suelo admi rar todas las religiones. Vivido desde dentro, tanto por los que lo ofician como por los que lo idolatran, el toreo es tragedia; un ritual repetido que hace alusión al Primer Sacrificio del Hombre ante la bestia. Está hecho de normas de figuras simbólicas, de un pie de prelaciones que los más grandes guardan y así llegan a santos. Vicente Ruiz "El Soro" (por poner un ejemplo), que a mí la otra tarde me dejó muy contento por ser tan pinturero, por sus genuflexiones, sus cánticos y fintas, a los archidiáco nos les parece un payaso. Lo entiendo: yo no entiendo, porque no soy de ellos, y no puedo apreciar lo importante que es el ángulo formado por muleta y estoque al dar los pases últimos, el simbolismo exacto de ese no man's land de círculos concéntricos que el picador no pisa, el rizado oropel que distingue los pares de banderillas si las clava el maestro y no el subalterno. No he sido iniciado a los ritos secretos de esa secta elevada que es la Torería, y no puedo aspirar a discernir el pathos de la enorme tragedia.
Desde fuera, por ello, los toros han de ser degustados como un melodrama, como el sucedáneo de ese trágico culto que juzga el fiel, el crédulo. Y qué alivio más grande no comulgar, no estar con el sagrado agobio del que sigue la misa. La tauromaquia como drama de costumbres, como sainete o farsa, como verbena incluso, ofrece un gran campo al no-catequizado. Sin tener que seguir las pautas y oraciones, el que es mero curioso puede hasta apreciar la musiquilla fácil de la banda de viento que anima los tendidos, el traje plateado de los mozos de espada, el sino del caballo que husmea el peligro debajo de la venda, incluso dedicarle un pensamiento al toro, al que yo he visto ayer un alma indiscutible. El Poeta (Aleixandre) le daba voz al toro, que éste aprovechaba para expresar nostalgia de una infancia feliz: "Al fondo las marismas, la voz, el olmo, el río". Qué
momento más antitaurino pero tan emotivo ese en que el animal duda, ante la gran demanda, en embestir al mozo, al torero, al caballo, a todos, a ninguno.
"Ver los toros desde la barrera". Yo si que los he visto doblemente apartado, sin el ruido y la furia. Y entonces cobra cuerpo el delicado estilo de esos hombres anónimos que redactan las notas del programa: "ciertas adversidades" pospusieron un día enigmáticamente la confirmación definitiva del Niño de la Capea, o se hace hincapié en el lazo de sangre que une a Manzanares con su banderillero padre, o al "Soro" con el suyo, que fue torero cómico. El carácter atávico queda de manifiesto, y a uno ya no le da vergüenza expresar (dependencias y pasiones telúricas. Sólo voy a corridas en que torean ídolos o algún alicantino (como me es inane un partido de fútbol sólo por sus jugadas, si no se juega en él una copa, una fama, o participa el Elche), y por eso, aunque no esté inspirado, ver a Manzanares, al que siento tan próximo por cuestiones de cuna, me devuelve las ganas de volver otro día a sentir más pasiones; bajas, hay que reconocerlo.
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