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DUODÉCIMA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO

Un retroceso veinte años

Los taurinos son la doctora Asland, o mejores. Nadie como ellos para hacernos rejuvenecer. Ayer nos quitaron casi veinte años de encima. Parecía que estábamos en una de aquellas pantomimas de la década de los años 60, cuando el Cordobés, Camino, el Viti y demás compañeros mártires hacían de las suyas con las borregas. Era, a la vez, un retroceso en la evolución de la fiesta, pero tampoco vamos a pretender tenerlo todo.Es de ver qué bien se entienden los taurinos cuando dedican sus seseras a lo que ellos llaman "cuidar" a los toreros de sus preferencias. Ayer se trataba de lanzar a Espartaco al firmamento táurico y de que Paquirri siguiera usurpando el papel de astro en el oscuro firmamento donde gravita el planeta de los toros. Y casi los estrellan, qué burrada.

Plaza de Las Ventas

25 de mayo. Duodécima corrida de la Feria de San Isidro.Toros de José Matías Bernardos, desiguales de presencia; segundo y tercero indecorosos; todos descastados e inválidos. Paquirri. Bajonazo perdiendo la muleta (división). Pinchazo bajo y bajonazo infame (bronca). Julio Robles: Pinchazo hondo delantero y descabello (silencio). Estocada, rueda de peones y descabello (ovación y saludos). Espartaco, que confirmó la alternativa: bajonazo (aplausos y saludos). Pinchazo /aviso con un minuto de adelanto/ otro pinchazo y bajonazo (aplausos)

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Aunque, bien pensado, no los estrellararán del todo, pues el taurinismo, si bien es de un individualismo aberrante, cierra filas cuando se trata de mangonear y se precia de ser una gran familia, unidísima, cuando hay bastardos intereses en juego. La autoridad podría desbaratar sus manejos pero está comprobado que, allá donde se ejerce, no hay la menor intención de afrontar este compromiso.

En la fiesta manda el capital, y a los valores que la caracterizan y su afición fiel, que los vayan dando. Y el espectáculo sigue, soporífero inaguantable, como en esta corrida de triste recuerdo, en la que no hubo ni un toro, ni un pase, ni un momento de emoción o de belleza, por mínimo que fuera. Los toros parecían ovejas, y para este resultado, más valdría que en lugar de toda la complicación que supone la crianza del ganado bravo, los hubieran dedicado al pastoreo. Desmayaban, caían. Tomaban los engaños con un aburrimiento sólo comparable al que suscitaban en el tendido. Y los toreros se dedicaban a pegarles derechazos.

Dos horas de embestidas ovejunas y de derechazos es algo muy superior a lo que puede soportar la paciencia humana. Hasta tal punto toros y toreros aniquilaban el ánimo del público que apenas se produjeron broncas. Voces, sí; voces sueltas, unas veces indignadas, otras burlonas, otras para liberar los cataclismos orgánicos que provocaba el sopor. Y bostezos; estentóreos, horrísonos, desesperados bostezos.

El astro Paquirri, incapaz de sacar un pase en condiciones, aunque dio muchísimos, se permitió el lujo de arrear unos bajonazos de abrigo; el del quinto alcanzó la categoría de infame. Ese buen torero que es Julio Robles, puesto a un nivel donde nunca lo quisiéramos haber visto -aunque a él le parecerá de perlas recibir trato de figura- tampoco los dio escasos, ni buenos, y encima abusaba del pico con todo descaro. Y luego, Espartaco, ese invento.

Espartaco es animoso, arrollador en sus juveniles ansías de triunfar, y podemos decirlo con conocimiento de causa, pues le hemos visto otras actuaciones por esas plazas. Pero sus exclusivistas debieron creer que podían venir a Madrid con los mismos trucos que utilizan por ahí para empujarle hacia los altos del escalafón.

Un torerito de este corte, voluntarioso y valiente, para lucir ante una afición entendida necesita el toro, que dé mérito a sus alardes. Borregos como los de ayer nunca se justifican, pero se explican si el diestro que se sirve de ellos es capaz de encandilar al público con una interpretación creativa y estética de las suertes. De lo cual no es capaz Espartaco, por el momento.

Su actuación en el sexto -cornicorto, romo, inválido, atontado y colorao de vergüenza que le daba- fue calco de las que repite en plazas tres al cuarto, donde un público ingenuo y sencillo se vuelve loquito cuando el torero hace aspavientos horteras para que no le piquen el burritoro, corretea, ríe, alborota la pelambrera, achula el tipo, se pone de rodillas, pega infinidad de pases. Para Madrid, en cambio, un toro como ese, que no soportó ni un refilonazo sin morir, no es toro. Y si Madrid no ve toro, tampoco ve toreo ni torero.

Grandes sectores del público pedían que no vuelva Paquirri y que no vuelvan los toros descastados de Matías Bernardos. Quizá aquel necesita de éstos, pero ese es problema de ambos que deben dilucidar lejos de aquí; por ejemplo, en los pueblos.

Agradeceremos de por vida que Paquirri no pusiera banderillas. Y que los taurinos nos rejuvenecieran. Aunque, caray, nos dejaron molidos con el tratamiento.

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